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Domingo, 18 de julio de 2004

BARES Y RESTAURANTES

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Por Gabriel D. Lerman

Se sabe: el delivery es un signo de estos tiempos. La heladera de la cocina es vidriera y catálogo donde se acumulan los imanes de aquella rotisería, de tal o cual restaurante, de la casa de empanadas, de la comida china, japonesa o árabe, de pizzerías, y hasta de comida para gatos y perros. En los supermercados está el envío a domicilio y está el pedido on line. Hay quien sostiene ardorosas discusiones telefónicas con operadoras de conspicuas heladerías porque el delivery tiene un límite geográfico, y quien hace el encargo vive de este lado de la tierra y no de aquél. De un tiempo a esta parte, los taxis se solicitan por vía telefónica y es común que, al quinto viaje, la empresa premie al cliente con una cena en la costanera, una sesión de masajes y/o exfoliación en un spa o, sin más trámite, una sesión de arquería (sí, lo que leen) en Villa del Parque. La proliferación de jóvenes a bordo de pintorescas vespas, ciclomotores o bicicletas ha modificado la fisonomía del tránsito. Junto a los motoqueros, son los nuevos habitantes de las calles. Todo se privatiza, se repliega, y ellos han quedado como puentes, uniendo el archipiélago, llevando alforjas gastronómicas o postales. Nada nuevo, si se piensa en el histórico reparto del pan o el diario –incluso, alguna vez, la venta de lácteos y agua–, pero sí ampliado y ciertamente riesgoso. La pizzería San Antonio, desde hace sesenta años en la avenida Boedo, no posee delivery. No quieren, no lo necesitan. “Siempre se trabajó bien”, dice Leonardo, uno de los encargados. El movimiento se concentra en los dos metros cuadrados inmediatos al mostrador. Allí, la gente se amucha. Del otro lado está la caja y las cajas apiladas, donde van cayendo las grandes de muzzarela humeantes, empujadas por los cuchillos –el brazo enérgico, el pulso firme–, de las tablas de madera al envoltorio de cartón. Las pizzas salen rápido, imparables. Una tras otra. Y aparte de los que esperan el pedido, que se llevarán a su casa, están los que pueblan las mesas, televisor y charla mediante. Es como antes: los autos paran en la vereda, alguien entra, hace la compra y sale, la caja en equilibrio para que el queso no se mueva. Porque alguien dijo: “Vamos a buscar pizza de verdad”, y nadie acudió al teléfono sino a la esquina de Boedo y Juan de Garay. Aficionados de San Lorenzo y de Huracán, parroquianos de cita fija, familias de fin de semana, los “chochamu” que reservan cuando hay noche de Copa Libertadores, los que llegan especialmente en auto. “Cada día sabés más o menos quién viene”, dice Francisco, el otro encargado. El menú excluyente, central, son las grandes de muzzarela y fugazzeta. Quizá jamón y morrones o la poderosa “San Antonio” (muzarela, jamón, morrones, tomate en rodajas, longaniza, huevo duro, aceitunas verdes y negras), o las básicas fainás y empanadas. Pero el fuerte son la muzza y la fugazzeta. Abierta casi todo el día, San Antonio trasunta con fidelidad el tono costumbrista, pero se reserva una ávida bienvenida al forastero. Cuenta la leyenda que dos hermanos, sin saberlo, fueron invitados una noche a salir por sus respectivas novias, que no se conocían entre sí. Y ambas, también sin saber, les prometieron llevarlos a comer “la mejor pizza de Buenos Aires”. Ninguno se lo comentó al otro para mantener el misterio, pero cuando llegaron a San Antonio y se encontraron descubrieron, una vez más, que el mundo es pañuelo. Y que a la mejor pizza hay que ir a buscarla.

San Antonio está en Boedo y Garay y abre de 6 a 1.

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