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Domingo, 10 de julio de 2005

NOTA DE TAPA

Súper lógico

¿Qué tienen en común el misántropo Sherlock Holmes y el insufrible Hércule Poirot? ¿Cómo hubiese sido un encuentro entre el hogareño inspector Maigret y el recio Philip Marlowe? ¿Por qué dos de ellos sobrevivieron a sus autores mientras los otros dos murieron bajo la misma pluma que les dio vida? A propósito de cuatro documentales de la BBC, Juan Sasturain indaga en estos y otros misterios alrededor de estos cuatro detectives emblemáticos de la literatura. Como yapa, José Pablo Feinmann recuerda a muchos de los otros.

 Por Juan Sasturain

La señal Film&Arts está poniendo en pantalla, durante los lunes de julio, una serie documental de cuatro programas, realizada por la BBC, dedicada a personajes emblemáticos de la literatura policial: Los detectives (The Great Detectives, en el original). Los elegidos han sido Sherlock Holmes, Hércule Poirot, el inspector Maigret y Philip Marlowe, según orden cronológico de aparición. Seguramente algunos de los nombres podrían haber sido otros, pues se extrañan el Sam Spade de Hammett, el Father Brown de Chesterton, pero a los seleccionados les sobra chapa para estar. Por su popularidad, porque cubren con sus diferentes perfiles un espectro muy amplio y porque los respectivos autores –Conan Doyle, Agatha Christie, Georges Simenon y Raymond Chandler– los sostuvieron con una obra considerable. Copiosa, en los tres primeros casos; literariamente sólida, además, en los dos últimos.

El enfoque de estos documentales de una hora –pausados y exhaustivos a su manera, filmados en Inglaterra, Bélgica, Francia y California– subraya sobre todo la relación entre personaje y autor. Incluso se puede decir que tratan más de los escritores que de sus famosas criaturas. Los textos que dice el actor/conductor Nigel Williams –un rubio de rulos que se expresa con sentencias, enfatiza hasta las acotaciones– y las preguntas y traslados que lo llevan a interrogar personas y lugares apuntan casi siempre a rastrear, en vida y personalidad de los escritores, las claves de su aporte respectivo al género detectivesco. No hay un esquema ni un tono comunes a las cuatro entregas: cada dupla escritor/personaje les da su impronta. Y eso es bueno.

Es que poco tienen que ver –unos con otros– estos cuatro. Incluso los aparentemente más afines en su destreza deductiva: el Holmes prefreudiano, oscuro caso clínico, repertorio de tics y de manías de misántropo es demasiado complejo para el pequeño belga insoportable, apenas un puñado de soberbias células grises puestas en el extremo superior de una cabeza de huevo que inventó con hueca simpatía la Dama del Crimen. Tampoco, pese a sus coincidencias, Maigret y Marlowe compartirían cómodos tiempo y espacio: el pesado inspector no podría ser policía en Los Angeles; el privado se cansaría de París y los franceses, chocaría con los uniformados; acaso bebieran juntos aunque no lo mismo (vino y bourbon) y seguramente se respetarían, hablarían de la amistad y de la condición humana, terreno en común; pero sólo eso: uno se volvería temprano a casa y a ver qué hizo su mujer de cenar; el otro seguiría acodado sin apuro, pues nadie lo espera o la rubia ocasional no es de las que cocinan.

Y ni hablar de los autores respectivos, gente con pocas afinidades: cada uno con su historia, sus flaquezas, sus reales o figurados misterios. Los documentales se quedan un rato largo en esos pormenores. El espiritismo militante del doctor Doyle, un neurótico de cuidado; la extraña desaparición de Agatha –su caso enigmático particular– antes de separarse, en 1926, y encarar la construcción de una imagen sin fisuras y una vida cuyo mayor misterio es no esconder nada interesante; la vocación por los excesos de Simenon –escribir tantos libros, acostarse con tantas mujeres–, su ambigüedad política durante la Ocupación, el edipo trágico de su hija menor; y la fragilidad afectiva y emocional del viejo Chandler, los problemas –así se dice– con el alcohol de un raro escritor anglófilo y cajetilla que impostó como nadie el americano más auténtico del bajo fondo. Es decir: gente que escribía y vendía muchos libros pero que no siempre dan ganas de conocer; o amigos cercanos que, por suerte, además escribían.

Por ejemplo, es muy diferente y reveladora la relación de cada escritor con su detective. Así, cabe recordar que tanto Conan Doyle como Agatha Christie, los dos ingleses de esta secuencia, mataron a sus personajes. Cada uno a su manera.

Doyle lo hizo como un gesto de fastidio. En El problema final (1893), apenas seis años después de haberlo inventado en Estudio en escarlata, lo despeñó rápido en una catarata europea trenzado con el malvado Moriarty para librarse de una vez por todas del amanerado sabueso que no lo dejaba ser él mismo, manifestarse como escritor serio. Tuvo que resucitarlo: los miles de lectores y de dólares pudieron más que su orgullo. Por suerte para todos, él incluido. En este caso, Sherlock es el famoso: “Estuve leyendo aventuras de Sherlock Holmes”, dicen los lectores. El autor aparece después.

En el caso de la Christie, llevó su capacidad de manipulación y control total hasta el extremo de matar a su detective sin asumir las consecuencias: con tres décadas de anticipación: escribió el caso final, The Courtain, a mediados de los ‘40, y dejó el cadáver en el freezer mientras el espectro de Poirot seguía resolviendo casos. Recién en 1975, un año antes de morir ella, Agatha corrió el literal telón de la escena y dejó a Poirot morir en la cama y en Styles, donde había comenzado todo en 1920, cuando el episodio inicial. No hubo amor aparente entre ellos: sólo una amistosa y conveniente sociedad. Pero acá –para la memoria colectiva y el marketing– ganó ella: el lector compra “una novela de Agatha Christie”. Poirot sólo trabaja en ella, fue siempre su empleado.

A la inversa, ni Simenon ni Chandler mataron a sus detectives. El incansable belga lo inventó para la historia de Pietr el letón (1931), cuando ya llevaba una década remando ficciones a destajo bajo todo tipo de seudónimos y con toda clase de personajes. Pero con el inspector fue diferente: aunque nunca dejó de publicar otro tipo de novelas sin protagonista fijo y algunas de éstas están entre las mejores, siempre volvió –son casi ochenta historias– a las aventuras de Maigret. No lo mató, pero lo hizo crecer, jubilarse, hacer su vida y contarla como ningún otro detective antes y después. Las memorias de Maigret (1950) no sólo reconstruyen su vida completa sino que permiten el cruce y la discusión entre autor y personaje en la mejor tradición gideana. Y se impone el de papel. Es más: Maigret avanzó sobre Simenon, lo hizo fumar en pipa, le puso sombrero e impermeble, lo disfrazó reiteradamente. Ambos comparten el criterio de “no juzgar”, de ocuparse de las personas que cometen crímenes y no de criminales –a la manera del cura Brown–, les interesa más el delincuente que el delito. Por eso las de Simenon son novelas de atmósfera, novelas psicológicas más que de enigma. Le importaba comprender. Y en eso autor y personaje se mimetizaron.

Philip Marlowe toma nombre y apellido en la primera novela del autor, El sueño eterno (The Big Sleep) de 1939, pero el tardío y meduloso Chandler –empezó a incursionar en el género recién después de los cuarenta años– ya lo había madurado y dibujado con otros nombres en los relatos cortos: el detective privado solitario había sido Mallory –no es casual el nombre que evoca hazañas de caballerías–, Malvern, Carmody, incluso se había llamado John Dalmas. Y estaba hecho de buena madera, la mejor que se podía encontrar en una sociedad en la que debía moverse con un detector de basura. Pero había algo más: el más famoso y el último de los románticos duros estaba tan solo que contaba él mismo. Así, Chandler le (se) dio la palabra y empezaron a caminar por Los Angeles y alrededores deshaciendo entuertos durante algo más de quince años y siete novelas escritas con una de las mejores prosas de la literatura contemporánea hasta dar El largo adiós (The Long Good Bye) de 1953. Chandler no era pero sin duda quería ser Marlowe. Participaba con él de esa descripción ejemplar que dio ante un requerimiento de definición ideológica: “Philip Marlowe tiene tanta conciencia social como un caballo. Lo que tiene es conciencia personal, que es algo diferente”. Y agregaba, por si acaso: “A Marlowe le importa un pito quién es el Presidente; a mí también, pero sé que será un político”. Eso era suficiente.

Irónico, mordaz, tremendamente sentimental, Marlowe se enamora (también) como un caballo, y en la inconclusa The Poodle Springs Story –que terminó años después como pudo y supo Robert Parker– el fatigado Chandler, que cree en la justicia poética y en el poder de los sueños, lo casa acaso forzadamente con Linda Loring, la bella cuñada de aquel Terry Lennox que le sacara lo mejor de sí. Es que quiere verlo feliz o al menos no tan solo antes del final. Y se morirá él, sin matarlo.

Marlowe no fue para Chandler un peso que debió arrastrar, un socio, una máscara equívoca, un compañero indeseable pero necesario, un cómplice, un empleado. Fue nada menos que lo mejor que nos pudo dar de sí.

La serie de documentales de la BBC que difunde los lunes de julio Film&Arts sirve, como casi todo, para conocer gente. Cuatro autores, cuatro detectives. Cuando se apaga el televisor, cada uno elige a quién llevarse a la cama esa noche.

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Maigret y Marlowe acaso bebieran juntos aunque no lo mismo (vino y bourbon) y seguramente se respetarían, hablarían de la amistad y de la condición humana, terreno en común; pero sólo eso: uno se volvería temprano a casa y a ver qué hizo su mujer de cenar; el otro seguiría acodado sin apuro, pues nadie lo espera o la rubia ocasional no es de las que cocinan.
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