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Domingo, 27 de marzo de 2005

NOTA DE TAPA

Buscando a Dino

A los 30 años, Diego Pol es uno de los dos paleontólogos argentinos (el otro es Fernando Novas) que el año pasado encontró en Neuquén restos fósiles de un dinosaurio hasta ahora desconocido: el Neuquenraptor argentinus. De paso por Buenos Aires, en un alto en un trabajo de campo que abarca del interior argentino al desierto de Mongolia, habló con Radar de cómo es buscar en huesos viejos el secreto de la vida.

 Por Federico Kukso

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”

–¿Y eso qué es?

Un cuento del escritor guatemalteco Augusto Monterrroso, el cuento más corto del mundo: son sólo siete palabras.

De repente, las voces se separan del fondo confuso. Una, la del entrevistador; otra, la del entrevistado, el paleontólogo argentino Diego Pol, bajo la sombra de los huesos del granadero prehistórico que cuida, con los mismos tics de una estatua viviente, las salas del Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia en Parque Centenario.

De las miles de millones de especies de cosas vivas que existieron desde el principio del tiempo, casi el 99% ya se extinguió sin dejar atrás el menor recuerdo, para confirmar así la ley de lo natural: el destino de casi todos los organismos vivientes no es otro que el de descomponerse en la nada. Aun así, los dinosaurios –algunos de ellos, animales pesados, estúpidos y robotizados; otros, gráciles y sanguinarios, máquinas de matar evolutivamente perfectas– que pasaron de ser habitués de polvorientos museos a protagonistas de películas, canciones, novelas y hasta de programas infantiles siempre vuelven.

Los paleontólogos en general son de los personajes más conspicuos de la ciencia. Están los que se creen Indiana Jones y los que profesan la veta más intelectualista alla Stephen Jay Gould. ¿Usted con cuál de los dos grupos se identifica?

–La verdad, con ninguno de los dos. Yo me dedico a estudiar fósiles, más que nada los huesos petrificados de un grupo de dinosaurios llamados “arcosaurios”, los reptiles dominantes que aparecieron hace alrededor de 250 millones de años (una suerte de abuelos de los dinosaurios). Y también me aboco a desembrollar las “relaciones filogenéticas”, las relaciones evolutivas entre las especies e inferir a partir de la anatomía de los fósiles los vínculos de parentesco entre los dinosaurios.

¿Y no sale de exploración?

–Por supuesto. Durante la última década, pasé casi tres meses al año haciendo trabajo de campo.

¿Dónde?

–Hice salidas a La Rioja, Neuquén, Río Negro, Chubut y Mongolia...

¿Mongolia? Suena un poco lejos. No me imagino a los dinosaurios de Mongolia.

–Bueno, en Mongolia está el desierto de Gobi y en él hay un impresionante yacimiento de fósiles bien preservados. Lo visité en los últimos cuatro años.

Viaja mucho, parece.

–Un poco. Además, cada vez que hacemos trabajo de campo, ya sea en La Rioja o en Mongolia, no solamente hacemos un viaje en el espacio, sino también en el tiempo. Por unos días respiramos y vivimos sesenta, cien o ciento cincuenta millones de años atrás. Mongolia es impresionante.

No sé, nunca estuve.

–Le aseguro que sí. No sólo en lo paleontológico por la cantidad y calidad de fósiles que hay allí, que son realmente únicos, sino en todo el marco: la expedición, el impacto cultural, el “ambiente paleontológico” chino y mongol. Si bien es la misma ciencia, los mismos métodos, encaran los problemas científicos de forma totalmente distinta a la occidental.

Por algo será que en China los restos de dinosaurios aún son conocidos por los campesinos como “huesos de dragón”. Es más, hay quienes sostienen que la figura mitológica del dragón representa la memoria que quedó en la especie de los dinosaurios.

–Pero los dinosaurios se extinguieron mucho antes de que apareciera nuestra especie.

Sí, pero pudo haberse guardado en la memoria de especies anteriores. No sé si será cierto, pero es interesante. Y ahora, volviendo a los huesos.

–Volvamos.

Parece que son muy importantes para usted.

–Así es. Un hueso, un fósil es un objeto puro, muy sacro, de cero valor comercial, no un objeto de intercambio, sino un objeto de estudio. Por eso no entiendo a los coleccionistas que compran sus piezas en el mercado negro de fósiles (un tráfico que le sigue en importancia al tráfico de drogas y al de órganos).

¿Y qué cuentan los fósiles?

–Una larga historia.

Cuéntela...

–Un fósil es una muestra más de la diversidad biológica que hubo a lo largo de la historia de la vida, esa larga y lenta evolución que armó la multiplicidad de la vida, ese mundo extraño y confuso en el que vivimos hoy. Mi tarea como paleontólogo es la de armar el rompecabezas y analizar las relaciones entre todas esas formas de vida, las que se ven y las que no. Debajo de lo sensible hay una trama oculta.

La trama de lo real.

–Y percibirla, tener un atisbo de lo que realmente funciona, de los mecanismos que están operando desde lo invisible, o que operaron en el pasado remoto, nos arrastra hacia la pregunta de las preguntas: el origen.

Esa pregunta está a caballo entre la paleontología y la filosofía.

–Sí. Esta ciencia despliega métodos y técnicas para develar el gran interrogante: ¿de dónde viene todo esto? Porque no basta con saber y preguntarse sobre nuestro devenir como seres humanos sino cómo fue que alguna vez apareció lo que nos rodea, la planta de ahí al costado, el perro de la vecina, el caballo del parque, la palomita que cruza volando la calle... Lo más interesante es que no salieron de la nada, como por arte de magia.

Al parecer, lo que sí salió de la nada es la fascinación humana por estos bichos.

–Pero eso es falso: la dinomanía no explotó con Jurassic Park. Piense en la etimología de la palabra “dinosaurio”: “reptiles terribles”. Ésa es la cuestión. Pero no es ser o no ser, sino el ser monumental de estas bestias, la ferocidad de unas y la sagacidad de otras, la sed de sangre de los dinosaurios carnívoros, en fin. Pasa lo mismo con los fósiles de mamut, que generan también tanta atención o, en el caso pampeano, los gliptodontes y los megaterios.

Y eso, aquí, en este país, ¿no es cierto?

–Eso es lo interesante, lo que fascina: los dinosaurios y nosotros: cuando la gente se empieza a enterar de que acá en Buenos Aires hace 15 mil o 20 mil años había bichos perezosos gigantes del tamaño de un colectivo les hace un click y se quedan con la boca abierta.

Bueno, ésa es una buena idea para hacer una película, un Jurassic Park argentino. Y a propósito... ¿qué le pareció esa película? Porque sé que muchos paleontólogos se escandalizaron.

–Los paleontólogos nos escandalizamos fácilmente, cosa rara, si se piensa en el tipo de bichos con los que lidiamos. Pero a mí me gustó. El cine no le hace mal a la paleontología. La mayoría de las buenas películas fueron asesoradas por grupos de paleontólogos reconocidos. Se toman licencias (y grandes) como todas las películas: los tamaños están un poco exagerados (el velocirraptor era un bichito de 2 metros de largo y no una bestia inspiradora de miedo). Son licencias artísticas que me parecen de lo más válidas porque a fin de cuentas no son papers científicos sino historias, novelas llevadas al cine. En parte, cumplen el rol de divulgar conocimientos generados dentro del ambiente paleontológico a un nivel muy laxo, muy informal, pero así y todo lo hacen.

La historia con fin

Los dinosaurios dominaron la Tierra durante 180 millones de años. Y un buen día desaparecieron. ¿Fue tan así?

–Algo por el estilo. Es la pregunta del millón, ¿cómo algo que estaba después no estuvo más? Lo gracioso es que la extinción no es algo exclusivo de los dinosaurios. Las extinciones masivas son recurrentes en la historia de la vida (se repitieron 5 veces durante períodos llamados Ordovícico; hace 440 millones de años; Devónico, hace 365 millones de años; Pérmico, entre 286 y 248 millones de años atrás; Triásico, hace 210 millones de años, y Cretácico, que alzó el telón para la era de los dinosaurios), y algún día el ser humano la deberá afrontar. La desaparición de raíz de los dinosaurios es a la vez un tema fascinante y extremadamente difícil de dilucidar por la escasez de evidencia concreta, y porque siempre andan en danza varias hipótesis.

¿Usted por cuál se juega?

–Por la más razonable y quizá más conocida: la que dice que hubo varias transformaciones catastróficas en el clima desencadenadas por el impacto de un supermeteorito que dejó huellas y un cráter en el Caribe.

Encontrar razones para la extinción de los dinosaurios es un deporte de moda. También se dice que la disminución de la población se debió a que los pequeños mamíferos de entonces –que por ser de sangre caliente podían trabajar de noche– se robaban los huevos de los dinosaurios.

–Es verdad. Cuando se plantea en los debates, la multicausalidad siempre sale a flote. Ocurre que probablemente haya habido otras causas menores, ínfimas, ya que hay indicios de que varios años antes de este evento la diversidad estaba declinando.

Y entonces apareció el meteorito que rebalsó el vaso.

–Exactamente.

Los paleontólogos se llenan la boca hablando de millones de años. ¿No da vértigo manejar esos períodos monstruosos de tiempo?

–Bueno, muchos dinosaurios parecían monstruos. Pero sí, claro que sí. Uno nunca toma conciencia exacta de la dimensión temporal y biológica que tuvo la historia de la vida durante los últimos 3800 millones de años. Me hace acordar un poco a cuando leo sobre astronomía y sobre la vastedad del universo y noto la falta de singularidad que tiene el ser humano. Esa sensación de desolación es lo primero que me genera.

Es un golpe al ego...

–Sin dudas. Además está el hecho de que las extinciones masivas se hayan repetido varias veces también habla sobre la falta de singularidad de lo que podemos estar viviendo ahora o dentro de 50 años, si bien las causas pueden ser distintas, pero no deja de ser un patrón. O sea, a nadie le entra en la cabeza lo que es en verdad un millón de años. Nosotros hablamos todos los días muy cómodamente de doscientos, trescientos, o mil millones de años, pero la dimensión exacta es abrumadora. Siempre es mucho, pero mucho más de lo que uno se imagina.

Bueno, se podría llegar a especular que tal vez los dinosaurios, de haber sobrevivido, habrían desarrollado inteligencia.

–Los dinosaurios eran inteligentes...

¿Perdón?

–Sí, los dinosaurios tenían de algún modo inteligencia, como tienen muchos mamíferos y en algún grado las aves. El error está en pensar que la especie humana es la única especie inteligente.

Una pata no hace verano

Hace poco usted descubrió un nuevo dinosaurio carnívoro, ¿no es así?

–Sí, junto a otro paleontólogo argentino, Fernando Novas. Lo bautizamos Neuquenraptor argentinus porque lo encontramos mientras estábamos extrayendo los restos de un gran dinosaurio herbívoro en las Sierras del Portezuelo, cerca de Plaza Huincul, en Neuquén. Ahí estaba: una pata muy enigmática, grácil, muy alargada, en la cual el segundo dedo empezando del medio tiene una garra pronunciadamente desarrollada y recurvada, como una hoz. Desde el principio mostraba características que lo hacían asemejarse a un grupo de dinosaurios del Hemisferio Norte. Creemos que medía de 1,5 metro de alto por unos 2 de largo, y que vivió hace 80 millones de años. Nos demuestra que esta especie de animales se desplazaron también por esta zona del planeta cuando todos los continentes –ahora separados– estaban unidos en un supercontinente.

¿No le habría gustado bautizarlo con su nombre?

–¿A quién no le gustaría tener un dinosaurio propio? ¿A usted no le gustaría que existiera el Kuksosaurio? Es un poquito ególatra, pero ¿a quién no le gustaría? Pasar a la historia de esa manera y que su nombre sea repetido hasta el hartazgo por chicos y grandes. Es, al fin y al cabo, una forma de reconocimiento a nuestro trabajo.

Está bien. El hallazgo le habrá hecho recordar entonces el primer fósil que encontró fuera de un museo...

–Sí, eso fue en La Rioja, en 1994. Me acuerdo patente lo primero que vi: un pedacito minúsculo del fósil más común, un fragmento de una vértebra, casi despreciado por la mayoría de los paleontólogos. Pero para mí fue un mundo. Ese trocito había estado ahí, escondido, durante doscientos y pico de millones de años.

¿Y qué pensó?

–Primero dudé. “¿Será, no será?”, dije. Al final, era. Y fue mágico: al ver ese huesito, vi el pasado. El paso siguiente fue asegurarme de no pisarlo.

Hablando de eso, los paleontólogos deben ser muy nostálgicos, se la pasan con la cabeza en el pasado.

–En mi trabajo diario, para mí el pasado es todo. Porque todo sobre lo que trabajo está basado en objetos del pasado y en reconstruir procesos, patrones. Eso pasa incluso cuando veo un animal actual. Al estudiar un bicho vivo, en realidad lo que estoy buscando es reconstruir el pasado: de dónde vienen, cómo cambiaron, cosas así.

Una suerte de retroevolución.

–Reconstruir cómo fue la evolución. Sólo tenemos lo que podemos ver hoy, sea vivo o fósil.

Y eso que la posibilidad de convertirse en fósil es minúscula. Primero hay que morir en el lugar adecuado. Sólo un hueso de cada mil millones aproximadamente llega a fosilizarse alguna vez. Los paleontólogos norteamericanos calcularon que el legado fósil completo de todos los estadounidenses que viven hoy, 270 millones de individuos con 206 huesos cada uno, sólo será de unos 50 huesos en total.

–Así es, ahí está lo increíble: preguntarse qué pasó durante los últimos 3800 millones de años para entender los patrones de diversificación biológica. La diversidad es realmente impresionante. Originalmente, los dinosaurios eran bastante pequeños. Recién después, en el Jurásico, se dispara el tamaño. Los dinosaurios evolucionaron hacia formas muy alejadas de lo que la gente piensa que es un dinosaurio: las aves actuales, para nombrar un caso. El de los dinosaurios es un grupo muy pero muy diverso. Hasta un gorrión. Las aves no sólo son los descendientes de los dinosaurios sino que –clasificadas en función del árbol evolutivo– son dinosaurios en sí. Tanto como nosotros somos primates.

Es un poco chocante.

–Sí, pero cierto. Mejor tranquilice a los lectores y diga que los pájaros son los parientes vivientes más cercanos de los dinosaurios.

Entonces, los pájaros son los tataratataranietos de los dinosaurios.

–Claro. Como los lagartos y las tortugas. De eso se viene hablando en los últimos diez años.

¿Nada más? Nada, al lado de los millones de años que usted baraja diariamente.

–¿Qué más quiere? El tiempo es tirano.

Como el Tiranosaurio rex.

–Como el Tiranosaurio rex, justamente.

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Pol, licenciado en biología en la UBA, doctorado en la Universidad de Columbia (NY), actualmente lleva adelante la investigación para su postdoctorado por la universidad de ohio en el Instituto Miguel Lillo de Tucumán.
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