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Domingo, 14 de marzo de 2004

Contra la corriente > Teatro off

 Por Carolina Prieto

Fin de fiesta
Exagerado y talentoso, el Grupo Sanguíneo envía desde una azotea postales tragicómicas de una desolación familiar.
El Grupo Sanguíneo no eligió su nombre al azar. De los cuatro actores jóvenes que lo forman, uno de ellos –Martín Piroyansky, casi un adolescente– justifica ese bautismo con una expresividad por momentos desconcertante. El resto roza los treinta años. Debutaron con Capítulo XV, un melodrama familiar teñido de un humor absurdo, emociones intensas y gags que abrevan en el cine y el comic. No es casual: este talentoso cuarteto se formó con maestros como Nora Moseinco, que buscan absorber elementos de otras disciplinas y de la vida cotidiana y potenciar el cuerpo como instrumento dramático. Esta vez, el Grupo Sanguíneo se asoció con Gustavo Tarrío, coautor de 3ex, la obra sobre el fin del amor en una pareja que se presentó en los espacios de IMPA, la Fábrica Ciudad Cultural de Almagro, entre máquinas, herramientas, cajas y proyecciones de imágenes.
La combinación resulta interesante: Afuera refleja, por un lado, los enfrentamientos de un matrimonio en franca disolución, y por otro los de una madre viuda y un hijo que exasperaría a cualquiera con su mirada entre perdida y nerd y sus reflexiones interminables. Los cuatro se encuentran en la azotea de una casa para huir del ruido de la fiesta que se desarrolla abajo. El diseño escénico es simple y bien funcional: un amplio rectángulo se eleva sobre el escenario (con una especie de cornisa que los actores utilizan desafiando la altura) y permite que algunos permanezcan en el piso, sin ser vistos, o bien salten de la terraza y desaparezcan.
Los trazos son siempre exagerados y patéticos: marido y mujer cruzan palabras y enseguida pasan a los golpes. Valeria Lois es Lola, una mujer sexy, intensa, que intenta explicarle a su esposo la irreversibilidad del desastre conyugal con metáforas ridículas y una voz suave y lenta, al estilo de una reflexiva heroína de telenovela. Su marido (Juan Garaventa), un canchero irremediable, parece no entender nada e insiste con volver al ruedo, gesticulando y acelerando el discurso sin éxito. El director resuelve muy bien los pasajes entre una y otra dupla: los personajes saltan de la terraza o desaparecen de la vista del espectador en algún rincón del cuadrilátero, mientras las luces iluminan un sector donde hasta entonces, por ejemplo, permanecía inmóvil la madre, señora aún atractiva que escucha con abnegación las elucubraciones de su hijo sobre temas tan diversos como la baquelita (ese plástico del que están hechas, por ejemplo, las pelotas de ping pong), las fuerzas de la naturaleza o la verdadera intención que se esconde detrás de algún verso de Pablo Neruda.
El trabajo de Martín Piroyansky es muy elogiable por las aristas múltiples con que construye su personaje. Su look frágil provoca ternura; su discurso sorprende y harta, y sus breves respuestas están llenas de gracia. Esa especie de genio torpe tiene su momento de gloria cuando Lola se le acerca inesperadamente, gateando sobre la baranda con un vestido atigrado y unos aros demasiado grandes: mientras suena una canción italiana, el dúo, rodeado de luces diminutas como estrellas, comparte los eróticos Sugus que el chico había comenzado a degustar con cierta perplejidad, sentado en el borde de la terraza, tras un reto de la madre. Tarrío maneja con solvencia los cambios de clima con ayuda de la música de Jape Ntaca, que incluye sonidos electrónicos, remixes y música romántica. Durante una hora, el elenco transita momentos de energía arrasadora y otros más calmos. Las dos actrices se lucen en ambos. Lorena Vega recrea a una madre en apariencia contenedora, saturada de vivir pendiente de su hijo, que ya no sabe cómo atraer al galán de la fiesta. Parada en la cornisa, despliega sus ridículos encantos ante ese hombre quenunca aparece, y cuando estalla ante su hijo se embarca en un sinfín de confesiones y pases de facturas que la dejan al borde del colapso emocional. En estos embates familiares, la sangre no corre pero casi. Y el desenlace es un buen hallazgo: lejos de resolver las dificultades, el fin de fiesta propone un triste repliegue en el interior de los personajes: de vuelta al ensimismamiento, hasta que alguna próxima excusa haga asomar los trapitos al sol.

Afuera, los viernes a las 21 y a las 23 en el Teatro del Abasto,
Humahuaca 3549.


Una cosa que empieza con P
Pompeyo Audivert sigue removiendo los escombros de la patria. Su último trabajo, Unidad Básica, evoca los fantasmas del peronismo en clave alucinatoria.
Las creaciones de Pompeyo Audivert y su grupo-taller El Cuervo tienen un olor especial. Como en Lomorto o Carne patria, en Unidad Básica (su más reciente propuesta) hay una potencia y una rareza que se despliegan cuando los distintos planos de la acción conviven y pugnan constantemente. Basados en improvisaciones, estos trabajos, sin embargo, parecen alejarse de la concepción tradicional de esa técnica y prefieren anclarse en un tratamiento peculiar del tiempo y el espacio. Como si varias situaciones se filtraran en un mismo lugar y algo del orden de lo fantasmal inundara la escena.
En Unidad Básica, dos militantes llegan a un devastado local partidario con la noticia de la caída del General y se encuentran con unos inesperados inquilinos: un matrimonio que vive en la Unidad Básica y el indio que la pareja adoptó como hijo. La extrañeza reina: se habla de golpe de Estado, de la muerte de Perón, de renuncias. Los datos se acumulan vertiginosamente en boca de estos dos compañeros desorbitados, que pronuncian con euforia consignas como La única verdad es la realidad. Como es obvio, el público no sabe con qué momento histórico del movimiento peronista quedarse; tal vez la mejor opción sea dejarse llevar por ese vendaval de acciones superpuestas que se suman caóticamente. Así van asentándose ciertas cuestiones: por ejemplo, la soledad del grupo que intenta vanamente comunicarse con el exterior a través de una ¿radio?, hecha con una lata y un piolín, que no funciona. Están abandonados, y sólo en el mito encuentran el motor para seguir adelante.
Mientras el joven matrimonio yace anclado en ese espacio aislado del mundo externo (sólo entran el ruido del viento y algunos tangos viejos que apenas lo endulzan), Beto y Pelusa intentarán huir hacia el sur (primero hablan de llegar a la Antárdida, después a la Atlándida) para escapar de un “país que es una cárcel”. Sólo que el medio que se suponía iba a salvarlos no funciona, lo que refuerza el carácter mortecino de la puesta, teñida de tonos ocre. La bicicleta en cuestión recibe un trato casi sagrado: la lloran con desconsuelo, la tratan como a un humano (“Le pegaron un balazo, por suerte no fue nada”) y la confunden con la famosamoto Vespa que alguna vez usó el líder peronista. Las voces son siempre exaltadas, como los gestos, y las marcas del melodrama y el grotesco van dejando sus huellas en un relato que primero desconcierta y luego atrapa.
Más cauta, la pareja no busca una salida desesperada, pero tampoco ofrece ninguna ayuda a los visitantes, instalados en una quietud que tampoco parece encerrar posibilidades de liberación. Es más: María, el personaje femenino, sugiere que en tiempos complejos conviene hacer como que “no pasa nada”. Tal vez por eso las fuerzas comienzan a volverse en contra, y si los punteros se agreden físicamente, la pareja lo hace con Oscarcito, un grandulón aborigen, verdadera caricatura del indígena.
Todos se unen en una partida de truco patético, con señas torpes y malentendidos que promueven aún más la violencia de Beto sobre Pelusa, que pierde la seguridad de querer escapar. Y –como en una comedia– hay situaciones que se repiten: los intentos de huida y los desmayos de la mujer, que el marido confunde siempre con una muerte. En este marco, los sentimientos y las intenciones se exteriorizan sin vueltas (incluida la homosexualidad de Beto), pero todo esfuerzo se desvanece en el intento de mantener vivos los ideales. El cuadro del país está puesto al revés, y sobre el final no hay manera de revivir el pegamento que mantenía sobre la pared el poster de Perón y Evita.
Con un tono que excede el realismo, Federico Varela, Fernanda Pérez Bodria, Hernán Fernández, Gustavo Saborido y Leonardo Edul evidencian una entrega y una búsqueda intensas. Y construyen un retrato oscuro y ácido de una situación histórica que dejó su marca en buena parte del cuerpo social, con sus ingenuidades y crueldades a cuestas.

Unidad Básica. Los viernes a las 21 en el
Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.

 



El trabajo del duelo
En Kadish, la última puesta del versátil Silvio Lang, el teatro se vuelve ceremonia fúnebre y recupera la palabra como mecanismo vital.
Silvio Lang es capaz de ir de una puesta grotesca, surrealista, con personajes desorbitados que casi no hablan y despliegan todo tipo de recursos corporales, a otra de apariencia tranquila, que privilegia el texto y coquetea, por su realismo y su discreción escenográfica, con el teatro leído. Así de versátil es este joven director pampeano que firma la puesta furiosa de Tango nómade y también, ahora, el mundo contenido de Kadish, la pieza que se presenta en la sala El Excéntrico de la 18. “Las palabras y su escucha son la única salida civilizada al terrorismo que propone la cancelación del sentido, el exterminio del plural, el olvido de la página. En Kadish descubrimos que la palabra es el más entrañable mecanismo de la vida y la más perdurable evidencia de nuestros muertos”, afirman Lang y su dramaturgista, Jaime Arrambide.
El título de la obra (basada en la nouvelle homónima de la rosarina Graciela Safranchik) alude a la plegaria que los judíos dedican a los familiares fallecidos, y que tiñe con su color intimista y melancólico la pieza entera. Durante una hora y media, la madre (Mirta Lubos) y sus hijos adultos (Stella Galazzi, Silvina Fernández, Marcelo Piraíno y Matías Strafe) recuerdan al padre muerto, evocan los momentos más importantes de sus vidas en relación con él y revelan sentimientos y deseos largamente escondidos. De esta manera, y en forma circular, cada uno de los personajes descubre distintas facetas de la vida familiar (el aspecto chic del living insinúa que se trata de una familia de buen pasar) y el espectador puede entretejer las historias de un rompecabezas que asoma entre silencios y voces profundas, a veces entrecortadas por la emoción.
La concepción formal es impecable y da con el clima que la propuesta reclamaba: un sillón oval ubicado en el centro de la escena, una mesa, algunos objetos de uso básico; un vestuario elegante, sobrio, con aires del pasado; fragmentos del Album para la juventud de Schumann, que se oye a lo lejos. Todo en colores oscuros y algo añejos (verde oliva, marrones, rosa viejo) que remiten al siglo XIX. El ritmo lento que pauta el espectáculo exige del espectador una concentración muy alta y atención constante a las palabras que los protagonistas enuncian, algo atípico en los tiempos veloces y caóticos que corren (sobre el escenario y también abajo). Por momentos se hace difícil seguir el hilo de los discursos, y hay ciertas confesiones que se extienden demasiado: una mayor síntesis habría vitalizado la acción dramática, que encuentra en el personaje de Yeny, la esposa viuda, el motor principal.
Si bien la sobriedad emotiva es la condición dominante, los personajes transitan zonas más intensas que impregnan los escenas narradas: el velatorio, el cortejo fúnebre, el entierro y el regreso a la casa familiar. Cada espectador tiene la libertad de recrear esos momentos y puede imaginar las relaciones entre los familiares, ya que los personajespermanecen distantes y no se conectan entre ellos, salvo en los recuerdos. Hasta llegan a leer el texto, subrayando el lugar de lo literario y el vínculo con el público. Para el elenco, Kadish representa un verdadero desafío: son noventa minutos de dolor, con el reto permanente de encontrar la cuerda justa, sin caer en excesos ni en frialdades que reducirían el pesar a una emoción artificial y remota. Los personajes hablan como si estuviesen escribiendo y Stella Gallazi, con sus grandes ojos claros que se iluminan aún más con las lágrimas, alcanza en varios pasajes una verdad escénica que conmueve.
La pieza se estrenó en Córdoba en el 2003, durante el IV Festival Internacional del Mercosur, y permite a los porteños seguir de cerca a un director nada improvisado, que aborda su trabajo con reflexión y lucidez. Quizá lo más valioso de Kadish radique en el carácter poético del texto, que recuerda a Virginia Woolf, y en la fusión de evocaciones y voces internas que intentan introducir algún sentido en una experiencia tan dolorosa como la del duelo.

Kadish. Viernes a las 21 y los sábados a las 23
en el Excéntrico de la 18, Lerma 420.

 



Los caminos de la libertad
Dos propuestas del festival Verano Porteño de la Ciudad Cultural Konex: Magoya, una visita guiada por el delirio a cargo de Los Susodichos; y Nocau técnico, tercera obra del energético grupo de teatro-danza Krapp.
En la futura Ciudad Cultural Konex se respira movimiento y experimentación. La vieja fábrica de aceite del Abasto, que pronto reciclará Clorinda Testa, alberga varias disciplinas artísticas en el marco del Festival Verano Porteño. El teatro y la danza pisan fuerte con propuestas para espectadores desprejuiciados: Magoya, por ejemplo, la nueva creación de Los Susodichos, y Nocau técnico, de la compañía de danza-teatro Krapp.
Especialmente concebida durante un mes y medio para participar del festival, Magoya despliega una serie de escenas que se desarrollan en un galpón espectral. La obra es un muestreo de la creatividad del joven sexteto, pero deja con ganas de más profundidad, como la que antes alcanzaron en Total o en Marea. El público permanece de pie y sigue a la troupe en un recorrido delirante, patético, por momentos absurdo, donde las marcas del elenco nacido a las órdenes de Nora Moseinco reaparecen una vez más, aunque con el plus de música en vivo a cargo de dos artistas invitados y los cantos gregorianos entonados por los mismos actores. En realidad, se trata de una versión lírica del tema Aserejé, de las Ketchup, un ejemplo de la libertad del grupo, que retoma cuestiones ya abordadas como el hastío y el sinsentido que se cuelan en lo cotidiano y las contradicciones de los sentimientos y el erotismo con sus sometimientos más o menos encubiertos.
Azul Lombardía y Cecilia Monteagudo protagonizan una de las mejores escenas domésticas y alcanzan un grotesco que cuesta digerir (una de ellassimula un aborto que pasa sin dejar huellas, como los demás dramas que la dupla revela). De allí, apagón y breve caminata hasta otra zona del espacio, donde Lucas Mirvois y Ezequiel Díaz sostienen una ridícula hot line. Para quienes no vieron nada de estos veinteañeros, Magoya es sólo un frugal aperitivo: dura poco más de veinte minutos, y aunque no tiene el espesor de trabajos anteriores, el desparpajo de sus hacedores es sorprendente. El final es más que elocuente: bajo la lluvia, y con los torsos desnudos, las tres chicas bailan con furia un gato compuesto por Axel Krygier, en un clima de fiesta tan potente que casi hace olvidar las asperezas previas.
Krapp, por su parte, sacude con cada estreno. En Nocau técnico, su tercera obra, estrenada fugazmente en la sala CETC del Colón, el equipo que dirigen los cordobeses Luis Biasotto y Luciana Acuña maneja una energía extrema, con velocidades, cambios de ritmo y saltos perfectamente sincronizados. Como si la aceleración y el desenfreno del mundo externo se hicieran cuerpo en estos bailarines, que la potencian en secuencias a punto de estallar. A diferencia de Mendiolaza, la obra anterior, aquí no hay hilo argumental sino un trabajo basado en el movimiento, el sonido y las distintas posibilidades que ofrece un espacio no convencional. Las ingeniosas combinaciones de estos tres elementos generan imágenes sugestivas que muchas veces recuperan elementos aparentemente propios del grupo, como cierta incomodidad y ridiculez expresivas. Si en Mendiolaza las chicas bailaban con aparatos ortopédicos que limitaban sus desplazamientos, en Nocau... usan elásticos que deforman los rostros y broches de ropa en la boca que distorsionan las voces. Pero el impacto más fuerte llega en una zona del espacio acotada, cubierta de arena, con los cuerpos que corren, se esquivan, saltan y se atrapan en el aire como animales desencajados. Los sonidos electrónicos en vivo, ejecutados por José Halac y Gabriel Lucena y la voz de Isol (del grupo Entre Ríos), son esenciales en este viaje donde las mujeres son tanto o más agresivas que los hombres, y éstos se permiten coquetear con poses que culturalmente les estarían vedadas. Como si se permitieran reírse de todo y traspasar los límites hasta llegar al knock out. Así queda el público de sólo observar tanto despliegue. Y los actores también, exhaustos, sentados uno al lado del otro mientras comparten una botella de agua y las respiraciones intentan volver a la normalidad.

Magoya, hoy a las 21 y 22. Nocau técnico, hoy a las 21.
Las dos obras en la Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131.

 

 

 

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