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Domingo, 10 de octubre de 2004

INTERNET

Por qué Google empieza a ser el nuevo malo de la red (y cómo empiezan a combatirlo)

 Por Federico Kukso

Para que un monstruo se considere digno de ir por el mundo cargando con ese título, debe antes que nada, según los cánones de la literatura fantástica, el canal Infinito y la revista National Enquirer, cumplir al pie de la letra con tres requisitos: tener una boca inquieta, un tamaño descomunal y, sobre todo, un nombre de pila que despierte miedo (como Yeti, Nahuelito –la excepción– y Chupacabras). Nunca a nadie se le ocurriría meter en esta bolsa a algo tan inasible como un buscador de Internet, y menos que el elegido haya sido bautizado a partir de un número colosal (el “googol”, o sea, un uno (1) seguido de cien ceros). Sin embargo, no hay mejor etiqueta que abrocharle al fastuoso Google que cumple a rajatabla con las reglas de admisión al club de lo monstruoso: por empezar, está lo del nombre; luego, el hecho de que devora non stop páginas e imágenes (asegura tener indexadas más de 4028 millones de páginas web y 880 millones de imágenes, y dice atender más de 5000 millones de búsquedas cada mes); y es espeluznantemente grande (agrupa sus documentos en 54.000 servidores de una forma absolutamente desconocida).
Sin embargo, corre con ventaja frente a los monstruos clásicos: Google está prácticamente en todos lados. Allí donde se prende una PC, Google espera para atacar como si fuera la lámpara mágica posmoderna que concede siempre más de tres deseos. Lo cómico es que todo el mundo (si tiene acceso a Internet, claro está) parece amar sin reparos a este simple (pero nada inocente) buscador. Casi no hay que pensar adónde ir cuando urge saber cuántos chicles masca Britney Spears por día o en qué anda el enano que se metía en el traje de Alf. La locura llega a tal punto que Google se convirtió en el único buscador con club de fans que incitan a sus miembros a que practiquen “egosurfing” (buscar en cuántas páginas aparece el nombre de uno) y “googlewhaking” (encontrar dos palabras que al ponerlas en el buscador sólo arrojen un resultado).

¿Pero cuál es el pecado original de Google? Por empezar, cualquier empresa que tenga como motto. “No hacer el mal” o indique en su código de conducta “puedes hacer dinero sin ser diabólico” es de por sí sospechosa. Después, está su omnipotencia: a través de un algoritmo secreto y para nada democrático, decide qué página es popular y cuál debe conformarse con el olvido. Todo como si Google fuese capaz de escudriñar la red en su totalidad. Cosa que no hace: las 4028 millones de páginas a las que accede Google con su diseño espartano, sólo representan una mínima fracción de los 550.000 millones de documentos que hay en Internet. El resto es territorio de nadie o campo de la “web invisible”.
Lo cierto es que desde hace un año la impresión de “pobre angelito” que tanto se empeñan en vender comenzó a deshilacharse. Muestra de ello es la manera en que esta empresa deambula por el ciberespacio chino: colaborando con Pekín en la censura de contenidos de Internet (“Tiannanmén” o “derechos humanos” parecieran no existir para el Google chino). Obviamente, tanta oficialidad no podía ser desperdiciada por los hackers que se divierten buscando en él sitios vulnerables para atacar; volviendo locos a internautas al regresarles exactamente lo opuesto de lo pedido en el buscador; y valiéndose de Google para ver lo que la gente fotocopia en las máquinas mal conectadas a Internet.

Así están las cosas. Por ahora, Google es la puerta más concurrida para entrar en Internet. Nadie se quiere acordar, pero hace no muchos años ese papel lo tenían Microsoft y sus ventanitas, que eran lo más adorable que podía haber. Quizás, la historia se repite. Después de todo, como se dice hasta el hartazgo, información es poder. Y el poder en demasía corrompe. Siempre.

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