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Domingo, 24 de julio de 2005

HITOS > EL DíA QUE VIRGINIA WOOLF SE BURLó DEL IMPERIO

Un poco de bunga-bunga

El 10 de febrero de 1910, Virginia Woolf y un grupo de amigos se hicieron pasar por el sultán de Abisinia y su corte y visitaron el temible acorazado “Dreadnought”. El evento ganó la prensa y armó un escándalo de proporciones: un puñado de jóvenes aburridos, munidos de betún, túnicas y bigotes postizos, chapuceando un idioma ininteligible, habían puesto en evidencia al Imperio. Al grito de “Bunga-Bunga”.

Por Esther Cross

El 10 de febrero de 1910, el secretario del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido recibió un telegrama firmado por el señor Tudor Castle.

Príncipe Malaken de Abisinia y corte llegan 4.20 hs. Weymouth. STOP. Quiere ver Dreadnought. STOP. Lamento último momento. STOP. Olvidé telegrafiar antes. STOP. Llevan intérprete. STOP.

El secretario del ministerio despachó, a su vez, el telegrama al vicealmirante May, a cargo del “Dreadnought”, anclado en Weymouth.

El vicealmirante May llamó a su segundo, el comandante William Fisher, y le leyó el telegrama. La noticia corrió de venia en venia por cubierta.

El acorazado “Dreadnought” era el orgullo de la marina. Montado como una isla de guerra, despertaba admiración, respeto y miedo. Estaba equipado con cañones de largo alcance, que podían disparar mientras una batería suplementaria lo protegía de los torpederos. Operaba a gran distancia, equiparando fuerzas de ataque y defensa. Su aspecto era imponente y su contenido también. Pesaba 17.900 toneladas. Contaba con una potencia de 27.500 caballos de fuerza. Era el buque insignia, la nave escuela. Era, según el diccionario, el acorazado Acorazado, el Yahvé de los barcos.

Decidido a recibir al sultán con una ceremonia acorde a su rango, el vicealmirante May se conformó, a falta de la partitura del himno nacional de Abisinia, con la del himno de Zanzíbar, que estaba cerca de Abisinia. En la cubierta del “Dreadnought” sacudían la alfombra y aceitaban los cañones. Los músicos afinaban y las gargantas, tabaco. En menos de dos horas, todo estaba listo. Después de todo, eran ingleses. La puntualidad era la llave de un imperio que tenía por puerta al mundo y ellos estaban siempre en el momento justo y el lugar apropiado. Era una forma de ser, era un sentimiento aunque poco apasionado, el ideal de un calibre exacto. Por algo tiempo después el capitán del “Titanic” dirigiría las siguientes, últimas palabras a su tripulación y pasaje: Be British.

El vicealmirante May envió una comitiva a la estación de tren para recibir al sultán, que llegaría en poco tiempo desde la estación de Paddington, Londres.

En Londres era un día de sol un poco húmedo. Las chicas se animaban a usar el cuello a lo Peter Pan. Nadie quería perderse el estreno de Electra de Richard Strauss. Algunos comentaban la reciente huelga de los mineros. Henry James estaría de mal humor, como siempre. En el número 14 de la calle Fitzroy Square del barrio de Bloomsbury, la señorita Virginia Stephen se pegaba unos bigotes postizos con barba sobre la cara pintada de negro con pomada. Mientras se acomodaba el turbante y se colgaba gruesas cadenas de oro del cuello de un caftán, vio en el espejo su cara y la de sus amigos que se movían a sus espaldas. Se le ocurrieron las palabras que iba a decir cuando no supiera qué decir y las dijo: “Bunga-Bunga”.

Tenía veintiocho años. Era alta y huérfana. Colaboraba con las sufragistas escribiendo direcciones en los sobres que enviaban por correo. La muerte de su madre le había mostrado el lado más oscuro de su padre. La muerte de su padre la llevó sin escalas a una vida diferente. También escribía crítica. Lytton Strachey le había propuesto matrimonio y había tomado su negativa con excesivo beneplácito. Tenía entre manos el borrador de una novela, The Voyage Out. El casamiento de su hermana Vanessa con Clive Bell había sido un momento difícil para ella. Ya conocía a Leonard Woolf, que ahora estaba en Ceilán. Se lo había presentado su hermano Thoby, el alma del grupo que ahora se reunía detrás de ella en el espejo. Pero la vida no era algo que pudiera dar por sentado y hacía unos años Thoby había muerto. Fue un duelo que cursó escribiendo cartas a una pariente desinformada en las que hablaba de Thoby como si estuviera vivo y en franca mejoría. Comía poco. Sus nervios no eran de acero. Cada tanto escribía un diario al que fue fiel durante toda la vida. De púber, la noticia del suicidio de una mujer que se había tirado al Támesis con una carta que decía “nipadres ni trabajo” la había conmovido de manera irreversible. Pero ese día estaba contenta. Cuando dijo “Bunga-Bunga”, su hermana Vanessa, que había ido a visitarla, negó, contrariada.

Su hermano Adrian, en cambio, se reía. Con la ayuda de su amante, Duncan Grant, elegía un sombrero para disfrazarse. Iba a oficiar de intérprete. Como no encontraba diccionarios en abisinio formó un idioma que era una mezcla de swajili con citas en griego y latín de Homero y Virgilio. Duncan Grant llevaba una túnica, como Virginia. Sus amigos de estudios, Anthony Buxton y Guy Ridley también. Horace de Vere Cole, autor intelectual de bromas célebres, ensayaba su papel de canciller de Abisinia. Tomaron un taxi hasta la estación de Paddington. El tren los llevaría hasta Weymouth.

Los hechos

El 10 de febrero de 1910, Virginia Stephen –travestida–, Adrian Stephen, Horace de Vere Cole, Anthony Buxton, Duncan Grant y Guy Ridley se hicieron pasar por el sultán de Abisinia y su comitiva. Antecedidos por un telegrama enviado por un cómplice, que firmó Tudor Castle (¿castillo de Tudor?), fueron recibidos con pompa y circunstancia por la tripulación del acorazado, a cargo del vicealmirante May y su segundo, William Fisher, que, aunque era primo de los Stephen, no supo reconocerlos.

Una falúa los transportó al buque de guerra. Al subir vieron al vicealmirante tachonado de cucardas. El barco les pareció más chico y más feo de lo que habían imaginado. La banda del “Dreadnought” tocó el himno nacional de Zanzíbar, que ellos agradecieron en su lenguaje mezclado de latín y de griego. Un marino le comentó a otro que los príncipes africanos hablaban una lengua bárbara. Virginia dijo bunga-bunga un par de veces. El vicealmirante May anunció que lanzarían veintiún salvas para honrarlos pero ellos se negaron, aduciendo razones religiosas. Pasaron lista a las tropas. Una llovizna fina caía en picada sobre ellos. Adrian Stephen se dio cuenta de que el bigote postizo de Duncan Grant empezaba a desprenderse y le explicó al vicealmirante que era necesario que entraran al barco: el frío y la lluvia no eran habituales en Abisinia y el sultán y su corte podían enfermarse. No aceptaron la comida que les ofrecieron por miedo a que un bigote cayera sobre un plato. Una escolta solemne los acompañó en el viaje de vuelta, de la falúa a la estación del tren que los llevó de regreso a Londres.

Las consecuencias

La inocentada llegó hasta la prensa que llegó al mundo entero. Horace de Vere Cole fue el responsable. Famoso por sus bromas –se había hecho pasar por el sultán de Zanzíbar en Cambridge, había hecho que apresaran a un lord acusándolo de ladrón después de esconder su billetera en uno de sus bolsillos–, estaba decidido a que su nueva hazaña no quedara en secreto. Fue al diario y contó todo. Adrian Stephen se leyó en la noticia en los diarios, pegada a la foto que la banda se había sacado antes de tomar el tren hasta Weymouth. El vicealmirante May no podía salir de paseo. Los chicos de las calles de Weymouth lo seguían al grito de Bunga-Bunga. Bunga-Bunga, cantaban en los music-halls. Bunga-Bunga decían los globos de las caricaturas del Times y el Mirror.

La cuestión se debatió en el Parlamento y en el Almirantazgo, que se negó a admitir que los bromistas hubieran puesto en jaque a una institución tan importante. La prensa llamaba la atención sobre la fragilidad de la inteligencia del imperio. William Fisher, el segundo del vicealmirante May y primo de los Stephen, estuvo a cargo de la investigación. Había que castigar a los culpables sin que el castigo le diera trascendencia a la broma de un grupo de necios.

El imperio no era virgen de burlas y de inocuos atentados. En tiempos de la reina Victoria, declaraban locos a los inoportunos. La condena deljoven Jones, que ingresó reiteradas veces al palacio de Buckingham –una, disfrazado de deshollinador; la otra, por la ventana–, fue la internación en un correccional para deficientes y luego en un buque de guerra. Durante la Inauguración de la Gran Exposición, la reina fue interceptada por un chino con traje de mandarín, que recibió todo tipo de honores. El impostor huyó, también tildado de loco. Pero en 1910, ya muerta la reina Victoria, cuando el Parlamento se enteró de la inocentada del acorazado, nadie habló de locura. Se trataba de una juventud corrupta y aburrida.

Imposibilitado de ejecutar el castigo en persona en razón de su parentesco con dos de los integrantes de la banda, William Fisher igual aceptó la misión de encarar a los imprudentes. Fue a casa de los Stephen y le dio un sermón a Adrian, acusando a Virginia de haberse comportado como una mujerzuela. Horace de Vere Cole iba a recibir una paliza pero estaba convaleciente de un resfrío, lo que venía a eximirlo de este tipo de castigo. Acordó recibir los seis golpes rituales en las posaderas, siempre y cuando pudiera, en nombre de su honor, devolverlos al verdugo. El comando tocó una mañana el timbre de la casa de Duncan Grant. Lo llevaron, en pijama, a un terreno baldío aunque los oficiales se negaron a darle una paliza a ese hombre, poco dispuesto a contestarles. Le dieron dos bastonazos en la cabeza y le ofrecieron dinero para un taxi pero él se volvió en subte. En su memoria de la inocentada, Adrian Stephen asegura haber recibido su merecido mucho antes de que todo se supiera. “En cuanto a la venganza, si de verdad la armada la deseaba, la obtuvieron cumplidamente, antes incluso de que terminara la inocentada. Nos trataron con tan exquisita amabilidad mientras estuvimos a bordo, que yo, al menos, sentí remordimientos por burlarme, aun con la más absoluta falta de malicia, de personas tan encantadoras.”

Los moviles

Para Hermoine Lee, en su biografía de Virginia Woolf, la humorada sumaba los elementos de una acción subversiva: ridículo a la autoridad, infiltración en la defensa, señalamiento de la burocracia imperante; para peor de males, a la humorada le siguió una conspiración que convirtió el incidente en sátira del poder. Mitchell Leaska lee la humorada como una de las tres puntas de ataque al establishment llevado a cabo por el grupo Bloomsbury, junto a la exposición post impresionista y el movimiento sufragista. Pero sólo contamos con las palabras del propio Adrian Stephen: “Ya desde mi infancia me había parecido que quien se arrogaba alguna clase de autoridad sobre los demás ofrecía necesariamente algún flanco a las burlas”. En cuanto a la reacción de las autoridades anota que “la actitud más inteligente habría sido no darse por enterado”. Lástima que Horace Cole dio parte a los diarios.

Los resultados

Como dicen muchos, por un lado la broma puso de manifiesto la debilidad logística del imperio. Mucho después y poco antes de suicidarse, Virginia Woolf dijo en una conferencia: “Supimos que una consecuencia fue la revisión del reglamento para hacer más estrictas las normas de seguridad”; y agregó, con esa forma irónica en que se le planteaba la vida: “Me alegra pensar que he sido útil a mi patria”.

Para Dámaso López García, “la inocentada puso de manifiesto la total ignorancia del imperio respecto a sus colonias, la presencia de lo grotesco en unas relaciones que, aunque los políticos quieran ocultarlo, exhiben todos los rasgos del desprecio”. Una puede preguntarse por qué Abisinia y no otro país. ¿Habían leído La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia, de Johnson? A lo mejor conocían esa parte que dice: “¿Cómo es que los europeos son tan poderosos, por qué no pueden los asiáticos y africanos invadir sus costas, establecer colonias en sus puertos y dar leyes a sus legítimos soberanos? Porque son más poderosos, señor, porque son más sabios, el saber siempre prevalece sobre la ignorancia”. Despuéstodos, sin querer o a propósito, demostraron que la ignorancia puede existir en cualquiera de los lados.

Otras derivaciones de la humorada: un cuento de Virginia Woolf llamado “La Sociedad”; Tres Guineas; el artículo de Lytton Strachey, llamado “Bonga Bonga en White Hall”, en que un rey africano concluye que “ingleses malos, encerrados en bonita celda blanca, nunca pumba-pumba, excepto cuando pumba-pumba, En Inglaterra poder leerse libros, excepto los que se prohíben”.

Tiempo despues

A pocos meses de la humorada, Virginia pasó por uno de sus peores momentos, estaba triste y se incomunicaba o lo hacía en exceso, decían que estaba loca. Pudo salir adelante y en 1912 se casó con Leonard Woolf. Al tiempo, el mundo un poco ingenuo que había permitido una broma semejante, dio paso a la Primera Guerra. Todo cambió desde entonces. En un ensayo, Virginia Woolf localiza el viraje definitivo de la escritura en 1914, cuando los escritores empezaron a dar cuenta de lo que veían dentro de ellos, que no siempre era agradable. Ella escribía cada vez más y mejor. Alternaba esos momentos con otros desquiciantes. En la Segunda Guerra vio los restos bombardeados de su casa e imprenta en Londres. Salía a caminar por el campo con su perro y veía en el cielo los aviones que luchaban en el aire. Un año antes de su muerte, dio una conferencia sobre la inocentada, de la que sólo quedaron registradas un par de frases. Nunca escribió sobre la humorada, quizá porque las buenas bromas son las que siguen en el aire y para ella nada pasaba realmente hasta no ser escrito. En su silencio, la broma adquiere proporciones legendarias. Su hermano Adrian tomó la posta y escribió el relato de ese día de 1910 –el año en que murió Florence Nighttingale, se estrenó Electra, asesinaron al explorador Boyd Alexander, Baudry cruzó en avión el Canal de la Mancha, una explosión en una mina de Hulton mató a 344 trabajadores y Weedgood dijo que un hombre educado debe saber todo sobre algo y algo sobre todo–.

En cuanto al “Dreadnought”, nadie pudo hundirlo, cursó una vida llena de honor a pesar de la humorada y murió de muerte natural, cuando, ya demasiado pesado para competir en el mar con los barcos modernos, fue desmantelado en un astillero, yéndose a pique por propia voluntad. Virginia Woolf lo sobrevivió por más de veinte años. Hasta el 28 de marzo de 1941, en Rodmel, Sussex, cuando dio el último paseo con su perro por el campo. Un paseo que terminó en la orilla del río Ouse y se llevó con ella la memoria de la inocentada del acorazado “Dreadnought”.

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Virginia Woolf en 1910, año del bluff.
 
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