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Domingo, 5 de mayo de 2002

RADAR EN VIENA

Los niños primero

A partir de la anexión al Tercer Reich, se instauró en Austria una red de hospitales, correccionales y reformatorios en los que el nacionalsocialismo internaba niños cuyas vidas eran consideradas “indignas de ser vividas” para someterlos a los más abyectos experimentos o directamente eliminarlos mediante una inyección letal. El domingo pasado, la ciudad de Viena organizó un monumental acto funerario para dar sepultura a 600 niños asesinados en la clínica Am Spiegelgrund, uno de los centros más importante de este Programa de Eutanasia. Radar fue el único medio de la Argentina especialmente invitado al Funeral y volvió de ese infierno para intentar contar una historia que se remonta a la entreguerra y que, según los mismos sobrevivientes, sigue sin encontrar un final.

 Por Daniel Link

POR DANIEL LINK, Desde Viena

BUENOS AIRES
El avión que debe llevarme a Frankfurt, antes de Viena, está retrasado. Tengo un mal presentimiento. Dejo un país devastado: ¿lo encontraré a mi vuelta? No hay plata ni en los cajeros automáticos ni en los bancos ni en las casas. Mis hijos quedan sin un centavo. Mi mamá no pudo cobrar su jubilación. Renunció el ministro de Economía (se habla de golpe institucional). Temo que, en mi ausencia, me quiten lo poco que me queda, lo poco que tengo. Temo, por ejemplo, volver a mi casa y encontrarla ocupada por un sudafricano. Me pregunto cuánta derrota moral puede soportar un pueblo, sospechando que la actual crisis argentina, en alguno de sus pliegues, podría entenderse como consecuencia de la derrota moral que nos infligió la dictadura: las llagas del fascismo todavía están en nuestros cuerpos y la década del noventa, que repitió (como una farsa) la misma política económica pero sin la incomodidad mediática de 30 mil desaparecidos, acaba de hundirse también bajo nuestros pies. Voy a Viena a ver cómo se puede procesar la derrota moral de un pueblo y cómo sigue la historia (si es que tal cosa es posible) a partir de un trauma histórico.

VIENA: LA LEYENDA
La antigua capital del imperio austro-húngaro, sede de los Habsburgo y límite para el avance del enemigo turco, sigue siendo una ciudad espléndida que quiere recuperar su antiguo protagonismo en el concierto de capitales europeas, de la mano de la socialdemocracia que rige sus destinos. Recién inaugurado, el complejo de museos del Museum Quartier es uno de los más importantes de Europa. Entre otras maravillas de la Viena finisecular, en el soberbio Leopold Museum que integra el complejo pueden verse el mejor Klimt (el de los paisajes), Schiele, Loos, Otto Wagner (la lista sería infinita). El último es precisamente uno de los más célebres arquitectos austríacos, responsable (entre otros edificios famosos) del diseño del Centro de Medicina Social Baumgartner Höhe, una ciudad-hospital (cuando fue inaugurada en 1907, la más grande de Europa) situada en las afueras de Viena, en la localidad de Steinhof.
Cuenta la leyenda que en ciertos atardeceres, los cuervos (seguramente descendientes de los que pueden verse en los torturados cuadros de Egon Schiele) sobrevuelan en bandadas la ciudad y se arremolinan sobre Baumgartner Höhe, hacia cuyos árboles se precipitan. Hay que imaginar esos árboles en invierno, sin hojas: una selva de cuervos negros posados en las ramas peladas. Una sociedad poética local (integrada, entre otros, por la escritora argentina Victoria Slavutsky) sostiene que, en la entrada del más que centenario hospital, el promedio de accidentes de tránsito supera con creces el de cualquier otro lugar de Viena. El grupo se propone, alguna vez, “exorcizar” el lugar mediante una performance poética.

OPERACION T4
Baumgartner Höhe es la sede de una de las puertas del infierno. Mucho antes de que Hitler proclamara la necesidad de encontrar una “solución final” (Endlösung) para el “problema judío” (Judenfrage) en el verano-otoño de 1941, los enfermos mentales ya habían sido víctimas de una sistemática matanza. De acuerdo con la historiografía contemporánea, no hay que entender este proceso sólo como consecuencia del odio racial sino más bien como el resultado del cálculo sanitario del Estado fascista, consagrado a velar por la salud del pueblo. De hecho, la sanidad del Reich no establecía distinciones entre enfermos de diferente procedencia religiosa o racial. Los niños de Spiegelgrund, cuyos restos vinimos a enterrar, y otras tantas víctimas de la eugenesia fascista, así lo demuestran.
En 1963 fue fundado el Dokumentationsarchiv des österreichischen Widerstands (Archivo Documental de la resistencia austríaca) que, recién ahora, de la mano de los jóvenes historiadores, empieza a tener un papel más activo. Prueba de ello son las contribuciones de Herwig Czech en losvolúmenes compilados por Eberhard Gabriel y Wolfgang Neugebauer (La eutanasia nacionalsocialista en Viena y De la esterilización forzada al asesinato, publicados, respectivamente, en 2000 y 2002).
Después del Anschluss (Anexión) de Austria al Tercer Reich, el nacionalsocialismo contaba con treinta instituciones especializadas (hospitales, correccionales o reformatorios) en los cuales fueron asesinados aproximadamente 5 mil niños, cuyas vidas fueron consideradas “indignas de ser vividas” (ver recuadro aparte) de acuerdo con la normativa entonces vigente. Una de esas instituciones era la Stätdtische Nervenklinik für Kinder und Jugendliche Am Spiegelgrund (Clínica estatal de enfermedades nerviosas para la infancia y la juventud “Am Spiegelgrund”), ubicada dentro del gigantesco complejo de Baumbgartner Höhe. Allí iban a parar los niños enfermos del Reich para ser sometidos a investigaciones, como cobayos humanos (Versuchenpersonen), o directamente para ser eliminados de acuerdo con el Programa de Eutanasia que, a toda costa (y pese a la impopularidad con que contaba en la misma Alemania), Hitler se empeñó en implementar.
Ese programa funcionaba bajo el nombre “Operación T4”, de acuerdo con la documentación del Reich, y establecía que, en primer término, los enfermos localizados (con el apoyo de la población, instigada a denunciarlos) eran deportados a algunos de los treinta establecimientos destinados a sus “tratamientos”. Esos ómnibus o trenes hospitalarios (así lo recuerda uno de los sobrevivientes, Wilhelm Roggenthien, nacido en 1921 en Hamburgo) sacaban a los enfermos de las grandes ciudades (Berlín, Hamburgo, Munich) y los llevaban a zonas rurales, por ejemplo a Steinhof, en las afueras de Viena. Allí fueron internados una cantidad todavía indeterminada de niños enfermos o “asociales” (la neuropsiquiatría fascista evitaba grandes sutilezas).
Sometidos a controles psiquiátricos (naturalmente, sin el consentimiento de sus padres, que muchas veces ignoraban en manos de quiénes habían puesto a sus hijos, confiados en la ayuda que sólo el Estado podía brindarles), los niños eran o bien expuestos a una batería de experimentos (¿cuánto tiempo podrá resistir este niño de diez años descalzo sobre la nieve?, ¿cuánto tiempo podrá soportar esa niña de tres años una ducha de agua helada?, ¿cuántos kilos puede adelgazar una niña de doce años antes de caer en coma?), o bien sacrificados con una inyección letal (Luminal). Todo se registraba prolijamente en las historias clínicas. Los cerebros de las víctimas, se supo mucho tiempo después, eran conservados para estudios científicos en una sala especial que, en el pabellón de patología, llevaba el estremecedor nombre de Gedankraum (Habitación de la memoria).

EL ESCANDALO MORAL
El 8 de mayo de 1945, Viena fue liberada por los aliados. El horror continuaría, sin embargo, con el “descubrimiento” de las atrocidades del Reich. Sesenta años después, las llagas del fascismo siguen vivas. ¿Cómo procesar el Holocausto o, como denominan los jóvenes historiadores austríacos al Programa de Eutanasia de Hitler, el Martirio?
Mientras muchos siguen aferrándose al viejo adagio de Adorno, articulado en su tesis doble acerca de la inconmensurabilidad absoluta y de la irrepresentabilidad estética de Auschwitz, otros (como Andreas Huyssen, cuyo libro En busca del futuro perdido. La cultura de la memoria en tiempos de globalización tematiza explícitamente el problema) prefieren considerar el escándalo moral que representa todavía hoy la política nazi como objeto de múltiples representaciones, y en esa multiplicidad encuentran la garantía de la memoria. Se trate de adoptar las representaciones del Holocausto y el Martirio (categorías en última instancia religiosas) o la del genocidio científica y burocráticamente planificado, lo que importaría es no perder de vista la especificidad delfenómeno y su sentido histórico (tanto en lo que se refiere al pasado como a su proyección sobre el presente).
Algunos filósofos (Peter Sloterdijk) han visto en la alianza de la ciencia y el militarismo fascista una versión macabra de las alianzas estatales propuestas por Platón en La República, o el fin de la antropología judeocristiana (Lévinas). El fascismo significa, así, el límite del “Humanismo” como política de amansamiento del Hombre. La muerte de Dios nos habría arrojado en las aguas heladas del cálculo egoísta, y es por eso que hay filósofos (Giorgio Agamben) que insisten en que “la política del Reich no es propiamente racista sino eugenésica”, precisamente como modo de intervención política en relación con nuestro propio presente, vacío de toda trascendencia diferente del propio pensamiento.
Torturados, sometidos a experimentos, puestos en relación de abandono respecto de sus familias y respecto de la ley, los niños de Spiegelgrund son un grito en la conciencia de cada uno de los médicos, enfermeras, empleados administrativos o laboratoristas que los condujeron a la muerte. Austria puede simular haber sido una víctima colectiva del nazismo, pero lo cierto es que no hay en su historia (a diferencia de lo que sucede en Francia o en Italia) demasiados partisanos o resistentes. Mucho menos, juicios por colaboracionismo. Los niños de Spiegelgrund son también la demostración de que de la derrota moral por haber participado del horror no se sale indemne. Sesenta años después, sus gritos se siguen escuchando y los cuervos siguen dando vueltas en los árboles de Baumgartner Höhe.

UN DESCENSO A LOS INFIERNOS
Viena. Viernes por la mañana. Los periodistas vamos a visitar ESRA, la institución vienesa que ofrece asistencia psicosocial a víctimas del Holocausto y sus parientes hasta la tercera generación. Conferencia de prensa donde van a estar algunos sobrevivientes de Spiegelgrund (en total, allí tratan a dieciséis). Una de las directoras de ESRA habla de la “unidad del estigma”: en Spiegelgrund había minusválidos, pero también hijos de alcohólicos (yo soy hijo de alcohólico, y tiemblo), asociales en general (Alois Kaufmann, uno de los testimonios centrales del documental Spiegelgrund (ver entrevista en recuadro) fue internado como delincuente juvenil). Según los registros, de un poco más de 700 internados, sólo cuatro eran judíos y uno musulmán. La mayoría (630) eran católicos de Roma o protestantes (62). Habla un señor que nació en 1947, pero cuyo hermano fue asesinado en Spiegelgrund en 1942. En su historia clínica se lee que era “idiota” y ciego del ojo izquierdo (yo soy ciego del ojo izquierdo, y tiemblo). Habla otro señor mayor. Mira unos papeles. Dice que él es loco (yo soy loco, y tiemblo). Que casi toda su vida, después de Spiegelgrund, estuvo preso. Otro señor dice que lo internaron con su madre y con su hermana (la internación familiar era frecuente). Una señora recuerda que tenía hambre, hambre, y que le pegaban en las manos, y que hacía frío, y la hacían caminar descalza por la nieve, y se le mojaban las medias. Y ella estaba sola. Estaba sola, estaba sola. Extiende los brazos hacia adelante y ya no sé qué dice. ¿Cómo hago para abrir mis oídos a este relato insoportable?
Sábado por la tarde. Los coordinadores de los invitados internacionales están nerviosos. En Die Presse, el diario austríaco, esta mañana la tapa decía que han encontrado nuevos restos de víctimas, no identificados. Nos suben a un micro. Rápido. Vamos a Baumgartner Höhe. Nos conducen a la sala de patología. El olor a formol intoxica. Quedan en los anaqueles algunos pocos frascos con cerebros todavía no identificados. Un empleado tiene una bolsa de plástico en la mano, donde han guardado algunos preparados (pedazos de cerebro listos para ser examinados en el microscopio) que, dicen los voceros de prensa de la ciudad de Viena (aunque nadie es capaz de creer en tamaña maniobra mediática) acaban de ser encontrados. Creo que estoy temblando de frío, mientras miro el trabajo de los camarógrafos. Pero no estoy temblando de frío. Estoy llorando. Tengo hambre, tengo frío, me siento solo. Soy, a partir de ese momento, la víctima y el victimario, el que viene a ver lo que, sólo por azar histórico, no le pasó (soy el primo hermano de un desaparecido).

EL ESCÁNDALO POLíTICO
Entre 1945 y 1946, Austria auspició una pequeña cantidad de juicios contra responsables de crímenes contra la humanidad. En esos años de “reconciliación” fue condenado (y ejecutado) el Dr. Ernst Illing, director de la clínica de Spiegelgrund. Un castigo “ejemplar” que no consiguió sino postergar hasta ahora el análisis de los hechos.
Gracias a la persistencia de algunos familiares de las víctimas, como Antje Kosemund (residente en Hamburgo), cuya hermana Irma fue sometida a experimentos y asesinada en Spiegelgrund, hoy pueden leerse las atroces historias clínicas de los científicos austríacos. Gracias a las investigaciones de estos familiares (algunas reseñadas en el documental Spiegelgrund de Angelika Schuster y Tristan Sindelgruber, otras en los libros de Gabriel y Neugebauer), en 1994 se descubrieron en la “Sala de la Memoria” (Gedankraum) cientos de frascos con los cerebros de quienes habían sido asesinados, con sus correspondientes etiquetas en las que se indicaban el nombre de la víctima, la patología y las fechas de nacimiento y muerte (por ejemplo: 1940-1942, 1930-1943, 1941-1943). Soy la secretaria que escribe a máquina las etiquetas. Soy el ayudante de laboratorio que las pega en cada frasco.
Lo que importa en la historia de Spiegelgrund es que uno de los jóvenes talentos que allí trabajaron, el Dr. Heinrich Gross, después de 1945, se afilió al SPö (Partido Socialdemócrata de Austria) y realizó una brillante carrera académica que lo llevó a convertirse en una “eminencia” y a merecer, en 1966, una condecoración honorífica que Austria reserva a sus mejores hombres y mujeres, por sus servicios en favor de la República. Su responsabilidad en el asesinato de por lo menos doscientos niños fue establecida en 1981 por el médico austríaco Werner Vogt (que examinó detenidamente las historias clínicas de los pacientes internados) y, asimismo, confirmada por el relato de uno de sus pacientes, que lo reconoció años después, cuando estaba encarcelado y el Dr. Gross, siendo como era uno de los más activos peritos del Estado, debía expedirse sobre su salud mental.
No estamos hablando de un secuaz de Haider, ni de un conservador empedernido, sino de un progresista hombre austríaco de ciencia, afiliado al SPö, de cuya protección gozó durante cincuenta años. Soy un joven político socialdemócrata que compra sus trajes en Hugo Boss.
¿Podrá el jefe de gobierno de la ciudad de Viena, Dr. Michael Häupl, ofrecer una explicación “potable” de una complicidad semejante? “Cuando el partido supo lo que había hecho el Dr. Gross, lo expulsó”, se apresura a decir. “Por otro lado, el Dr. Gross era miembro de organizaciones académicas y profesionales de gran prestigio”, agrega. “Es muy difícil examinar los antecedentes de cada uno de los afiliados al partido”, se disculpa. ¿Nos convence la respuesta de Häupl? Ciertamente no, no puede convencernos: el escándalo moral y el escándalo político son demasiado fuertes como para no insistir en el asunto. “Hoy, con este funeral, queremos expresar cuánto lo sentimos y cuánto nos arrepentimos”, dice Häupl (seguramente pensando en su candidatura al cargo de canciller). Y concluye: “Hay una culpa histórica (no individual sino colectiva). Queremos inmunizar a la juventud para que la historia no se repita”. La metáfora biológica es desafortunada, pero en sus palabras (Niemals vergessen: nunca olvidar) pueden oírse los ecos de nuestro propio “Nunca más” alfonsinista. Así como ese “Nunca más” fue sepultado por las leyes de obediencia debida y de punto final (el núcleo abyecto de nuestra derrota moral y el punto de partida de la crisis que vivimos), el Dr. Gross sigue bien a sus 86 años y vive en las afueras de Viena, en Purkersdorf. Cuando en 1998, gracias a la presión de la sociedad civil, encarnada en los familiares de las víctimas y algunos médicos e historiadores, fue llevado por segunda vez a juicio por sus responsabilidades en Spiegelgrund (la primera vez se lo condenó a dos años de prisión, pero errores de procedimiento volvieron nula la sentencia) se hizo, como Pinochet, el loco. La corte dictaminó que sufría de demencia senil y que no podía juzgarlo. Soy el abogado defensor del Dr. Gross.
Hasta ese entonces, Gross ejercía la neuropsiquiatría y en varias de sus exitosas investigaciones tomaba como punto de partida los cerebros que celosamente guardaba en los anaqueles del Instituto de Patología.

IN MEMORIAM
Domingo al mediodía. Vamos al Cementerio Central. Es (cómo podía ser de otra manera tratándose de Viena) uno de los más grandes de Europa. Fue diseñado para albergar los espléndidos restos de la burguesía. Allí descansan los restos de Mozart, Loos, Johann Strauss, Hugo Wolf, Brahms, ¡Schubert!, ¡¡Beethoven!!, ¡¡Schönberg!! (Soy la tumba de Mozart.) Esta fue alguna vez Viena, un faro de civilización. Pero hoy no hay ningún orgullo. Entrando al cementerio se oye una voz grave (con esa gravedad que permite el idioma alemán) salmodiando los nombres y las edades de las víctimas que vinimos a enterrar. Annemarie Häupl, cuatro años; Hans Grünewald, tres meses; Thomas Widerhofer, quince años... La sucesión es insoportable (Soy el hermano, el hijo, el padre de todos ellos). Idiota, camino casi a ciegas guiado por la voz. A un costado del camino que lleva al bellísimo salón donde se pronunciarán los discursos hay chicos de escuela secundaria que muestran retratos de algunas víctimas. Son voluntarios, reclutados en todas las escuelas de Viena: negros, asiáticos, un casting multirracial (Soy empleada de la Agency Milli Segal, la empresa que hizo las relaciones públicas del Funeral). Saco fotos sin ton ni son para sostenerme relativamente íntegro. Parezco un turista demente. Soy un turista demente. Van a venir a buscarme. Estoy enfermo. Tengo frío, tengo hambre, me siento solo. Tengo miedo de morirme.

NUNCA MÁS
Waltraud Häupl, hermana de una de las víctimas de Spiegelgrund. “Mi querida hermanita Annemarie fue llevada a Spiegelgrund por mis padres, que ignoraban que la estaban poniendo en manos de médicos asesinos. A los cuatro años fue envenenada.” Pide justicia. Por lo menos, dice, que le quiten al Dr. Gross su matrícula médica y la infame condecoración que le dieron hace treinta años (Soy la condecoración del Dr. Gross). Por lo menos eso, reclama.
Habla el médico Werner Vogt. Dice que esta ceremonia “destruye una consigna austríaca secreta según la cual hay que olvidar a los asesinos, perdonar a los miles de confidentes silenciosos y denigrar y ocultar a los sobrevivientes”. Habla el psiquiatra infantil Ernst Berger. Condena el biologismo y el utilitarismo (ver recuadro).
Habla el presidente austríaco, Dr. Thomas Klestil. Dice que este funeral es “demasiado tardío” y promete “mantener siempre presente esta oscura época de nuestra historia”. Espera que los culpables sean castigados “dentro del marco de la ley”.
Habla el novelista austríaco Robert Schindler. Recuerda a Antígona y señala que los niños fueron también víctimas de la vieja reticencia austríaca a enfrentar su derrota moral, su complicidad con el nazismo. Soy cómplice del nazismo. Soy un excedente de la fiesta menemista. Soy el infectado. Soy el esquizo. En mis oídos sordos, graznan los cuervos. Dicen: nunca más.

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