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Domingo, 20 de junio de 2004

PERSONAJES

La edad de oro

Graba una tira diaria, se sube a un escenario los fines de semana (donde se da el lujo de morir en escena) y ya estrenó una película en lo que va del 2004. A punto de cumplir 90 años, Lydia Lamaison paró un segundo para hablar con Radar. Y volvió al trabajo.

Por Moira Soto

Así cualquiera querría llegar a los 90, edad que Lydia Lamaison cumple el próximo 5 de agosto, en plena forma física y mental. ¿Pruebas al canto? A mediados de 2004, ella ya estrenó una película, La puta y la ballena, está en una tira diaria, Jesús, el heredero, y se sube al escenario los fines de semana para protagonizar El libro de Ruth, de Mario Diament. Sin asomo de estrés y con alto rendimiento en todos los casos. A Lydia Lamaison no le cuadra aquella frase de Cocteau referida a las estrellas glamorosas: “Hay una sola manera de envejecer: mal”. Primero, porque ella –se ha cansado de repetirlo en cuanta nota se le ha hecho– no es una estrella sino una actriz; y segundo, porque como diría el escritor español José Luis Sampedro, ella no practicó nunca “simulacros de juventud”. Antes bien, aceptó el paso de los años, se dejó las canas, se sustrajo a las cirugías y los rellenos, e incluso su acentuada personalidad la llevó a interpretar personajes mayores: hace 44 años, con menos de 50, fue la inolvidable, durísima madre que amonestaba a Un guapo del 900, el joven y brillante Alfredo Alcón.
En una sociedad (global) que rechaza la vejez, que no sabe bien qué hacer con los viejos a la vez que rinde culto a la juventud per se, Lydia Lamaison vive esta etapa intensamente, orgullosamente. Hay belleza en su porte, en su cara surcada, en la mirada alerta, en el pelo blanco que se escapa de una de sus incontables boinas que le sientan tan bien. Claro, se trata de una belleza liberada de cánones al uso, impuestos. Evidentemente, para ella la existencia no ha sido, no es “una pasión inútil”, al decir de Simone de Beauvoir en La vejez. Sin nostalgias y sin remordimientos, esta dama está más viva que algunos de los jóvenes con los que trabaja encantada. Por eso, acaso, se atreve a morirse sobre la escena en El libro de Ruth, de jueves a domingos, en el Teatro Regina (donde está la Casa del Teatro, de cuya comisión es fervorosa vicepresidenta), bien arropada por un notable elenco bajo la eficiente dirección de Santiago Doria.
“El libro de Ruth no es una historia lineal, para nada. Muy difícil de interpretar la trayectoria de esta mujer que se va armando a través de sus pensamientos, de sus recuerdos que se corporizan en escena”, afirma la actriz que concede el tiempo justo porque es el atardecer del sábado y quiere disponer de una hora antes de que empiece la función. “En la pieza se desarrollan muchos temas: el desarraigo, la tragedia del Holocausto, las relaciones familiares, el cáncer que sufre aún joven mi personaje... No es tarea sencilla para una actriz transitar estados de ánimo tan diferentes, salir de una cosa bien dramática e ir a una acotación risueña... No diré que a esta altura de la variedad y cantidad de obras que he hecho sea un desafío, pero es un ejercicio estimulante, lindo. Me gusta.”
En la obra van presentándose las distintas edades de Ruth: la niña mimada, la adolescente soñadora, la mujer adulta y adúltera, desencantada... Y en alguna escena se las ve a todas, simultáneamente junto a usted, las cuatro generaciones.
–Sí, me estoy viendo a mí misma, como personaje, en etapas tan diferentes... Como yo, personalmente, no soy nostálgica, no se me ocurriría hacer este tipo de convocatoria. A mí me alcanza con el presente, sin renegar de lo vivido. Me parece bien, además de muy valiente, que el autor se haya atrevido a elaborar estos episodios a través de una obra de teatro, de un hecho artístico.
¿Le parece que Diament ha sublimado sin idealizar?
–Eso es lo que me parece más admirable. Él saca a la luz sueños frustrados, amores clandestinos. Esta mujer ni siquiera ha disfrutado de la maternidad.
Independientemente del picnic de chocolates, caramelos y bombones que consume parte del público haciendo crujir el celofán con gran desconsideración...
–Sí, es una manía argentina. He ido al teatro en otros sitios del mundo y no sucede. Acá incluso hemos oído algún celular, y hasta han hablado por teléfono desde la platea.
Habría que hacer una campaña antes de que el pochoclo llegue al Colón... Lo que quería comentarle es que nada más aparecer usted en escena, brota un murmullo de admiración entre el público.
–Es que a la gente le parece mentira que una señora de mi edad pueda hacer televisión de día y teatro de noche. Esto se debe a un privilegio de mi salud y mi buena memoria. Cualquier persona en mis condiciones, sin importar la edad, podría hacerlo.
No cualquiera: el oficio del artista tiene esta prerrogativa de poder no jubilarse nunca, de seguir haciendo cosas creativas mientras dé el cuero.
–Es verdad: en el caso del actor no hay edad para el retiro. Creo que en general, en las actividades culturales se producen muchos casos de personas lúcidas y vitales que con muchos años encima siguen creando. Mire a María Angélica Bosco, mayor que yo, Alejandra Boero, tantas otras... Creo que mantener viva una actividad vocacional es fundamental.
¿La función hace al órgano?
–Podría decir que sí. Yo sólo dejaría de trabajar si notase que me cuesta estudiar o tuviese alguna dificultad física. No quiero que nadie me compadezca. Sinceramente, prefiero que comenten: qué maravilla, una mujer tan mayor trabajando tan bien. Mientras me mantenga en estas condiciones seguiré hasta que Dios diga basta. Por el momento, no sé lo que es una enfermedad ni una operación ni un médico. En serio. Debo decir que mi abuela murió a los 98, mi mamá a los 92, también tengo parientes que murieron más jóvenes. Como amo tanto la vida, quisiera superar a los que vivieron más, pero en buen estado.
¿El tener proyectos contribuye a estas ganas de vivir?
–Por suerte, no tengo que preocuparme en ese sentido porque la experiencia me indica que siempre aparecen proyectos, y hasta me puedo dar el lujo de elegir. En mi caso, además de cumplir una vocación, recibo el afecto del público que sabe agradecer cuando el actor se brinda. Porque los actores dejamos algo sobre el escenario, algo de nuestro aliento, de nuestras emociones. Por algo los griegos nos llamaban agonistas.
Durante el transcurrir de El libro... es evidente que la tensión emotiva va creciendo en la platea.
–Es que los temas que se tratan son muy fuertes y creo que tocan a todos los espectadores. Lo del antisemitismo, por ejemplo, aunque me parece más efectivo cuando muestra el lado ridículo de esa modista que disfraza su prejuicio. Porque es ese racismo solapado el que permite que ocurran cosas tan terribles a gran escala, como el Holocausto. Por otra parte, Diament encara con cruda franqueza la insatisfacción de esta mujer –su madre– que busca lo que le falta en otros hombres, y confiesa que siente el sexo más que su marido.
Pero la mirada del autor es comprensiva, expone las razones de este personaje.
–Sí, y a la vez no por ser judío Diament es complaciente con los suyos: hay personajes y costumbres enfocados críticamente: los padres que digitan el destino de los hijos, la diferencia que hace la madre con las hijas. Me gusta el corajudo personaje de Sosha, mi hermana, que se queda a luchar en la Resistencia. Una cosa que se destaca es la importancia de expresar los sentimientos a tiempo. Y es un logro ese final, con Ruth que se va con alegría hacia la muerte, contenta porque se ha liberado, en paz consigo misma. Me reconforta ese final con ella encontrando su caja de pinturas que representa su sueño juvenil de ser artista. A mí se me ocurrió eso de ir cerrando la caja despacito, como diciendo: estoy cerrando mi vida, después de asumirla en su totalidad.
¿Es posible que no se sienta nunca agotada los días que graba y después tiene que venir al Regina a actuar?
–Sí, los jueves y viernes vengo directamente de la grabación al teatro. Pero no sólo lo hago sin mayor esfuerzo: además me resulta verdaderamente placentero. Sé que hago un gran gasto de energía, pero no me doy cuenta, eso es lo bueno. El tiempo me rinde porque duermo poco. Me levanto temprano, leo el diario, voy a la grabación. Y los días que vuelvo a casa, llevo el libreto para estudiar. No tengo otra fórmula que la de mantenerme activa, haciendo las cosas con interés, con gusto. Si me hubiese quedado en casa, quizá sería una viejita chocha total.
Se dice que las mujeres envejecen antes, pero si nos fijamos actrices de antes o de ahora, como Margarita Xirgu, Lola Membrives, Iris Marga, Eva Franco, Alejandra Boero, María Rosa Gallo..., resulta difícil encontrar equivalentes masculinos.
–Es un mito que envejecemos antes. Salta a la vista que somos más las mujeres grandes que estamos trabajando. Grandes pero lúcidas y apasionadas. ¿Se acuerda de Tania? Murió a los 104. Yo trabajé con ella en Hoy ensayo hoy, en La Boca. Tenían que operarla y actuó hasta último momento, y a los pocos días de la intervención ya estaba en el escenario cantando. ¿Y Libertad Lamarque? Haciendo televisión hasta cualquier edad. Las mujeres somos más fuertes, somos terribles.
¿Las villanas ayudan a mantenerse
en forma?
–Las extraño muchísimo en estos momentos. ¿Por qué me están dando buenas ahora? Quiero malas, por favor. En Jesús el heredero maltrato un poco a mi yerno –Jorge Marrale, qué gran actor–, pero porque se lo merece. Quiero volver a las malas, son la sal y la pimienta de las telenovelas.

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