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Domingo, 28 de agosto de 2016

CINE > GUSTAVO FONTáN

AL OTRO LADO DEL RÍO

Cuando terminaba la secundaria, Gustavo Fontán leyó por primera vez El limonero real de Juan José Saer. En ese momento ni siquiera pensaba en ser cineasta pero se enamoró de la novela, de su riqueza y del paisaje, ese Paraná santafesino que tiene algo de tristeza. Es triste, claro, la historia: un hombre, Wenceslao, va a cruzar el río para asistir a una fiesta, organizada por la familia de su esposa y ella, todavía sumida en el duelo por la muerte del hijo, se niega a ir. Filmada en Colastiné, llena de silencios, con diálogos tomados de forma textual de la novela, la película adapta este texto joyceano y complejo mezclando actores profesionales y no profesionales, en la búsqueda de un lenguaje visual poético que pueda dar cuenta del universo saeriano.

 Por Salvador Biedma

“Amanece / y ya está con los ojos abiertos.” Cualquiera que haya leído El limonero real se acordará de esta frase, que inicia y cierra la novela y se repite otras siete veces a lo largo de las páginas. Y, en cada ocasión, marca que se vuelve al comienzo, que se va a narrar otra vez desde el principio, de otro modo, ese día, el último del año. Wenceslao va a cruzar el río para el festejo que ha preparado la familia de su esposa, pero “ella” (su nombre no se dice) no va a ir. Se niega a abandonar el luto aunque ya pasaron seis años de la muerte del hijo (tampoco su nombre se dice). Y no importa que Wenceslao insista o que vayan a buscarla Rosa y Teresa, sus hermanas: no quiere salir. “Tendría que haber ido y enterrarse con él”, dice y repite Rosa.

Difícil pensar que este texto, con su artillería de recursos literarios (joyceano por momentos), pueda tomar otra forma; sin embargo, parte de su riqueza reside justamente en que ese día se narra de distintos modos, lo que podría continuar hasta el infinito.

Cuando circuló que alguien preparaba una película a partir de El limonero real, las expectativas se emparejaron con la desconfianza. Aunque su nombre está lejísimo de ser un secreto, en determinados círculos Juan José Saer genera la intensidad de un autor de culto. Hasta hay quienes viajan a Santa Fe para hacer el camino de los protagonistas de otra novela: Glosa. Frente a los resquemores, también hubo quienes dijeron que el director Gustavo Fontán maneja una estética muy adecuada para representar ese mundo.

Al iniciar los trámites por los derechos de adaptación, cuenta Fontán, la viuda de Saer y el agente literario Guillermo Schavelzon pidieron referencias y se encontraron con que Alberto Díaz (editor, amigo, hombre de confianza del escritor santafesino) había pensado, mientras miraba la película El árbol, que Fontán debía ser quien abordara la obra de Saer desde el cine. “Tenemos un poco de miedo por la reacción de los ‘saerianos’”, comenta un poco en broma el director. La viuda del escritor ya vio la película, que se estrena el próximo jueves, y quedó muy contenta.

Hay algo, indefinible, en la adaptación que logra transmitir una obviedad: esas imágenes no son ni podrían ser la novela, sí una lectura o representación. Fontán cree que toda transposición implica “un doble signo: un acto de amor hacia un texto literario y un acto violento por el rompimiento que se necesita para convertir el texto en otra cosa”. El director plantea que lo ideal para un espectador sería “olvidarse de la novela sin olvidársela” porque “la película parte de un texto, pero forma algo nuevo, que se completa en sí mismo, y ya no puede pensarse en relación directa con el texto”.

Una pregunta básica: ¿Por qué llevar al cine El limonero real?

En principio, por el amor a la novela. La primera vez que la leí, hace años, me impactó. Yo no hacía cine en ese momento, pero es de esos textos que te dejan una huella. Mucho después, empecé a filmar en el Río Paraná, primero La orilla que se abisma, luego El rostro... Y, en el contacto con el río, las islas, esa luz, esos habitantes, se dio un cruce entre el texto y el entorno. Entonces, surgió la película como una posibilidad definida.

¿Recordás la primera vez que leíste El limonero...?

Sí. Al terminar la secundaria, hice tres años de Ingeniería. Después seguí Letras. Saer no estaba en los programas, pero un profesor lo recomendó y leí Nadie nada nunca y El limonero... Devoré esos libros sin entenderlos bien. Con los años, tomé conciencia de que Saer se hace cargo de la pregunta “qué es narrar” y plantea un encuentro entre narrativa y poesía que me deslumbró. Luego estudié cine, quise hacer películas según lo que te enseñan, sentí que eso no me funcionaba y empecé a pensar en Saer y en que uno debe preguntarse constantemente “qué es narrar”.

O sea que tu primer acercamiento a Saer fueron dos “novelas de río”.

Sí, son los textos de él que siempre me impactaron.

Pero, ¿de chico tuviste un vínculo con el río o fue un descubrimiento...?

Soy de Banfield. El río era para mí el río cordobés de las vacaciones de infancia. No conocía el Paraná, pero quizá ese río de la niñez dejó una marca y mi encuentro con este otro río me permite entender algo. Hay un trazado con Saer, Juan L. Ortiz... Al descubrir el río, volví a leer a Juanele y su poesía encontró otro lugar en el contacto con ese mundo, una empatía profunda. Me pasa también con Arnaldo Calveyra y otros poetas de Entre Ríos o Santa Fe. Esa zona tiene algo a lo que afectivamente me puedo acercar.

CUADERNOS DE APUNTES

“Amanece/ y ya está con los ojos abiertos./ Queda un momento ciego/ sin ver, todavía mezclado en lo que ha entrevisto en el sueño”. La anotación, luego tachada, es de 1964, diez años antes de la publicación de El limonero real, un comienzo posible. Figura en el primer volumen de los borradores de Saer que editó Seix Barral. El propio autor ha comentado que al principio pensaba escribir esta novela en verso. En otro apunte la llama “la novela poética” y dice: “Debe ser al mismo tiempo realista y alegórica; los elementos alegóricos deben surgir espontáneamente del tratamiento especial dado a la materia real”.

En la película se nota que los actos cotidianos están cargados de cierta densidad del trasfondo. Y la experimentación con la lengua pasa a otros elementos, propios del mundo audiovisual. En la versión de Fontán, hay largos silencios. O, más que silencios, pasajes sin diálogos, sólo con sonido ambiente. Y, cuando los personajes hablan, o bien expresan formulismos (saludos, algún pedido, alguna broma) o bien, como si no hubiese término medio, dicen cosas muy duras. Por ejemplo, Agustín, el esposo de Teresa, asegura que su hijo le ha traído mala suerte y que debió tirarlo al río no bien nació.

Los diálogos de la película están tomados en forma textual de la novela. Y no aparecen otras palabras; no hay, por ejemplo, voz en off. El director comenta que el lenguaje coloquial de Saer “tiene una cosa tramposa, no es en realidad coloquial” y vincula la economía de diálogos, que también se ve en otras películas suyas, con la austeridad como principio estético a todo nivel: “me parece que la posibilidad de quitar debe estar antes que la de poner”.

Si la novela vuelve en forma constante al inicio y utiliza muchísimos flashbacks y algunos flashforwards (y hasta incluye parodias del Génesis bíblico y de la Odisea), la película, en cambio, propone una estructura lineal. La idea era diferente cuando empezó el rodaje. En el guión estaba la posibilidad de que el día empezara cuatro veces, hubo largas reuniones de preproducción “para pensar de qué manera volvíamos a filmar lo filmado sin repetirnos” y hasta rodaron las escenas. Sin embargo, lo que en el guión “parecía perfecto” al final no resultó convincente.

El cineasta no está acostumbrado a tener varios días seguidos de rodaje. Prefiere filmar, tomarse un tiempo, hacer parte del montaje y luego seguir filmando. En el caso de El limonero real, resultaba imposible. Decidió viajar a Colastiné (la localidad santafesina donde filmó) con un montajista. Durante las dos primeras semanas –fueron cuatro en total–, rodaba de día y editaba de noche. No dormía más que dos horas. Y, durante el proceso, notó que la estructura planeada no iba a funcionar. Entonces, buscó enrarecer con otros recursos ciertas secuencias para que se notase “algún vericueto en la construcción del tiempo y en la subjetividad de Wenceslao”.

En un momento de la conversación, Fontán se para y trae un cuaderno en el que fue tomando notas antes de filmar. Un cuaderno grande, grueso, casi cuadrado. El primer apunte es una cita de Saer. La lee, “escribir es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen”, y comenta: “Eso para mí es cinematográfico”. Va pasando las páginas. Letra manuscrita, grande, con mucho espacio alrededor. Hay una imagen de Saer jovencito, sentado al aire libre, en alpargatas, frente a una máquina de escribir. “Esta foto de Pucho Courtalon es increíble”, dice.

También están pegados, muy prolijos, los planos de las casas de adobe construidas especialmente para la película. “Casi no quedan ranchos en la orilla. Los pocos que encontramos eran difíciles de filmar y tenían muchas cosas alrededor, lejos de lo que imaginábamos”. Alejandro Mateo, a cargo de la dirección de arte y del vestuario, estudió a fondo las descripciones de Saer e hizo estos planos. Contrataron a un arquitecto y él, a su vez, buscó a expertos en el trabajo con adobe. Cualquiera que vea la película notará la exageración del puntillismo: prácticamente no hay escenas en el interior de esas casas.

UN “NO” MUEVE EL MUNDO

“Amanece y ya está con los ojos abiertos”, arranca el estribillo de la canción “El limonero real”, de Jorge Fandermole, otra adaptación de la novela de Saer. Aunque el escritor santafesino siempre mostró gran interés por el cine, dio clases sobre el tema y tenía muchos amigos vinculados a ese ámbito, no hay tantas versiones de sus textos en pantalla grande. Desde ya, Palo y hueso (Nicolás Sarquís, 1968) y Nadie nada nunca (Raúl Beceyro, 1988). Luego, Cicatrices (Patricio Coll, 2001) y Tres de corazones (Sergio Renán, 2007). El año pasado se sumó Yarará, dirigida por Santiago Sarquís, que mezcla elementos del cuento “El camino de la costa” con registros vinculados a la filmación de Palo y hueso (Santiago es hijo del director, Nicolás). No obstante, el largometraje que más recuerdan los “iniciados” seguramente sea el muy buen documental Retrato de Juan José Saer, de Rafael Filipelli (1998).

Las relativamente pocas adaptaciones y el hecho de que El limonero real sobresalga entre los textos del autor -lo que ya es decir- aumentan las expectativas puestas en la película de Fontán. Y uno tiene la sensación de que el resultado o la búsqueda están a la altura, logran concentrar varios de los puntos más potentes de la novela.

El limonero... se estrenará en ocho provincias, con una buena cantidad de salas. No obstante, Fontán ve una dificultad generalizada con respecto a los espacios de exhibición: “Es muy difícil que las cadenas de cines programen algo que se separe un poquito de lo hegemónico y el problema abarca al 90% de las películas argentinas, no importa si son buenas, malas o regulares”. Él es consciente de que sus trabajos no van a tener dos millones de espectadores, pero cree que cuentan con “un público potencial” y siente que se torna complicado llegar a esas personas durante las pocas semanas que una película se mantiene en cartel.

Le parece casi obvio que hubo un quiebre en su modo de pensar y hacer cine con la filmación de El árbol (2007). La trama es muy sencilla: dos ancianos discuten si el árbol de la puerta de su casa está vivo y si conviene tirarlo. Luego de Donde cae el sol (2003), “que contaba una historia de mi abuelo paterno, pero que yo había filmado como te enseñan que se hace una película”, el director viajó a España por otro largometraje y tuvo una mala experiencia, sintió que algo no le cerraba. Volvió a Argentina “en crisis” y entonces decidió filmar tomando “lo más cercano”. De hecho, quienes hacen los papeles principales en El árbol (uno sólo se entera al ver los créditos) son su madre y su padre.

En El limonero real también elegiste trabajar con no actores, en combinación con profesionales. ¿Por qué?

Hay algo en los rostros y los cuerpos de esa gente de la orilla que no quería perder. Y sabía, por otro lado, que a algunos personajes no podía hacerlos un no actor. A Wenceslao, por ejemplo. Entonces, para ciertos papeles clave busqué a actores, pero con un cuerpo y un rostro que para mí ya hablaran y con capacidad técnica para acercarse en el trabajo a los no actores. Esa combinación dio algo que me parece un punto fuerte de la película.

¿Qué tenía la novela para darle al cine?

A nivel narrativo, la profundísima negación de “ella”, la esposa de Wenceslao. Cómo su negación, ese “no”, mueve el mundo. A la vez, a mí me permitió profundizar cosas que venía trabajando.Y sentí que el texto podía dar lugar a algo nuevo, mío.

Decís que un “no” mueve la narración. También puede pensarse que todo gira en torno a la ausencia. La ausencia del hijo, que murió, y la de “ella”, que no va al festejo.

Exactamente. Ese tema es clave. La ausencia del hijo se reafirma y se profundiza en el “yo no voy” de “ella”, que hace imposible obviar la ausencia del chico. Hay una tensión entre la necesidad de avanzar, “seguimos vivos, vamos para adelante”, y esa negación: “no, no nos movemos de acá”.

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