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Domingo, 22 de febrero de 2004

LIBROS

El caballero en el espejo

En el mundo de habla inglesa acaba de aparecer una nueva y celebradísima traducción de El Quijote a cargo de Edith Grossman, lo que ha despertado un renovado furor por el caballero de la triste figura. Harold Bloom –el hombre que irritó a tantos hispanohablantes al señalar el papel fundacional de Shakespeare en la literatura occidental– explica en el prólogo (del que Radar traduce un fragmento a continuación) por qué Cervantes y Shakespeare son profesores rivales que enseñan de maneras opuestas y por qué El Quijote –ese libro entre cuyos admiradores y epígonos se cuentan Fielding y Sterne, Goethe y Thomas Mann, Flaubert y Stendhal, Melville y Mark Twain, Kafka y Dostoievsky– es el espejo más nítido que se haya ofrecido jamás a un lector.

POR HAROLD BLOOM

Cuál es el verdadero objeto de la búsqueda de Don Quijote? No tengo respuesta para esto. ¿Cuáles son los motivos auténticos de Hamlet? No podemos saberlo. Puesto que la búsqueda del magnífico caballero de Cervantes tiene dimensiones y reverberaciones cosmológicas, ningún objeto parece estar fuera de su alcance. La frustración de Hamlet es que sólo se le permiten Elsinore y la tragedia de la venganza. Shakespeare compuso un poema ilimitado, en el cual sólo el protagonista está más allá de todo límite.
Cervantes y Shakespeare, que murieron casi simultáneamente, son autores centrales en Occidente, por lo menos desde Dante, y ningún escritor los ha alcanzado, ni Tolstoi, ni tampoco Goethe, Dickens, Proust o Joyce. El contexto no puede hablar por Cervantes ni por Shakespeare: el siglo de oro español y la era isabelino-jacobina resultan de importancia secundaria cuando se trata de apreciar lo que estos autores nos ofrecen. W. H. Auden encontró en el Quijote un retrato del santo cristiano, en oposición a Hamlet, que “carece de fe en Dios y en sí mismo”. Aunque Auden suena perversamente irónico, hablaba en serio, y creo que no estaba bien orientado. Herman Melville fusionó a Don Quijote y a Hamlet en el capitán Ahab (con una pizca del Satán de Milton para realzar el sabor). Ahab quiere que la ballena blanca le sirva de venganza, mientras que Satán destruiría a Dios, si pudiera. Hamlet es para nosotros un embajador de la muerte, según G. Wilson Knight. Don Quijote asegura que su objetivo es acabar con la injusticia. La injusticia final es la muerte, nuestra última tortura. Poner en libertad a los cautivos es el modo pragmático del caballero de luchar contra la muerte.
Aunque ha habido muchas traducciones valiosas de Don Quijote al inglés, yo elogiaría la nueva versión de Edith Grossman por la calidad extraordinaria de su prosa. La atmósfera espiritual de una España ya en pronunciada decadencia se puede sentir en cada página, gracias a la excelente calidad de su léxico. Grossman puede ser llamada la Glenn Gould de los traductores, porque ella también articula cada nota. Al leer su asombroso modo de encontrar equivalencias en inglés de las oscuras perspectivas de Cervantes, nos introducimos a una más alta comprensión de por qué este gran libro contiene, en sí mismo, todas las novelas que han seguido su sublime estela. Como Shakespeare, Cervantes es ineludible para todos los escritores que han venido después. Dickens y Flaubert, Joyce y Proust reflejan los procedimientos narrativos de Cervantes, y la gloria que alcanzan en sus respectivas caracterizaciones fusiona tensiones propuestas antes por Shakespeare y Cervantes.
Cervantes habita su gran libro de manera tan omnipresente que necesitamos advertir que hay sólo tres personalidades: el caballero, Sancho y Cervantes mismo. Y sin embargo, ¡qué artesanal y sutil es la presencia de Cervantes! Aun en sus momentos más hilarantes, Don Quijote es inmensamente sombrío. Shakespeare ofrece, una vez más, la analogía que ilumina: Hamlet, ni aun cuando está más ensimismado en su melancolía, no abandona sus juegos de palabras ni su humor negro, y el ingenio desbordante de Falstaff se ve atormentado por las insinuaciones del rechazo. Así como Shakespeare evitó escribir en géneros, Don Quijote es una tragedia y a la vez una comedia. Aunque representa el nacimiento de la novela a partir del romance en prosa, y sigue siendo hoy la mejor de todas las novelas, encuentro una creciente tristeza cada vez que la releo, y esto hace de ella “la Biblia española”, como llamó Miguel de Unamuno a ésta, la mayor de todas las narraciones.
Puede que Don Quijote no sea una Escritura, pero, como Shakespeare, nos contiene de tal modo que no podemos salir de él para ganar perspectiva. Habitamos este extenso libro, gozamos del privilegio de oír las magníficas conversaciones entre el caballero y su escudero, Sancho Panza. A veces nos fundimos en Cervantes, pero más a menudo somos aquellos peregrinos invisibles que acompañan a esa pareja sublime en sus aventuras y catástrofes.
La primera representación del Rey Lear se produjo en los tiempos en que era publicada la primera parte del Quijote. Contra lo que dice Auden, Cervantes, al igual que Shakespeare, nos ofrece una trascendencia secular. Don Quijote se observa a sí mismo como un caballero de Dios, pero él sigue siempre su propia y caprichosa voluntad, que es gloriosamente idiosincrática. El Rey Lear clama a los cielos por ayuda, pero en los términos personales de que tanto los cielos como él son viejos.
Herido por las realidades que son aún más violentas que él, Don Quijote se resiste a rendirse ante la autoridad de la Iglesia y del Estado. Cuando deja por fin de afirmarse en su autonomía, no queda nada por hacer, excepto encarnar a Alonso Quijano, ser ese buen hombre de nuevo, y ya no hay ninguna acción salvo la de esperar la muerte.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿qué busca el caballero de la triste figura? Está en franca batalla con el principio de realidad freudiano, que admite la necesidad de morir. Pero él no es ni un tonto ni un loco, y su mirada es por lo menos siempre doble: él ve lo que nosotros vemos, pero también ve algo más, una posible gloria de la cual apropiarse, o por lo menos compartir. A esta trascendencia llama Unamuno la fama literaria, la inmortalidad de Cervantes y Shakespeare. Debemos tener en mente cuando leemos el Quijote que no podemos apiadarnos del caballero y de Sancho, puesto que, juntos, saben más que nosotros, así como nunca podremos estar a la altura del proceso cognitivo de Hamlet. ¿Sabemos exactamente quiénes somos? Cuanto más urgentemente intentamos encontrar nuestra autenticidad, más tiende ella a retroceder. El caballero y Sancho, en el momento en que esta gran obra culmina, saben quiénes son, no tanto por sus aventuras sino por sus conversaciones maravillosas, sean éstas en forma de peleas o de intercambios generosos, de observaciones agudas.
La poesía, y en particular la de Shakespeare, nos enseña el modo de hablar con nosotros mismos, pero no con los demás. Los grandes personajes de Shakespeare son gloriosos solipsistas: Shylock, Falstaff, Hamlet, Iago, Lear, Cleopatra –con la brillante excepción de Rosalinda–. Don Quijote y Sancho se escuchan realmente el uno al otro y modifican su carácter a partir de ese ánimo abierto y experimental. Ninguno de ellos se oye de casualidad, que es el modo que elige Shakespeare. Cervantes o Shakespeare: son profesores rivales que enseñan de maneras opuestas cómo cambiar y por qué. La amistad en Shakespeare es, en el mejor de los casos, irónica, y muy comúnmente es traicionera. La amistad entre Sancho Panza y su caballero sobrepasa a cualquier otra existente en la literatura.
No se ha conservado Cardenio, la pieza que Shakespeare escribió con John Fletcher después de leer la traducción contemporánea del Quijote que hizo Thomas Shelton. Por lo tanto, no podemos saber qué pensó Shakespeare de Cervantes, aunque podemos conjeturar su placer. Cervantes, un dramaturgo fracasado, probablemente nunca había oído hablar de Shakespeare, pero dudo de que habría valorado a Falstaff y a Hamlet, que eligieron la libertad del yo por sobre las obligaciones de cualquier especie. Sancho, como observó Kafka, es un hombre libre, pero don Quijote está ligado metafísica y psicológicamente a las normas de la vida del caballero errante. Podemos celebrar el valor sin fin del caballero, pero no su literalización del romance del código de caballería.
¿Cree en verdad Don Quijote en la realidad de su propia visión? Evidentemente no, particularmente cuando Cervantes los somete a él (y a Sancho) al humor físico sadomasoquista de la segunda parte –de hecho, a las más pérfidas crueldades y humillaciones–. Nabokov es muy esclarecedor sobre este aspecto en sus Lecturas sobre Don Quijote, publicadas póstumamente en 1983: ambas partes de la obra constituyen una verdadera enciclopedia de la crueldad. Desde este punto de vista, es uno de los libros más amargos y brutales que se hayan escrito. Y su crueldad es artística. Para encontrar en Shakespeare un equivalente a este aspecto del Quijote, habría que fundir Titus Andronicus y Las alegres comadres de Windsor en una sola obra –una idea desalentadora, porque ésas son, a mi juicio, las obras más débiles de Shakespeare–. La terrible humillación de Falstaff por las alegres comadres ya es bastante inaceptable (incluso si formó la base para el sublime Falstaff de Verdi).
¿Por qué hace Cervantes que en la primera parte abusen físicamente del Quijote y en la segunda lo torturen psíquicamente? La respuesta de Nabokov es estética: la crueldad es vitalizada por el característico arte de Cervantes. Pero esto me parece a mí escapar por la tangente.
¿Por qué nunca dudamos de los tormentos físicos y sociales que sufren Don Quijote y Sancho Panza? Cervantes mismo, como presencia constante aunque disfrazada en el texto, es la respuesta. Fue el más apaleado de los escritores eminentes. En la gran batalla naval de Lepanto, lo hirieron y a los 24 años se quedaba sin su brazo izquierdo. En 1575, lo capturaron unos piratas y se pasó cinco años como esclavo en Argel. En 1580 pagaron su rescate, y entonces sirvió a España como espía en Portugal y Orán. Vuelto a Madrid, intentó iniciar una carrera como dramaturgo, pero fracasó fallando casi invariablemente después de escribir por lo menos 20 obras. Casi en la desesperación, se hizo cobrador de impuestos, y así fue procesado y encarcelado por un supuesto hecho delictivo en 1597. Fue encarcelado nuevamente en 1605; según una tradición, comenzó a componer el Quijote en la cárcel. La primera parte, escrita a una velocidad increíble, fue publicada en 1605; la segunda, en 1615.
Privado por su editor de todos los derechos de la primera parte del Quijote, Cervantes habría muerto en la pobreza si no fuera por el patrocinio tardío de un noble que supo apreciarlo en los tres últimos años de su vida. Aunque Shakespeare murió apenas a los 52 años, fue un dramaturgo inmensamente exitoso y próspero gracias a la parte proporcional que le tocaba de las ganancias de la compañía de actores que representaba en el Teatro El Globo. Circunspecto, bien enterado del asesinato (inspirado por el gobierno) de Christopher Marlowe, de las torturas que sufrió Thomas Kyd y de que a Ben Jonson lo marcaron con fierro candente, Shakespeare se mantuvo casi anónimo, a pesar de ser el máximo dramaturgo de Londres. La violencia, la esclavitud y el encarcelamiento fueron la vida cotidiana de Cervantes. Shakespeare, cuidadoso al extremo, casi vivió una existencia sin un incidente memorable, por lo menos hasta donde podemos decir.
Los tormentos físicos y mentales que sufrieron Don Quijote y Sancho Panza fueron centrales en la lucha sin fin de Cervantes por permanecer vivo y libre. Con todo, las observaciones de Nabokov son exactas: la crueldad es extrema en todas las partes del Quijote. La maravilla estética es que estas atrocidades se desvanecen cuando estamos parados detrás del libro y ponderamos su forma y gama sin fin de significados. Las interpretaciones de ningún crítico de la obra maestra de Cervantes concuerdan, ni siquiera se asemejan, a las impresiones de cualquier otro crítico. Don Quijote es un espejo ofrecido no a la naturaleza, sino al lector. ¿Cómo es posible que este caballero errante humillado y burlado sea, como es, un paradigma universal?
Don Quijote y Sancho son víctimas, pero ambos son de una plasticidad extraordinaria. Hasta la derrota final del caballero que muere con la identidad de Alonso Quijano el bueno, al que Sancho implora vanamente que vuelva a la ruta otra vez. La fascinación que producen el estoicismo del Quijote y la leal sabiduría de Sancho duran para siempre. Cervantes juega sobre la necesidad humana de soportar el sufrimiento, que es una razón por la que el caballero nos llena de temor. Por más buen católico que Cervantes haya sido (o no), está interesado en el heroísmo y no en la santidad.
El heroísmo del Quijote no es de ninguna manera constante: es perfectamente capaz de huir, abandonando al pobre Sancho a los golpazos de los habitantes de toda una aldea. Cervantes, héroe en Lepanto, quiere que Don Quijote sea un nuevo tipo de héroe, pero no irónico ni despreocupado, sino uno que tenga la voluntad de ser él mismo, según la exacta expresión de José Ortega y Gasset.
Tanto Don Quijote como Sancho Panza exaltan la voluntad, aunque el caballero la trasciende, y Sancho –que después de todo es el primer post-pragmático– prefiere circunscribirla a ciertos límites. Es este elemento trascendental del Quijote lo que nos convence, en última instancia, de su grandeza inherente, en parte porque se opone a la vulgaridad deliberada, al muy frecuente contexto sórdido que ofrece el panorama del libro. Y una vez más, es necesario observar que esa trascendencia es secular, es literaria, pero no católica. La búsqueda quijotesca es erótica, y sin embargo el eros es, incluso, literario.
Enloquecido por sus lecturas (como tantos de nosotros), el caballero anhela un nuevo yo, uno que pueda superar la locura erótica de Orlando (Roland) en el Orlando Furioso de Ariosto, o del mítico Amadís de Gaula. A diferencia de la locura de Orlando o de Amadís, la de Don Quijote es deliberada, autoinfligida. Y sin embargo, es notoria cierta sublimación del deseo sexual en el ardiente valor que profesa el caballero. La lucidez se mantiene al margen: Dulcinea es su propia y gloriosa ficción, una ficción que trasciende todos aquellos bajos y honestos instintos que alcanzan a esa muchacha campesina llamada Aldonza Lorenzo. Una ficción puede ser viable sólo a partir de una firme voluntad. Yo no recuerdo ninguna otra obra en donde las relaciones entre las palabras y los hechos sean tan ambiguas, excepto (de nuevo) Hamlet. La fórmula de Cervantes es también la de Shakespeare: mientras que en Cervantes es evidente la carga experiencial, Shakespeare es oscuro, puesto que casi toda su experiencia provino del teatro. Y es tan sutil Cervantes que exige ser leído en varios niveles, como Dante. Quizás pueda definirse con exactitud al Quijote como el modo literario de una realidad absoluta, no como un sueño imposible sino como una aguda conciencia de lo que implica la muerte.
El éxito estético de Don Quijote se debe a que (una vez más, al igual que Dante y Shakespeare) logra en sus lectores un enfrentamiento directo con la grandeza. Si tenemos dificultad para entender del todo qué es lo que busca Don Quijote, cuáles son sus motivos y objetivos finales, es porque nos enfrentamos a un espejo cuyo reflejo nos aterroriza, incluso si sentimos en ello a la vez un inmenso placer. Cervantes está siempre un paso más allá que nosotros, y nunca podremos alcanzarlo. Fielding y Sterne, Goethe y Thomas Mann, Flaubert y Stendhal, Melville y Mark Twain, Dostoievsky: son algunos de los admiradores y epígonos de Cervantes. Don Quijote es el único libro que el Dr. Johnson quiso que fuese más largo de lo que era.
Aun así, aun cuando la lectura de las obras de Cervantes ofrezcan un placer universal, es, en algún punto, una tarea más ardua que los pasajes más afortunados de Dante y Shakespeare. ¿Debemos creer todo lo que nos dice Don Quijote? ¿Él mismo lo cree? Él (o Cervantes) ha sido el inventor de una modalidad que hoy está siendo muy utilizada, en la cual los personajes de una novela leen libros de ficción que se refieren a sus anteriores aventuras, y deben enfrentar la declinación del sentido de la realidad. Este es uno de los enigmas más bellos del Quijote: es una obra cuyo tema auténtico es simultáneamente la literatura y la crónica de los tiempos sórdidos que vivió España entre 1605 y 1615.
El caballero encarna la condena velada de Cervantes a un reino cuyos rasgos entrevió al regreso de su propia aventura heroica y patriótica en Lepanto. No puede decirse que Don Quijote tenga una doble conciencia; la de él es más bien la conciencia múltiple del propio Cervantes, un escritor que conoció las ingratitudes de la confirmación. No creo que pueda decirse que el caballero diga mentiras, excepto que hablemos del sentido nietzscheano de la mentira contra el tiempo y el lúgubre pronunciamiento del tiempo: “Así fue como ocurrieron las cosas”. Preguntarse qué es lo que el Quijote realmente cree es introducirse en el propio y visionario centro de su historia.
Esta curiosa combinación de aspectos sublimes y absurdos no se hizo presente de nuevo sino en Kafka, otro epígono de Cervantes, que escribió relatos como El cazador Gracchus o El médico rural. Para Kafka, Don Quijote era el dáimon o geniecillo de Sancho Panza, proyectado por el astuto Sancho en un libro de aventuras hasta su muerte. Según la maravillosa interpretación de Kafka, aquello que busca el caballero es nada menos que a Sancho Panza, que, como un auditor, impugna el relato de Don Quijote sobre la caverna. Entonces vuelvo a la pregunta: ¿cree el propio caballero en su historia? No tiene mucho sentido contestar por un “sí” o por un “no” –entonces la pregunta es seguramente incorrecta–. No podemos saber en qué creían Don Quijote y Hamlet porque no comparten, porque no pueden compartir nuestras propias limitaciones.
Thomas Mann adoraba el Quijote por sus ironías, pero Mann también dijo: “Ironía de las ironías, todo es ironía”. En la vasta Escritura de Cervantes advertimos lo que realmente somos. El doctor Johnson, que no toleraba las ironías de Jonathan Swift, se deleitaba con las de Cervantes; las de Swift corroen, las de Cervantes exhalan algo de esperanza. Johnson aseguraba que ciertas ilusiones son necesarias, para no enloquecer.
¿Es esto parte del plan de Cervantes? Mark van Doren, en un estudio muy útil, Don Quixote’s Profession, está obsesionado por las analogías entre el caballero y Hamlet, que a mí me parecen inevitables. Aquí hay dos personajes, más allá de todos los otros, que siempre parecen saber lo que están haciendo, aunque nos frustran siempre que intentemos compartir su conocimiento. Es un conocimiento distinto del de Falstaff y de Sancho Panza, que están encantados con ser ellos mismos, y dejan que el conocimiento pase de largo y no los toque. Yo preferiría ser Falstaff o Sancho antes que una versión del Quijote o de Hamlet, porque la vejez y la enfermedad me enseñaron que el ser importa más que el saber. El caballero y Hamlet son increíblemente temerarios; Falstaff y Sancho tienen cierto conocimiento de la discreción en cuanto al valor. No podemos conocer el objeto de la búsqueda del Quijote a menos que nosotros mismos seamos Quijotescos (con Q mayúscula). Cervantes, recordando su propia y difícil vida, ¿pensó que era de alguna manera Quijotesca? La triste figura nos mira fijamente en su retrato, una cara enteramente desemejante de la blandura sutil de Shakespeare. Se emparejan en genio, porque más que Chaucer antes de ellos, y que la multitud de los novelistas que han mezclado sus influencias desde entonces, nos dieron personalidades más vivas que nosotros mismos. Cervantes, sospecho, no quisiera que lo comparáramos con Shakespeare ni con cualquier persona. Don Quijote dice que todas las comparaciones son odiosas. Quizás los son, pero ésta puede ser la excepción.
Necesitamos, con Cervantes y Shakespeare, toda la ayuda que podemos conseguir para entenderlos hasta el fin, pero no necesitamos ninguna ayuda para gozar de ellos y con ellos. Cada uno es tan difícil y tan accesible como el otro. Para enfrentarlos completamente, ¿a dónde hemos de recurrir salvo a sus recíprocas capacidades para iluminar?

Traducción: Sergio Di Nucci

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