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Domingo, 11 de diciembre de 2005

MúSICA > DAVE BRUBECK Y PAUL DESMOND: EL ARTE DEL DúO

Solitos los dos

Hace treinta años, mientras los jactanciosos de siempre despreciaban el jazz “comercial”, dos músicos prodigiosos aprovecharon una de las oportunidades más infrecuentes de sus carreras: el hiato entre contratos los encontró a ambos en Nueva York, donde tuvieron la bendita idea de entrar a un estudio para grabar esa música que tocaban juntos, sólo para ellos, en los interludios de los shows que daban en un crucero de lujo. Ahora, en el puerto de Buenos Aires, se acaba de reeditar aquel 1975: The Duets del pianista Dave Brubeck y el saxo Paul Desmond.

 Por Diego Fischerman

Suele suceder. Basta que un músico de jazz sea famoso entre el público general para que “los entendidos” monten su numerito. Si la música es, desde hace unos sesenta años, uno de los datos fundamentales en la conformación de identidad y en la definición de lugares tribales, ya desde la aparición de la radio y del disco hubo dos clases de público: aquel que quería estar donde estaban todos y aquel que buscaba pertenecer a clubes exclusivos. El amante del jazz, qué duda cabe, pertenece a la segunda categoría.

En la teogonía del jazz, la popularidad excesiva es un sinónimo inevitable de ablandamiento estético. En el Olimpo no eran demasiado bien vistas las escapadas de Zeus con las mortales, y tampoco lo fueron, aquí en la Tierra, las aventuras “comerciales” de músicos como Wes Montgomery. “El público de jazz no le dio de comer y yo sí”, se defendió convincentemente Creed Taylor, inventor de esos discos del guitarrista en que tocaba la melodía de éxitos pop, con su característico octavado, sobre una lípida orquesta de cuerdas. Los años ’70 del siglo pasado valoraron, sobre todo, la idea de ruptura; nada bueno podía tener aquello que gustara a los burgueses, se decía, y para garantizar el rechazo de ese sector social se hacían, muchas veces, cosas que no pudieran ser aceptadas por nadie salvo por aquellos que las disfrutaban como pequeñas y contundentes molotov sonoras. Descubrir las revoluciones ocultas detrás de amables apariencias podía resultar, en ese entonces, un trabajo excesivo. Eran épocas en que muchos creían que Bill Evans era apenas un pianista blanco buscando agradar a otros blancos; quienes lo juzgaban eran, por supuesto, blancos y, para más detalles, franceses, y en que nada ofendía tanto como el éxito del pianista Dave Brubeck y su fenomenal cuarteto con Paul Desmond en el saxo alto, que había tenido su punto de eclosión con “Take Five”, un tema del saxofonista. De ahí que uno de los mejores discos de la historia, publicado hace exactamente treinta años y recién reeditado por el sello Universal, haya quedado prácticamente en el olvido.

El cuarteto había nacido en 1951 y duró hasta 1967. Después tuvo otras encarnaciones, con Gerry Mulligan en saxo, y diversas reuniones con Desmond e incluso una, en 1974, con Mulligan y Desmond juntos. El proyecto conjunto de Brubeck y Desmond había empezado antes, en un octeto, cuando el pianista recién salía de estudiar composición con Darius Milhaud, y en 1975 llegó a su síntesis más perfecta: el dúo. El disco se llamó 1975: The duets. Brubeck & Desmond, y fue editado originalmente por el desaparecido sello Horizon ahora parte de Verve. Desmond, que murió dos años después, se jactaba de ser “el saxofonista más lento del mundo” en una época en la que se endiosaba la velocidad y escribía, en las notas originales del álbum: “Los dos estábamos momentáneamente en una pausa entre distintos contratos de grabación, lo que sucedía de manera tan infrecuente como un eclipse solar. Entonces, en el primer momento en que estuvimos al mismo tiempo en Nueva York (lo que sucedía de manera tan infrecuente como un eclipse lunar), entramos al estudio de grabación durante dos días. Y aquí está el disco”.

Todos los temas son baladas, exactas en su preciosismo “Stardust”, “These Foolish Things”, “Koto Song”, entre otras, y particularmente una, una especie de habanera con toques de Ravel bautizada “Blue Dove”, es uno de los puntos más altos de la carrera de ambos. La idea de grabar dúos había surgido de lo que tocaban juntos, para ellos mismos, en los interludios entre los dos shows que realizaban en un crucero de lujo, el S. S. Rotterdam, entre Nueva York y el Triángulo de las Bermudas, “a cambio de camarote y comida”. Desmond decía: “Nunca, en todos los años en que tocamos juntos, habíamos grabado dúos y estábamos un poco resignados a que ésa fuera una especie de nota al pie de página sólo escuchada por los pasajeros y la tripulación del Rotterdam”. Los intrincados experimentos polirrítmicos y politonales de Brubeck, en tensión con la calidez casi displicente de Desmond, con ese fraseo heredado de Lester Young que no le temía al máximo de los lirismos y que se complacía en pensar cada nota como la más importante de un tejido de complejidad exquisita, produjeron, en ese disco, la summa de lo que la crítica prejuiciosa podía llegar a considerar “jazz comercial”. La realidad era, por supuesto, otra: una modernidad que no necesitaba la declamación y, sobre todo, un concepto un poco pasado de moda y según el cual no había motivo para que el Gran Arte y el placer del artista y del público no pudieran ir juntos.

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