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Domingo, 27 de junio de 2004

ACONTECIMIENTOS

Pónganse incómodos: habla Ezra Pound

Se edita por primera vez en castellano Jefferson y/o Mussolini, el revulsivo texto de 1933 que pone en discusión, nuevamente, la figura pública, las ideas económicas y las posturas políticas de Ezra Pound. Juan Sasturain aprovecha la oportunidad para revisar la trayectoria de este genio no manipulable y uno de los mayores poetas del siglo XX.

Por Juan Sasturain

A casi setenta años de su publicación original en Inglaterra, se acaba de traducir por primera vez uno de los pocos textos importantes que restaba conocer de Pound: Jefferson y/o Mussolini, subtitulado “L’idea statale. El fascismo como lo he visto”, escrito hacia 1933 en Rapallo, y que pasó por “más de cuarenta editores” –según el reiterado testimonio del poeta metido en ideólogo– antes de aparecer en Londres dos años después. El Calafate Ediciones lo publica ahora acompañado de otro folleto de tema económico, Crédito social. Un impacto, también de 1935. Ambos textos han sido traducidos, prologados y largamente anotados por Domingo Arcomano, autor, además, de un Epílogo para argentinos en que desarrolla su propia conjunción y paralelo: Saúl Taborda y Ezra Pound. Un anticapitalismo filosófico. Cuando todavía se espera la aparición, en Cátedra de España, del cuarto tomo de la prolijísima edición anotada de los Cantos –o Cantares, según gusto y decisión del Viejo Ez– esta publicación argentina constituye, por muchos motivos, un raro acontecimiento editorial. Bienvenido, porque Pound no estará -saludablemente– de moda, pero quién duda que mantiene su absoluta vigencia. Y estos textos están en el origen de la zona más polémica de su pensamiento.

Un genio, varias figuras
En primera instancia, cabe subrayar que Ezra Pound fue un poeta extraordinario y un no menos extraordinario personaje que se movió y dejó su marca durante medio siglo largo. Empezando por la pinta inconfundible. Esa manera siempre armada de poner el cuerpo, la ropa, la barba, el pelo en llamas, el ceño fruncido, la mirada recelosa. Elegante hasta los límites del disfraz. Vestido siempre de poeta raro en las fotos, desde las de locuaz muchacho oscuro en Londres, a las de viejito más oscuro aún en Venecia al final, de sombrero aludo y capa negra –casi Bela Lugosi, vampiro retirado–, cuando ya se había callado y proponía “dejemos hablar al viento” para que titulara el último Onetti.
Sin embargo, la primera foto que muchos vimos de él era y sigue siendo espantosa. Es la que está en la excelente y primera antología argentina, la de Viola Soto para Fabril, de comienzos de los ‘60: un impresionante primer plano de la cara contraída en un puñado de arrugas, como la palma de una mano entrecerrada. Es la de carnet de loco. De cuando se comió una docena de años de encierro en un hospicio de Washington tras evitar ser juzgado por traición a la patria por el contenido de sus transmisiones “antinorteamericanas” desde Radio Roma durante la Segunda Guerra. Ya entonces, en términos de conocimiento público, Pound no era un gran poeta, ni siquiera un supuesto perverso ideólogo. Era todo un caso. Un caso político derivado en caso judicial que encontró su equívoca salida como caso clínico: el diagnóstico de insanIa le evitó la condena pero no la reclusión.
Y la reclusión no evitó la poesía: los Cantares pisanos –escritos durante el primer tramo de su cruel cautiverio en Pisa, antes de ser repatriado– son uno de los tramos más convincentes de su poema monumental. Publicados en 1948 por New Directions, fueron distinguidos al año siguiente con el Premio Bollingen de poesía por un jurado que integraban Eliot, Auden, Lowell y Conrad Aiken entre otros pesos pesado. Pero mientras Cummings y W.C. Williams aplaudían, hubo muchos que no pudieron soportar semejante reconocimiento oficial a un traidor. Pero qué se podía esperar de un traductor consuetudinario, hubieran dicho los refraneros italianos... El tironeo crítico entre la unánime admiración por su poesía y el cuestionamiento de sus elecciones políticas no ha cesado ni cesará. Y está bien que así sea: es un caso abierto y ejemplar. Lo que resiste todas las tensiones es el poderoso cuerpo de su obra: Pound es demasiado sólido y rico como para necesitar lecturas indulgentes que “perdonen sus pecados” oanatemas apocalípticos que lo descalifiquen desde posiciones de dudosa corrección ideológica.

Pound, el rayo que no cesa
Hay un libro de Hugh Kenner, The Pound era, que desde el título destaca el peso relativo del monstruo sobre la literatura de su tiempo. Durante más de medio siglo XX, Pound incidió con obra, gestión e influencia directa sobre otros autores, en los cambios que revolucionaron la poesía de lengua inglesa de los dos lados del Atlántico. Hay un antes, un durante y un después de él. Para bien de todos no dejó nada ni dónde ni cómo estaba.
Es que Pound, ese amplio ademán, tiene algo o mucho de salvaje. Cuando arranca, parte del desierto. Sin padres acreedores ni deberes por hacer -sólo reconoce antes a otro salvaje, Whitman, con el que hace pretenciosas paces casi de salida– carece de todo, pero por eso es capaz de eludir del necio provincialismo francés o inglés, autosuficientes, cerrados en una rica pero pesada tradición con anteojeras. Como su amigo Eliot, Pound viene de un suburbio cultural, el medioeste norteamericano –nació en Hailey, Idaho, en 1885– y como y con su amigo Eliot, cuando llega el momento salen a buscar con hambre y sin prejuicios un centro y una tradición que no encuentran ni alrededor ni a sus espaldas. Primero será Nueva York, después, Europa.
Juntos –con el desmelenado Ezra de ideólogo y bandera– encararán la poesía universal como quien asalta un supermercado o, mejor, como quien se sirve de todos los platos en un tenedor libre. De la poesía china a los trovadores provenzales y del elegíaco Propercio latino a Guido Cavalcanti y el dolce stil nuovo, Pound traduce, imposta la voz, se disfraza -Personae (“máscaras”) es el título ejemplar de uno de sus primeros libros-, recorre todos los registros, renueva, desde el imaginismo o el vorticismo, las formas y los conceptos de la poesía de su tiempo. Pero lo hace a su modo.
Porque Pound no fue –no tenía esa cabeza– un agitador pateador de tableros a la manera de los surrealistas. Lo suyo era y sería otro tipo de ruido. Creía en la necesidad de lo nuevo pero conocía la tradición occidental como para no aceptar como novedad cualquier experimento aparatoso. Creía en el rigor, no en la tramposa espontaneidad. Creía en operaciones de cirugía mayor –su intervención sobre el texto original de La tierra baldía es ejemplar al respecto– y no vacilaba ante los injertos. Cortaba y pegaba usando la totalidad de un sistema literario ampliado más allá de los límites habituales, estableciendo contrastes, paralelos y homologías inéditas. Leía y hacía leer; escribía y hacía escribir. Ayudó y motivó para que los demás, como él, se interesaran por el lejano Confucio y por el demasiado próximo James Joyce.
Además, cruzó creativamente fronteras habituales entre las artes. No sólo compuso, a su manera, piezas musicales e incluso una ópera a partir de textos de Villon, sino que se ocupó de la pintura y escultura de su tiempo –compartió movimientos y manifiestos con sus amigos Gaudier-Brzeska y Brancusi– y buscó homologías lejanas y mecanismos de expresión más allá de las formas estandarizadas de la literatura occidental de su tiempo. En la operación más audaz, siguiendo las investigaciones del sinólogo Ernest Fenollosa, tradujo poemas y produjo textos propios buscando una equivalencia expresiva a los ideogramas chinos. Así, en Cathay es indiscernible lo que encuentra Pound de lo que pone. Y el resultado final es extraordinario.
A la hora de la apuesta final como poeta, se propuso una meta desmesurada (nunca mejor dicho) acorde con su pretensión. Por eso, naturalmente, los Cantares que escribió a lo largo de más de cuarenta años son el monumental testimonio de un fracaso; pero un bellísimo, impresionante fracaso, como han señalado Fondebrider y otros, equivalente a los empeños de Babel. Siintentó, de algún modo, una nueva versión de la Commedia en un mundo mucho más complejo que el dantesco, dio cuenta única del Infierno multiforme de su tiempo pero se perdió en iras y sintió, sobre el final, que había equivocado el camino –”que perdí mi centro / peleando con el mundo”– a la hora de cantar el Paraíso. De ahí se pueden entender los gestos últimos, exentos de soberbia, apenas fragmentos balbucidos entre la disculpa y la desolación: “He intentado escribir el Paraíso / Que nada se mueva / dejemos hablar al viento / ése es el Paraíso. / Que los dioses perdonen / lo que he hecho / Que aquellos que amo traten de perdonar / lo que he hecho”, dice el último segmento conocido del cantar CXX, publicado en 1972, el mismo año de su muerte. Pero nada había que disculparle al viejo Ez. Sólo admirar, agradecer la desmesura.

El predicador sin religión
Es que Pound siempre (se) pensó en grande o, mejor, pensó totalidades inteligibles, su vida incluida. Y la vocación admonitoria y el ímpetu docente a menudo se imponían por sobre los contenidos o los temas en cuestión. Como crítico sagaz y analista de la historia literaria y del pensamiento, escribió durante los años 30 sintomáticos manuales –El ABC de la lectura, Cómo leer, Guía de la Kultura (sic)– en los que rompía el corpus, desechaba a mansalva y iluminaba zonas y autores olvidados; brillante, a veces arbitrario, Pound invitó y obligó a “hacerlo todo nuevo” revisando la burocrática tradición en términos de beneficio de inventario para volver a armar sistemas más fieles o veraces, separando lo auténtico de la copia o la mentira. Esa voluntad de interpretar lo dado hasta forzar un sentido nuevo y original sería una constante en todos los órdenes del pensamiento y la acción de Pound que lo llevaría lejos. A veces, demasiado, ya que lo suyo nunca fueron las relaciones públicas.
Porque no se detuvo allí. Didáctico, mesiánico, Pound se sentía capaz de -y destinado a– explicar o poco menos el funcionamiento de un mundo contemporáneo injusto y desordenado que somete la labor del artista -porque de ahí partió siempre–, la creatividad y el trabajo del hombre en general a la tiranía fraudulenta del dinero. Como había hecho con la poesía, leyó la historia –China, el Renacimiento italiano, su propia experiencia norteamericana–, comparó situaciones y contextos y sacó conclusiones. Tenía espíritu de cruzado y desafueros de fanático; pero jamás lo movió el cálculo o el interés personal. Al contrario: las relaciones públicas nunca fueron su fuerte. En general siempre calculó mal, a contrapelo del poder y de los ganadores. Y eso se paga caro; con usura.

La usura, precisamente
El celebérrimo Canto XLV expone mejor que ningún otro texto de Pound, incluso los programáticos, su concepción del poder corrosivo y desnaturalizador de la usura sobre la producción artística y el trabajo en general: “La usura herrumbra el cincel / herrumbra al artesano y su artesanía / carcome el hilado en el telar / nadie aprendió a tejer el oro en su molde; / la usura gangrena el azur y deja el carmesí sin recamar / el esmeralda no encuentra ningún Memling / la usura mata al niño en el útero / aplaza el galanteo del muchacho / ha llevado la apatía al lecho, yace / entre el recién casado y su desposada / CONTRA NATURA / Han traído putas a Eleusis. / Los cadáveres se aprestan para el banquete / por orden de la usura”. Esto escribía Pound en la tercera recopilación de su segmentada obra mayor: A draft of Cantos XXI-LII, de 1935. En ese mismo año, en Londres mismo, publicaba este Jefferson y/o Mussolini que se acaba de traducir al castellano por primera vez. Es la obra –por sobre todas las cosas– no de un fascista (siempre lo negó) sino de un norteamericano disconforme con la traición al sueño igualitario de sus ancestros.La tesis del libro es simple y provocadora: mutatis mutandis, el poeta que vive en Rapallo desde hace diez años –y que vivirá otros tantos, hasta que se lo lleven enjaulado– establece un paralelo entre el pensamiento de Jefferson y Van Buren, arquetipos entre los padres fundadores de la que siente desnaturalizada revolución norteamericana, y el pensamiento y la acción económica y social del Duce. Pound parte de la existencia de un enemigo común (y universal) en la sociedad occidental contemporánea, el voraz capitalismo financiero, y subraya los puntos en común de los que considera patriotas y estadistas que piensan antes que nada en sus respectivos pueblos. Tal cual su mirada. De política, de regímenes de gobierno, ni hablar.
A menos de un lustro del estallido de la guerra que devastará a Europa y pondrá a su patria frente a frente y armas mediante con su país de elección, Pound aún cree que puede (y debe) ser escuchado. Está (clínicamente) obsesionado. Ya ha hablado con el Duce –patética situación...– como intentará hacerlo con Roosevelt en 1939 sin resultado. Colocado en ese lugar de profeta incomprendido, entrará en una espiral de desatinos que lo llevarán a las transmisiones de Radio Roma, al facilismo antihebraísta, a la desconexión paranoica.
La edición preparada por Domingo Arcomano está a la altura del desafío. No es, no podría ser, una mirada académica sino literalmente tendenciosa. Polémica pero exhaustiva, comentada “del lado de Pound” y contra la “intelligentzia”, se trenza en las polémicas abiertas desde siempre. Así, descalifica con vigor y ligereza a los que señalan la mácula del antisemitismo de Pound –caen desde Brodsky y Gelman en la volteada– y no pierde oportunidad de establecer paralelos y referencias al contexto nacional: como el viejo Ez, Arcomano se da el gusto y la osadía ideológica de conjuntar circunstancias y pensamientos distantes, al acoplar a Pound con Saúl Taborda, pensador argentino, unidos por su “anticapitalismo filosófico”.
Las virtudes mayores de esta edición están, sin duda, en dos aspectos poco frecuentes y que suelen tender al desborde: la pasión por un lado; el cuidado de las notas y la prolijidad de las referencias por otro. No queda nada sin aclarar ni nombre propio o circunstancia sin ser explicada. Y eso se agradece. Desde los ejemplares textos evocativos de James Laughlin -editor de Pound en New Directions y amigo personal– reunidos en sus Ensayos fortuitos que no disfrutábamos tanto con noticias del Viejo Ezra.

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