radar

Domingo, 4 de septiembre de 2005

MúSICA > LAS DOS VIDAS DE DAVID ACKLES

El detective cantante

La vida y obra de David Ackles –universitario, vendedor, peón de circo, vigilante, delincuente y detective– es un verdadero misterio: celebrado cantautor con discos puestos a la altura de Sgt. Pepper y alabado por músicos como Elton John y Elvis Costello, un buen día decidió retirarse del fracaso de ventas y nunca más editó una canción. La edición de sus discos en CD es una buena excusa para rescatarlo del olvido.

 Por Rodrigo Fresán


Mucho tiempo después, en 1999, a los sesenta y dos años, poco antes de que el segundo acto de un cáncer de pulmón lo enviara con su música a otra parte, David Ackles se preocupó por asentar en una de sus escasas entrevistas lo que sigue: “Bueno, las cosas pasan o dejan de pasar por una cuestión de timing. Y yo no siento nada de amargura en ese sentido. Odiaría pensar que la gente me imagina como a una persona resentida por algo que ocurrió hace más de veinte años. Tal vez mis canciones, bastante oscuras, ayuden a formarse semejante idea. Pero no. La verdad es que todo aquello hoy es para mí como si fuera otra vida, algo vivido por alguien quien ya no soy”.

“Lo que ocurrió hace veinte años”, esa “otra vida” a la que se refirió entonces Ackles, no se ha perdido y –si se la busca un poco– se le encuentra. Cuatro discos grabados entre 1968 y 1973 que conforman uno de los legados más asombrosos –un misterio sin resolución, un caso por siempre abierto– dentro de la historia de los grandes song-writers del siglo XX.

UNO Pero antes de todo eso, David Ackles –Rock Island, Illinois, 1937– ya era dueño de un prontuario interesante. Hijo de artistas, Ackles no demoró en conformar un vodevilesco dúo infantil con su hermanita, actuar en películas como el fiel compañero del perro Rusty (un Lassie clase B), superar un período de lírico delincuente juvenil con reformatorio incluido en cinco ocasiones, estudiar sajón en la Edinburg University y volver a EE.UU. para trabajar como peón de circo, jardinero, vendedor de autos usados, vigilante en una fábrica de papel higiénico y detective privado. En algún momento supo que le gustaba la música y que se le daba bien componer canciones. Pero eran canciones un poco raras para la época, para cualquier época. Y así fue como sus jefes en la discográfica Elektra –quienes en principio lo habían contratado para componer canciones para artistas como Cher– decidieron que sólo Ackles podía cantar a Ackles porque no era fácil cantar a Ackles. Canciones repletas de arabescos y melodías debajo de las melodías. Y que, quién sabe, tal vez tuvieran entre manos y entre oídos a un nuevo Leonard Cohen. Y así fue como Ackles grabó piano y voces y la banda de acid-rockers Rhinoceros –donde destacaba el órgano de Michael Fonfara y el bajo de Jerry Penrod– sobregrabó lo suyo y, diez canciones más tarde, resultó que David Ackles (1968) era una obra maestra. Y pocas veces resultó más justo que un debut llevara como título el nombre del debutante. Porque David Ackles era David Ackles y David Ackles era David Ackles. Y –con una portada con retrato difuso detrás de un cristal roto por una bala o por un puño–, ¿quiénes eran estos dos que siguieron juntos en Subway to the Country (1969), American Gothic (su cima creativa de 1972, producida por Bernie Taupin, y a la que más de un crítico definió como “tan revolucionaria como Sgt. Pepper’s...) y el recién editado en CD Five and Dime (1973)? Respuesta felizmente compleja: una voz donde se cruzaban Scott Walker y Neil Diamond, y canciones donde podía suceder cualquier cosa. Violines, coros del ejército de salvación, estallidos histriónicos à la Broadway (pero más Brecht & Weill que Rice & Webber), órganos funerales y pianos fiesteros. Y todas esas historias enteras y todos esos corazones rotos. Porque, desde el vamos, la obra de Ackles se divide en dos grandes grupos. Por un lado están las canciones de amor triste que musicalizarían a la perfección las calles del Revolutionary Road de Richard Yates o el Bullet Park de John Cheever. Escuchar “What a Happy Day”, donde un hombre describe un día perfecto con una voz destrozada; o el clásico “Down River”, donde un ex presidiario se encuentra con una ex novia y le reprocha, en broma pero no tanto, que nunca le haya escrito; o “One Night Stand”, donde un marido infiel fantasea con prolongar una encamada de una noche sin creérselo ni por un segundo; o “Waiting for the Moving Man”, donde, quizás, es el mismo tipo quien ahora espera el camión de la mudanza luego de que todo se haya venido abajo; o títulos que lo dicen todo: “Love’s Enough”, “When Love is Gone”, “I’ve Been Loved”. Y por otro lado están las canciones como short-stories –que recuerdan tanto a Randy Newman como a Aaron Copland, Irving Berlin, Hoagy Charmichael y George Gershwin– y que van desde la saga de los primeros colonos en los sinfónicos y monumentales diez minutos de “Montana Song”, pasan por un desastre minero en Gales en “Aberfan” o la pérdida de la fe en “His Name is Andrew”, se detienen en la parodia a la mística surfera de Beach Boys en “Surf’s Down” y –ni siquiera Warren Zevon, otro más que posible hermano de sangre, se atrevió a tanto– llegar a “Candy Man” para narrar los blues de un veterano de Vietnam con un brazo de menos que pone una tienda de dulces y, en las bolsitas de caramelos, desliza fotos pornográficas para destruir las cabecitas de los hijos de quienes lo enviaron al más retrógrado de los frentes. “Sólo les hice a unos pocos lo que todos ustedes me hicieron a mí”, sonríe el narrador camino a la cárcel.

Todas estas canciones y unas cuantas más compuestas y ejecutadas como files y memorias de un investigador privado siempre al borde de dejarlo todo y cambiar de vida y –como Ackles, cristiano devoto– poder escribir e investigar canciones en las que Dios no aparece y no se encuentra por más que se lo busque.

dos Y durante la última semana he estado escuchando mucho los cuatro discos de Bill Fay –otro náufrago que fue rescatado en estas mismas páginas un domingo atrás– y hasta he disfrutado de los encantos menos obvios de su muy sintetizado álbum perdido Tomorrow, Tomorrow and Tomorrow (sonando casi como un disco de Seru Giran) y he descubierto el eco evidente de las canciones/plegaria para capilla de Fay en los catedralicios hits de Chris “Coldplay” Martin. Todo esto para decir que no resulta nada fácil precisar quién es el nuevo David Ackles. Nadie escribió canciones como las de él después de él. Y tal vez puede discernirse la tenue sonrisa de su fantasma en gente como Rufus Wainwright, Eels o Micah P. Hinson y, sobre todo, Sufjan Stevens (un indie sinfónico del que hablaremos uno de estos días y que se propone editar cincuenta discos dedicados, uno a uno, a la historia de los Estados Unidos de América). Pero, claro, todos ellos son alternativos por vocación y decisión. El garaje o el sótano antes que el living. Mientras que lo que distinguía a Ackles era su ADN sofisticadamente mainstream y con ganas de estar más cerca de Paul Simon que de Lou Reed. Lo más parecido que he escuchado últimamente a David Ackley es –sorpresa– “Man Like Me”, la perfecta canción abriendo el imperfecto The Futurist, debut musical del actor Robert Downey Jr., otro detective cantante.

Tres Y digámoslo pronto y rápido: ninguno de los discos de David Ackles –por más que gente como Elton John y Elvis Costello hayan jurado por su nombre en más de una ocasión– vendió mucho. Así que Ackles se dedicó a otras cosas: compuso música para películas de televisión y ballet, escribió guiones para televisión, escribió un musical sobre la vida y gloria de la célebre y delirante y codiciosa Hermana Aimee (esa que aparece en The Day of the Locust de Nathanael West, uno de los escritores favoritos de Ackles) y montó una exitosa puesta de la Opera de tres centavos, sobrevivió a un casi fatal accidente de automóvil y, dicen los que lo conocieron, estaba siempre de un humor perfecto. En otra entrevista –en la granja de Tujunga, California, donde vivió su segunda vida– explicaba cómo era un día típico: “Me levanto, voy al gimnasio, escribo canciones, camino por las colinas y, muy de vez en cuando, me siento en la cocina a responder preguntas sobre mi pasado. Es una gran vida”. Son demasiadas las veces en que un genio muere sin ser reconocido. Pero pocas veces canciones tan desesperadas fueron escritas y cantadas por un hombre tan feliz.

Algo es algo.

Compartir: 

Twitter

 
RADAR
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.