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Domingo, 24 de julio de 2005

DIáTRIBAS > PHILIP LARKIN CONTRA LOS POPES DEL JAZZ

Me gusta cuando cajazz

Además de poeta extraordinario, Philip Larkin ejerció como comentarista de jazz en las páginas del Daily Telegraph durante los efervescentes años ‘60. Desde ahí asistió a lo que el mundo consideró la gran revolución del jazz, encabezada por Miles Davis, Ornette Coleman y John Coltrane, entre otros. Y desde esas mismas páginas, Larkin puso su prosa al servicio de destruir a cada uno de ellos y defender aquel viejo y buen jazz que lo había acompañado de joven.

Por Philip Larkin

“Todo hombre –escribió Schopenhauer– confunde los límites de su visión con los límites del mundo”, una sentencia apabullante que me vino a la mente mientras pegaba en el álbum unos cuantos recortes de prensa. Porque, aunque camuflaban sus palabras con algunas alabanzas secundarias, no tengo la menor duda de que lo que en ellos se decía era lo que habría escrito incluso mi crítico más benévolo. “Es una lástima que haya tenido que estropearlo todo –escribió uno– negando la evolución histórica.”

El libro en cuestión, una recopilación de mis columnas durante los años 60, había lanzado la idea de que el jazz “moderno”, y que quede claro que atribuyo un significado especial y no cronológico al adjetivo, no era jazz, como tampoco lo era la pintura moderna o la poesía moderna. Afirmaba incluso que el jazz que habíamos conocido no era sino una versión condensada de la historia de cualquier otra arte: su aparición a partir de las funciones tribales, su florecimiento como forma pública y consciente de entretenimiento y su degeneración hasta convertirse en una absurda forma privada y subvencionada.

Los críticos respondieron que no era el jazz lo que había degenerado, sino Larkin: yo no era sino un ejemplo más del hecho lamentable de que nuestro oído en ocasiones envejece y se obtura para siempre jamás (lo cual creo que también deberíamos hacer nosotros).

Bueno, si los críticos de jazz son partidarios de Wells o de Gibbon, son modernos o agoreros, ¿en qué me diferencio de ellos? Después de pensarlo mucho, he seleccionado la opinión de otro crítico para que sirva de prueba: “Gente como Parker o Sonny Rollins heredaron buena parte de las viejas virtudes del jazz, y todo aquel relacionado con esta música no tarda en darse cuenta de ello”.

Esta es la tesis de los partidarios de Wells. Si aceptamos que quiere decir que en Parker y Rollins encontramos “buena parte de las viejas virtudes del jazz” (y de hecho no es eso lo que dice), tanto yo como el resto de los seguidores de Gibbon rechazamos tal sentencia. La extraordinaria música que encandiló al mundo durante la primera mitad de este siglo, tan extraordinaria que se dedicaba canciones a sí misma, como “Everybody’s Doing It” o “It Don’t Mean a Thing If It Ain’t Got That Swing”, no tenía un encanto excesivo, pero era algo nuevo y definido: un cierto sector de la sensibilidad musical y rítmica se veía correspondido por vez primera. Podríamos definirla, es posible, pero su componente provocador era tal y tan flagrante que no parecía necesario (como dijo Fats Waller: “Señora, si tiene que preguntar...”). Había nacido a partir de la música popular negra y aún sigue entre nosotros, bajo una forma vulgarizada e indefinida, a través de la música beat, del rock and roll, del rhythm-and-blues.

Cuando Parker y sus secuaces empezaron con el bop, por lo tanto, no perseguían otro objetivo que venderle al público jazzístico algo que estuviera a años luz del jazz. Y fue así, en parte, porque deseaban recuperar el liderazgo, por decirlo de alguna manera, tocando una música que no pudieran repetir los blancos, pero me atrevería a decir que lo hicieron, básicamente, porque les habían estimulado en demasía el nervio del jazz. Eran tipos musicalmente inteligentes, y el jazz les aburría. Por lo tanto, lo que produjeron conscientemente fue un antagonista del jazz: un sonido muerto, una música sin improvisación colectiva, donde los temas antiguos habían dejado de ser clásicos, o se habían convertido en clásicos otros temas, una especie de ritmo antisincopado y, por descontado, unas armonías cromáticas que sustituían a las conocidas progresiones diatónicas de las nanas, de las canciones de amor, de los himnos religiosos o los nacionales, el sustento de la conciencia musical de todas y cada una de las naciones.

Y ahora me doy cuenta de que soy un tipo simple. Si alguien me ofrece sal en lugar de azúcar, o un vals en lugar de una marcha, o bop en vez de jazz, no puedo menos que señalar que en algún lugar hay un error. Y eso me limitaba a hacer. ¿Por qué esa respuesta de mis críticos?

Tal vez el problema sea únicamente de índole semántica. Estoy seguro de que todos coincidimos en que hay una diferencia básica reconocible en, por ejemplo, Muggsy Spanier y Freddie Hubbard. Lo que pretendía decir es que, por lo tanto, no se debería usar la palabra con la que se describe lo que toca Spanier para referirse a la música de Hubbard. Y lo que ellos afirman es que la palabra con la que se define el estilo de Spanier debe ampliar su campo semántico para incluir a Hubbard. ¿Quién de los dos tiene razón?

Imagino que detrás de esta controversia yacen una serie de prejuicios opuestos. Los partidarios de Wells quieren ampliar el campo semántico de las palabras para distorsionar la cuestión, para ver cómo cambian las cosas. Los seguidores de Gibbon quieren que las palabras conserven su significado, que sean definidas, que las cosas sigan como están. Whitney Balliett, en un número reciente del New Yorker, asegura que Duke Ellington dijo que quería eliminar el término jazz para abrazar uno más amplio, “música afroamericana”, o algo por el estilo. Duke es de los de Wells; Louis Armstrong, por su parte, ha hablado de “esa plaga moderna [...], no puedes recordar ninguna melodía ni bailar al son de ningún compás”. Louis es de los de Gibbon.

Ya ven que ambos bandos tienen un líder carismático. Todo cuanto me gustaría decirles a mis críticos es que el jazz que conquistó el mundo, y el que me conquistó, era el jazz de Armstrong, de Ellington, de Bix y de los Chicagoans. Me da igual que lo que toquen Parker, Mon, Miles y los Jazz Misanthropes sea música afroamericana. No es jazz. El jazz se está muriendo al tiempo que se mueren sus músicos, Red Allen, Pee Wee Russell, Johnny Hodges. Y quien no quiera admitirlo... está negando la historia.

El plomo de Coltrane

La estridente monotonía de John Coltrane no es para mí, y lo único que se me ocurre a propósito de The John Coltrane Quartet es que el grupo formado por Coltrane, Tyner, Garrison y Jones es fiel a sí mismo en el tratamiento que dispensa a “Chim Chim Cheree”, “Nature Boy” y a dos composiciones de Coltrane, “Brasilia” y “Song of Praise”. Esta última es una de esas lentas meditaciones de Coltrane carentes de melodía y en las que no hay más acompañamiento que el repiqueteo del piano y del contrabajo.

Coltrane, el malo y el peor

Tiempo atrás, cuando un tipo se iba al otro barrio ya no se oía hablar más de él, como Macbeth o no sé quién dijo, pero Selfessness es un retrato del estilo de Coltrane o, mejor dicho, de sus dos estilos: el malo y el peor. Los temas de 1963, aunque sea por contraste, son más audibles.

Esta declaración de principios, así como los virulentos fragmentos que se reproducen, pertenecen al libro All What Jazz, que editorial Paidós acaba de editar en castellano.

Ornette contraataca

La gente que afirma que Ornette Coleman no toca jazz debería haber dicho lo mismo en el pasado de Miles Davis, y por idénticas razones. Lo que en cierto modo significa que entre ellos existe una relación causal, como la que se da entre las manzanas que aún no han madurado y el dolor de estómago. He recordado la frase del crítico francés ante la publicación simultánea de Miles Smiles y de Free Jazz, a cargo de Ornette Coleman Double Quartet. La portada de este último, el menos reciente de los dos, está ilustrada con un cuadro de Jackson Pollock, y hay que esperar a los últimos diez minutos de los cuarenta y tantos que dura la grabación para hacerse una idea musical de su contenido: confusión reiterativa y sin el menor patrón. Al escuchar a Coleman, me vi recitando el cuarteto de Blake: “Si la luna y el sol dudaran, deberían esfumarse de inmediato”.

Mulligan: no sea pedante

If You Can’t Beat ‘Em, Join ‘Em, un disco de Mulligan en el que interpreta una serie de temas populares acompañado por una sección rítmica encabezada por Pete Jolly al piano, será del agrado de los seguidores de Gerry Mulligan, entre los que, en general, no me cuento. Mulligan es un tipo osado que pretende ser condescendiente con, entre otros, “A Hard Day’s Night” o “Mr. Tambourine Man”.

Miles Davis: un imbécil

“No suelo comprar discos de jazz –le confesó recientemente Miles Davis a un entrevistador–. Me cansan y me deprimen.” Y, como mínimo, la mitad de su nuevo disco Seven Steps to Heaven (CBS) me ha provocado la misma sensación. El desapasionado sonido de su trompeta con sordina, hueco y llano, se dedica a arrastrarse a tiempo, dejando que el final de cada nota cuelgue como lo hacen los relojes de Dalí. El resultado es una atmósfera cercana a lo burlesco, como si Miles compitiera por demostrar lo mucho que se puede alejar de Wild Bill Davison. Este efecto se ve incrementado, si cabe, por el hecho de que alguna de las notas más graves que toca suenan como las ovaciones que recibe Wild Bill en el Bronx después de una clase en la Juilliard School of Music.

Tengo la impresión de que, cuando menos en este país, Miles ha perdido a una parte de sus seguidores críticos más recientes. De ser así, me atrevo a decir que se debe a que, como sucede con la mayoría de sus colegas negros, su creciente interés por cuestiones de teoría musical es directamente proporcional a su capacidad para quedar como un imbécil.

El gran provocador

Por Diego Fischerman

Cargarse sin culpa a Miles Davis, Charlie Parker, John Coltrane, Ornette Coleman o Gerry Mulligan, es decir a los personajes más importantes de lo que el mundo actual considera jazz, tiene su gracia. Pero el gran poeta inglés Philip Larkin, crítico de jazz durante años en el Daily Telegraph, se interna en un terreno más interesante que el de la simple boutade. Es cierto, la invectiva, sobre todo cuando se ejerce con estilo impecable y prosa elegante, tiene un encanto irresistible. Pero Larkin construye una especie de teoría acerca de lo que debería ser el jazz que excede con creces la mera curiosidad de ver cómo alguien se las arregla para hablar mal precisamente de los que el canon del género erigió como sus próceres. Para él, el jazz que importa es el que se dibuja en el espacio de tensión entre creatividad y expectativa del público. Cuando esa tensión se resuelve en favor exclusivo de cualquiera de los dos polos de atracción, deja de ser una gran música. Si se olvida de la creatividad para gozar de un favor inmediato por parte de un público masivo, no es jazz. Pero si se olvida del público, si se convierte en experimento solipsista, tampoco. Larkin sostiene, en realidad, que el llamado jazz moderno –es decir, el derivado del bop– no es una etapa superior del jazz anterior sino otra cosa. Tan equivocado no está, si se tiene en cuenta que el mundo armónico del bop no viene del jazz anterior sino de otras músicas que tienen con él un origen común, como las comedias musicales y las grandes bandas de música bailable, que permitieron la entrada de los negros en el mercado de trabajo blanco y, también, la entrada de códigos de la forma y la armonía europea en las músicas negras. Tal vez el único error sea quedar prisionero de su propio razonamiento. Si fuera cierto que el jazz y el jazz moderno son dos músicas diferentes y no dos etapas de la misma, mal podría juzgarse a uno con los criterios de valor del otro. Lo que hace bueno el jazz que le gusta a Larkin no es lo que hace bueno a Ornette, a Charlie Parker o a Coltrane. Larkin no es músico y tampoco es un teórico sobre la música. Es arbitrario, conservador hasta el límite de lo posible y testarudo de toda testarudez. Sin embargo escribe bien, Y, lo más importante, sus errores son tan groseros como estimulantes.

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