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Domingo, 28 de agosto de 2005

MúSICA > BILL FAY, EL MúSICO QUE SE HIZO JARDINERO

Desde el jardín

En 1970, un inglés psicodélico editó un disco de aires pastorales. Al año siguiente, claramente cambiado, melenudo y con barba, editó otro que era su reverso exacto: apocalíptico, bíblico y mesiánico. Y nunca más se supo de él, su nombre se sumó a la lista de desaparecidos en acción del rock, sus canciones sobrevivieron en antologías y la leyenda lo hacía convertido en... jardinero. Ahora, con la reedición en CD de aquellos dos vinilos, Bill Fay ha reaparecido... en un jardín.

 Por Rodrigo Fresán

Hay que tener mucho pero mucho coraje para arrancar la primera canción de tu primer disco –con una voz muy parecida a la de Ringo Starr cruzado con John Cale y un crescendo orquestal que recuerda al Serrat circa “Señora” y “Poco antes de que den las diez”– cantando con bucólica pasión que Me estoy plantando a mí mismo en el jardín, créanme / Entre las papas y el perejil, créanme / Y esperaré a ser ungido por la lluvia / Y a que la escarcha despierte a mi alma / Voy buscando relaciones sólidas con una mosca, una araña o un gusano, créanme. Y hay que tener mucho talento para que todo esto –año 1970– sonara entonces y ahora siga sonando como algo trascendente, importante y diferente.

Quien así cantaba y así suena era y es un tal Bill Fay. Uno de los tantos desaparecidos en acción, que en estos días vuelve a materializarse con los modales de aquel que, para aparecer ahora, tuvo que desaparecer antes.

Porque ésa es la gracia.

UNO Y así fue y así es; y una de las principales y más agradecibles propiedades del fenómeno compact-disc es la de haber asumido, desde el vamos, la invocación de espectros perdidos en la pantalla del radar y haber convertido la nostalgia y la melancolía por el ayer en saludable y muy comercial forma del presente. El compact-disc como segundo acto y nueva oportunidad y, claro, muchos de los que salen flotando a la superficie una vez detonadas las cargas de profundidad no son gran cosa o, apenas, son un chiste de freaks, una moda breve, un nombre a dejar caer en las conversaciones entre connoiseurs y snobs, y a otra cosa. No es éste el caso de Bill Fay y de su breve obra recientemente reeditada: dos discos del ‘70 y del ‘71 –Bill Fay y Time of The Last Persecution, que ya habían sido revisitados en un único CD en 1998 sin que casi nadie se diera cuenta– acompañados por otros dos ubicándose como los paréntesis complementarios que encierran la ecuación: los demos y descartes tempranos de From The Bottom Of An Old Grandfather Clock y el “disco perdido” de finales de los ‘70 –grabado junto a The Acme Quartet– Tomorrow, Tomorrow and Tomorrow que redondea el misterio, harán felices a los completistas, pero no aportan gran cosa en términos de grandes canciones. Mejor, antes que nada, concentrarse en los dos álbumes oficiales hasta hace poco inhallables y ahora –cortesía de Eclectic Discs– otra vez entre nosotros como si nada hubiera pasado, como si lo que no pasó entonces con Bill Fay pudiera suceder ahora.

De nosotros depende.

DOS Y lo de antes: uno se acerca a estos artefactos resucitados con la cautela de quien cayó varias veces en el mismo pozo y tropezó en tantas oportunidades con la misma piedra. Sobre todo cuando leemos –contundente cita extraída de una crítica en la revista inglesa Uncut– lo que nos promete el sticker en las portadas de Bill Fay y Time of The Last Persecution. Y lo que allí se nos asegura no es cosa fácil de creer pero qué ganas de creerlo: “El eslabón perdido entre Nick Drake, Ray Davies y Bob Dylan”, leemos allí. Y lo mejor de todo –o lo peor; porque inevitablemente nos hace pensar en la infinidad de eslabones perdidos que andan por ahí a la espera de ser desenterrados y digitalizados y remezclados– es que la cita no es una cita a ciegas sino admirablemente fiel y justa y justiciera. Porque, sí, en Bill Fay está la tristeza de Drake, el amor por hombres y mujeres resistiendo la decadencia del imperio británico en los village greens de Davies (ahí está la belleza color sepia de “Methane River” y “Sing Us One of Your Songs, May”) y, de golpe, la potencia visionaria y mística de un Dylan poseído por los santísimos demonios de un Testamento que no es Viejo ni Nuevo sino Diferente. Uno y otro disco muestran la cara y la cruz de un mismo hombre. Y si en la portada del pastoral Bill Fay, el cantautor aparece con el cuidado look de un exquisito dandy neo-edwardiano que parece caminar sobre las aguas de The Serpentine en Kensington Gardens con los barrocos arreglos de cuerdas y vientos de Michael Gibbs de fondo; entonces doce meses después, para el urbano Time of The Last Persecution, Fay se ha convertido –melena sucia y barba desprolija– en el alumno más aventajado del Charles Manson & Rasputín Institute con la guitarra de Ray Russell rechinando como uñas sobre un pizarrón. Está claro que entre uno y otro algo sucedió. Y lo que sucedió fue que Fay se puso a estudiar El libro de Daniel y El libro de las Revelaciones. Y así las delicadas postales del estreno se transformaron en las visiones apocalípticas del trasnoche. Canciones tan amables y sentidas sobre jardines y marineros que se pasan a la Fuerza Aérea y “pollos que sonríen” y ríos que fluyen fueron reemplazados por sermones alucinados sobre la inminente llegada del “Día Omega” y la aplicación del “Plan D”, ciudades mutando en museos, mesías llamando a todas las puertas, anticristos asomándose a todas las ventanas mientras, “en los diarios y en las pantallas de los televisores, otra vez fotos de Adolf” y, por supuesto, las margaritas se marchitan para ya nunca florecer. Todo esto sumado a la tan flamante como enfermiza facha de Fay contribuyó, claro, a una saludable leyenda urbana en cuanto a que Fay se había convertido en una de las tantas bajas del Blitz lisérgico y su cuerpo jamás había sido recuperado de entre las ruinas del sísmico Swinging London. La verdad era mucho más sencilla y acaso dolorosa; y de eso se ocupa con minucioso detalle el mismo Fay, preocupado por el mito que lo convirtió en una suerte de profeta con el cerebro frito, en las abundantes liner-notes de ambas reediciones. Ni Salinger ni Barret: en su momento ninguno de los discos –más allá de que hubieran sido grabados, respectivamente, en un económico solo día de estudio– vendieron lo necesario para continuar la carrera, el sello Decca decidió no renovar su contrato y Cat Stevens –a quien Fay recuerda en más de un momento– ocupó el sitio de cantautor doméstico pero astral. Y Fay se vio obligado a buscar otra forma de vida. Se dice que fue maestro o jardinero o maestro jardinero; y lo cierto es que poco cuesta imaginar a Fay como una variación pop del Mr. Chance de Jerzy Kosinski. Mientras tanto, sus discos eran consagrados por el recientemente fallecido y legendario DJ radial John Peel, tracks selectos eran incluidos de tanto en tanto en antologías psicodélicas (atención: Bill Fay incorpora el glorioso single inaugural “Some Good Advise/Screams in the Ears”, donde se nos autoriza a construir un galpón donde guardar palas y rastrillos), y su nombre comenzaba a funcionar como contraseña para iniciados que –como Julian Cope, Jim O’Rourke y Jeff “Wilco” Tweedy– cantaban y cubrían sus canciones. La revista Mojo predicó la buena aunque extraviada nueva canonizándolo en varias ocasiones como uno de los diez más grandes “excéntricos ingleses” y bendijo a Bill Fay ascendiéndolo al puesto 21 en la lista de los 50 mejores discos “desaparecidos”.

La reaparición –y extática reconsideración crítica de Bill Fay y Time of The Last Persecution– ha obligado al ermitaño a salir de su jardín (las fotos lo descubren con aire de hobbit curtido), a hacer algo de prensa, a acudir a programas de radio a promocionar su tan presente pasado y a responder a preguntas tan pertinentes como inevitables.

“¿Están cerca los tiempos en que oiremos nuevas canciones de Bill Fay?”, le preguntó hace poco, con bíblica reverencia, un periodista. Y Bill Fay –que no ha dejado de componer ni un solo día desde entonces, dicen– contestó como sólo contestan los dueños de la verdad. Como contestan los que se fueron –para bien o mal, papa o perejil– para poder estar de vuelta.

“No”, dijo Bill Fay. Créanle.

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