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Domingo, 21 de noviembre de 2004

PLáSTICA: EMILIO PETTORUTI EN EL BELLAS ARTES

El hombre que apresó la luz

Después de sus primeros dibujos expuestos en la vidriera de Gath & Chaves, viajó a Europa, donde se formó copiando a los clásicos a la mañana y trabajando gratis en talleres italianos a la tarde. Y cuando volvió al país, su obra no paró de despertar devociones y escándalos durante años: se lo acusó de “ofender la dignidad de la patria”, se lo censuró “por ser arte degenerado”, sufrió constantes postergaciones en los premios y esperó décadas para poder sacarle el vidrio a sus óleos sin que se los escupieran. La retrospectiva del Museo Nacional de Bellas Artes es una oportunidad perfecta para conocer la obra de Emilio Pettoruti, el hombre que cambió la manera de ver en la Argentina.

 Por Juan Forn

Florencia, noviembre de 1913. Un anónimo becario argentino entra en la inauguración de la Esposizione Futurista Lacerba (“la más moderna que se haya realizado nunca en esta ciudad medieval”) y siente una conmoción definitiva. “Acababa de cumplir los veintiún años”, recordaría cincuenta años después Emilio Pettoruti. “Y mi formación artística era nula. Copiaba un Fra Angelico en el Ufizzi cuando me alcanzó aquel impacto. Es cierto, yo amaba los clásicos, pero no tenía prejuicios. Porque atravesaba esa edad en que se comprenden, aprenden y asimilan sin tardanza muchas cosas aparentemente contradictorias”. El joven aprendiz no falta un solo día de los cuarenta y siete que dura la muestra y se convierte en habitué de las veladas de vanguardia encabezadas por Marinetti en el Caffé Delle Giubbe Rosse. Atrás han quedado sus dibujos de principiante, expuestos en las vidrieras porteñas de Gath & Chaves y en el salón del diario platense Buenos Aires. La obsesión del día, en Europa, es cómo puede la pintura retratar el movimiento de las cosas. El joven Pettoruti cree, como sus colegas futuristas, “en ese estado mental revolucionario que culminó en un alzamiento contra el servilismo de la imitación”. Pero se resiste a adscribir plenamente a la corriente de Marinetti: “Me parecía absurdo el afán futurista de dar idea del movimiento multiplicando cinéticamente brazos y pies. La idea de movimiento era, para mí, totalmente abstracta y no concebía interpretarla sino con elementos abstractos”.
Luego de descubrir a Cézanne en una plaqueta que le muestran en la librería Gonnelli, trabaja febrilmente en esa dirección, imponiéndose un método propio: por la mañana copia a los clásicos en los museos (sólo en sus líneas constructivas y planos de color, ignorando el asunto figurativo), por las tardes se ofrece a trabajar gratis como peón en un taller de frescos y otro de mosaicos (“no busco una academia sino un lugar donde la enseñanza se haya transmitido de generación en generación a través del trabajo diario”). Entre una y otra actividad, pinta. Combatiendo lo que define como defecto de bravura: “Para hacer el arte serio que pretendía, tenía en mi contra un don nacido conmigo. La facilidad para pintar, que muchos aprovechan sin ver cómo los destruye. Decidí por tal motivo pintar no sobre lienzos sino sobre arpillera tratada con una capa de cola y otra de yeso, para atascar el pincel”. El método de autoaprendizaje impresiona a De La Cárcova cuando se presenta de improviso en el taller del joven que rehúsa aceptar sus órdenes y trasladarse a París (para evitar que los becarios malgastaran los dineros públicos, De La Cárcova ejercía el patronazgo de todos ellos, decidiendo dónde debían estudiar y con quién). Luego de dos días en que recorren juntos los museos de la ciudad (y Pettoruti le presta el binóculo con el que estudiaba en detalle las obras más alejadas), De La Cárcova le dice: “Quédese en Florencia, si ha hecho aquí todo lo que me ha mostrado”.
El estallido de la Gran Guerra no aplaca su ritmo. Para obligarse a no salir a la calle, Pettoruti decide afeitarse la cabeza. Cuando se le acaba la beca, se traslada con su amigo Xul Solar a Milán, donde cosen bolsas para los parapetos de las trincheras hasta que consiguen trabajo como dibujantes en la casa Palmer de alta costura y, por intermedio de Raffaello Giolli, exponen ambos en esa ciudad. En 1920 sus cuadros ocupan una sala entera en la Galleria Arte, en una muestra donde también se exhiben obras de Carrá, De Chirico, Sironi y Marussig. Ese mismo año es aceptado con un paisaje (Cammino di giardino) en la Bienal de Venecia y rechazado, junto a sus colegas vanguardistas, en la de Brera. Una anécdota que vale la pena relatar ilustra hasta dónde llegaba su obsesión por “descomponer y recomponer formas corrientes a través del arte”: obsesionado con un azul que tenía en la cabeza, Pettoruti fabrica unas bolsitas de arpillera que entrega a los chicos del barrio, a quienes ofrece una lira para que las traigan llenas de cuanta pieza de loza,terracota o vidrio de ese color encuentren por la calle. La búsqueda es infructuosa hasta que un día ve, en un negocio, un jarrón del azul exacto. Entra, pide que se lo envuelvan pero la pieza es muy voluminosa, no hay papel que alcance. Ante el estupor del empleado, Pettoruti alza el jarrón y lo rompe contra el mostrador. “Ahora sí envuélvalo”, dice mientras los demás clientes huyen aterrados. La anécdota se publica en un diario para exhibir “el temperamento de los nuevos artistas” y es festejada como un hito por ellos.
En 1923 llega su primer gran triunfo: expone en la mítica galería Der Sturm de Berlín. Sus 35 obras se codean con piezas de Archipenko, Klee, Schwitters y Zadkine. Sem Roan escribe en la revista Der Sturm: “Esta galería, por la que ha pasado lo mejor y más audaz del arte puro, contará entre sus éxitos esta exhibición de Pettoruti que le acuerda un puesto preeminente en el arte de vanguardia” (José Ingenieros traduciría y publicaría este texto en su revista Renovación). Pettoruti pasa por París, donde Leonce Rosenberg le ofrece ser su marchand y le desaconseja enfáticamente exponer en Buenos Aires. Pero Pettoruti siente que ha llegado el momento de volver y se embarca rumbo al país junto a Xul.
Cuando la galería Witcomb anuncia su muestra, corre como un reguero de pólvora el rumor de que un futurista argentino formado y triunfante en Europa osará “ofender la dignidad de la patria” exhibiendo su trabajo. El mismísimo presidente Alvear recorre la exposición minutos antes de que se inaugure y le desea a Pettoruti: “Plazca al Cielo que no necesite usted esta tarde los servicios de la Asistencia Pública”. Hay gritos, empujones, bastonazos y escenas de pugilato entre la multitud que pugna por entrar en el local de la calle Florida. El diario Crítica comenta con sorna al día siguiente: “No se ha celebrado jamás una exposición tan estomacal y reconstituyente. Las obras de Pettoruti curarán por la risa a todo neurasténico”. Pocos días después, en Van Riel, un grupo de reputados pintores invitan al vanguardista a una “muestra ultrafuturista” de conjunto. Pettoruti envía dos de sus mejores lienzos que se exponen junto a una serie de toscas caricaturas de pintura moderna que ignoran los principios fundamentales del arte que intentan ridiculizar. En la misma galería se pone en venta una monografía sobre Pettoruti escrita por Ricardo Güiraldes: se venden todos los ejemplares. Además, alguien roba los dos Pettoruti en medio del fragor de las discusiones, lo que lleva a Julio Payró a afirmar que “digan lo que digan los ineptos, el público tiene instinto”.
En Córdoba se produce otro revuelo en 1926 cuando el gobernador Cárcano compra el cuadro Los bailarines para el museo de la ciudad (el mismo año en que los museos oficiales franceses rechazaron donaciones de obra de Cézanne y Lautrec). La idea de Pettoruti era volver a Europa, luego de la batalla por dar a conocer el arte nuevo en su país. Pero la crisis mundial del 29 redefinió drásticamente sus planes. El retorno tendría lugar recién treinta años después de la partida. Ese lapso sería decisivo, tanto en el lugar lateral que se le adjudique en la historia del arte abstracto del siglo XX, como en su papel decisivo en el desarrollo de la vanguardia en Argentina durante esos años (no sólo a través de exposiciones, conferencias y artículos sino en incansables charlas de café en la capital y el interior). Aunque Pettoruti no logra convencer a la Escuela Superior de Bellas Artes de La Plata para que le dejen dictar una cátedra de Composición Abstracta, es nombrado director del Museo Provincial de Bellas Artes de esa ciudad, donde realizará una labor titánica, no sólo dando a conocer obra de artistas de la talla de Archipenko y Portinari sino en la conversión del provinciano establecimiento en una institución organizada y pujante (aun así, dos veces será dejado cesante: la primera en 1932, pero el gobierno lo reinstalará en su puesto a los dos meses, luego de unaavalancha de telegramas de protesta del país y del exterior; la segunda, definitiva, en 1947, por su antiperonismo).
A partir del ‘35, sus enemigos cambian de estrategia: no sólo lo acusan de ser un mero imitador de Braque, Picasso y Gris sino que dicen que se repite y “está siempre en lo mismo”. La respuesta de Pettoruti es aprovechar la coyuntura de una muestra francesa con trabajos de esos artistas para exponer en Amigos del Arte, en 1940, una retrospectiva que incluye varias de las telas que indignaron en 1924 combinadas con sus nuevas exploraciones en torno de la luz. “Entonces fue el escarnio, la befa, la tontería elevada a la categoría de crítica. Hoy es el respeto y la admiración”, dice Romero Brest. Pettoruti, por su parte, comentará: “Recién entonces pude sacarles los vidrios a mis óleos; antes me los escupían”. Igual repercusión tendrán sus obras cuando se exponen en Brasil, Uruguay, Estados Unidos y Chile, antes de su postergado retorno a Europa en 1952.
Los últimos años en la Argentina no le ahorran sinsabores: a la postergación en la primera edición del Premio Palanza, en 1947 (otorgado a Raquel Forner), y la cesantía en el Museo ese mismo año se le suma una intervención del ministro Ivanissevich en plena deliberación del jurado del Salón Nacional de 1948, exigiendo que se rechace el envío de Pettoruti “por ser arte degenerado”. Policastro, Soldi y Quirós se negarán al absurdo pedido, pero no se atreverán a premiarlo (este sistemático relegamiento a la hora de los premios hará doblemente sugestivo su ingreso, en 1956, como miembro de número de la Academia Nacional de Bellas Artes).
A su llegada a Europa, y volcado ya decididamente a la abstracción, expone sucesivamente en Milán, Florencia y Roma. Se lo celebra como “un innovador abstracto que pinta como un clásico” (Alberto Sartoris) y “un inventor original de formas” (Il Tempo de Roma). Pero descubre que en todos los textos del futurismo su nombre es impecablemente ignorado. Quizá por eso decide radicarse en París y no en Italia. Dos muestras allí (en 1957 y 1959) y una en Londres (en 1960) despiertan elogios similares a los obtenidos en Italia: “Un prototipo del moderno concepto de armonía” (dice J. P. Hodin), “permite hacer una evaluación totalmente nueva de la escuela abstracta” (dice Dennis Muerden), “uno de los pintores más puros, sabios, y completos salidos del cubismo” (dice Frank Elgar). Sus últimos años acumulan retrospectivas (la última de ellas poco antes de su muerte, en la controvertida Bienal de San Pablo de 1971), honores tardíos en su país (el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes y un doctorado honoris causa de la Universidad de La Plata, el primero otorgado en el país a un pintor), visitas guiadas a su atelier parisino y la eterna polémica (alimentada coquetamente por él mismo en su autobiografía de 1968, Un pintor frente al espejo) acerca de su rol más o menos pionero en las vanguardias que definieron el arte de la primera mitad del siglo. Las sucesivas generaciones reformularán una y otra vez el papel de Pettoruti en la historia de la pintura argentina, y quizá acepten reconocerle un mérito que él mismo se adjudicó cuando recordaba aquel escándalo de la calle Florida en 1924: “Con esa exposición en Witcomb no se inicia la era en que se empieza a pintar de otro modo, sino la era en que se empieza a ver de otro modo en la Argentina”.

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