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Domingo, 26 de marzo de 2006

CIENCIA > PULPOS, GENIOS Y TERCER MUNDO SEGúN MARCELINO CEREIJIDO

Pobres, pulpos y tentáculos

¿Qué puede aprender el Tercer Mundo de un pulpo? ¿Y de un zorro? ¿Y de los primeros hombres-mono? Marcelino Cereijido –científico y escritor, autor de los extraordinarios La nuca de Houssay y La muerte y sus ventajas, entre muchos otros ensayos tan lúcidos como divertidos– indaga en el flagrante cuadro de analfabetismo científico que padece el 90 por ciento del planeta. Y de cómo la respuesta está en los genios y en los pulpos por igual.

 Por Marcelino Cereijido

Todo organismo necesita interpretar la realidad en que vive. El pulpo “entiende” que eso que nada horizontalmente es un pez y significa “alimento” y desencadena un reflejo velocísimo para atraparlo, en cambio aquello que se hunde verticalmente significa “basura” y ni se molesta. Hasta una ameba capta perfectamente que se puede alimentar de esa bacteria que nada en su cercanía. En cuanto a si entienden que están entendiendo, o procesan la información inconscientemente, no tiene tanta importancia para la biología. El pulpo bien podría enterarse de que si bien ese objeto se hunde verticalmente no es basura, sino un pez vivo al que se le ha dado por nadar de esa manera, pero es tan poco frecuente, que no ha pagado el desarrollo de circuitos neuronales que permitan cazarlos. Al pulpo le ha bastado esa manera única y fija de atrapar peces. También es fácil “cazar” una banana, pues no tiene estrategias de fuga, en cambio un conejo elude, se esconde, hay que poseer un cerebro capaz de manejar modelos dinámicos (en función del tiempo), capaces de predecir y decidir velozmente en una ambigüedad cambiante. Por eso los carnívoros tienen más cerebro por kilo de peso que los herbívoros. Comparada con el zorro, la vaca es una boluda.

Para el momento en que apareció el humano, la capacidad de interpretar la realidad y predecir era ya enormemente compleja y poderosa. Y un buen día, cuando ya había sido Homo sapiens por centenares de miles de años, trató de entender cómo entiende y perfeccionó su manera de manejarse en el caos. Es probable que la conciencia se haya ido desarrollando como artimaña para aprovechar la ambigüedad. Pero sólo para ambigüedades cuya comprensión otorga ventajas. Ninguna mujer de Neander- thal, ninguna matrona romana se enteraron de que “sabían” regular su glucemia, ni qué tenían que hacer para gestar un bebé. A lo sumo, si la falta de azúcar se tornaba grave, el organismo les hacía sentir hambre y, entonces sí, como hay tantas maneras de procurarse alimentos, la situación podía llegar a encenderles la conciencia.

Como todas las cosas de este mundo (estrellas, utensilios, ropa, organización social), la manera humana de interpretar la realidad ha ido evolucionando. Seguramente la selección ha hecho como acostumbra, esto es “extinguiendo” organismos que hacen interpretaciones chapuceras (“No creo que este hongo sea venenoso”; “Aquellos leones dormilones parecen mansitos”) y optando por interpretaciones provechosas (“Sobreviví la hambruna comiendo un trozo de carne que había quedado cerca del fuego. ¿Acaso el fuego impide que la carne se vuelva tóxica?”). Esa selección ha ido extinguiendo los modelos de animismo, en favor de modelos de magia, chamanismo, politeísmo, monoteísmo, hasta que hace muy poco tiempo (tres o cuatro siglos no son nada evolutivamente hablando) ha dado con el modelo de la Ciencia Moderna que, así tomada, no es más que el último modelo de la manera humana de interpretar el mundo en el que vivimos. Consiste en explicar sin invocar milagros, revelaciones, dogmas ni al Principio de Autoridad por el cual algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo diga (la Biblia, el Papa, el padre). Un bioquímico no dice: “Este proceso tiene siete pasos, cinco operados por enzimas y dos milagros”. Tampoco afirma que algo es cierto porque se lo confió Fulano, que es Premio Nobel de Química. Mucho menos pone en la Introducción de su artículo “Este trabajo se originó en una revelación que San Mondongo Mártir le hizo a nuestro director”, así fuera cierto que a su jefe le surgió la idea mientras rezaba en un templo.

Si nos llega un cajón del cual se oyen ladridos, el modelo explicativo será: “Contiene un perro”. Y si un colega propone “hay además un pingüino” lo miraremos con extrañeza y, como argumente “...pues me caen muy simpáticos”, se lo tomará por loco. William de Ockham, monje franciscano acostumbrado a la Regla de Parsimonia de su orden, la introdujo a la Filosofía (“Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem”). Era una especie de navaja que podaba cosas y costumbre superfluas, vanidades y lujos. Ayudó a pulir modelos explicativos, a los que les fue quitando deidades, revelaciones y milagros que, como el pingüino, salían sobrando. “Es que, Señor... dicha hipótesis no me es necesaria”, contestó Laplace a Napoleón, cuando éste le preguntó por qué no había incluido a Dios en sus concepciones astronómicas. Los meteorólogos explicaron rayos y truenos, y con ello la Navaja de Ockham dejó sin trabajo a Vulcano; los botánicos explicaron las plantas y la Navaja cesanteó a Ceres, diosa de la agricultura. ¡Y ni hablar de lo sucedido con Eva, el Pecado Original y el Mesías cuando la navaja antropológica recortó al famoso muñeco de barro, su gloriosa costilla y su osadía de comer manzanas!

Tal como ha ocurrido con cada nuevo modelo, el de la ciencia moderna va superando a los anteriores en eficacia y los extingue. Ni el más iluminado profeta bíblico podría haber calculado con su modelo teológico que arrojando un cohete en tal dirección y con tal fuerza, dentro de ocho años, en un momento muy preciso, podría tomar fotos de los anillos de Saturno.

Así es: la ciencia es una manera de interpretar la realidad. La investigación en cambio consiste en tomar una porción del caos de lo desconocido, explicarlo e incorporarlo sistematizadamente al orden de lo conocido. El ideal es que el científico y el investigador sean una misma persona. Pero tengo colegas que, aunque interpretan la realidad a la manera científica, no se pueden ganar la vida como investigadores profesionales porque carecen de originalidad, y otros que a pesar de ser investigadores brillantes y laureados, tienen una manera de ver el mundo sólo comparable con la que pudieron haber tenido Savonarola y los homínidos de Tanzania. De modo que “investigación” es apenas una metonimia de “ciencia”, como cuando decimos “pincel” para referirnos a un pintor, o “espada” para aludir a un torero.

Herbert Read pensaba que hay una suerte de metabolismo del saber a través de las artes, la filosofía y la ciencia. Señalaba que la geometría surgió en una Grecia Clásica, donde los artesanos ya venían decorando sus vasijas con flores y pájaros geometrizados. Traía a colación que Shakespeare crea un Otelo morochazo y celoso que después retomaría Freud y desembocaría en una psicofarmacología para tratar chiflados. La musicóloga argentina Edith Preston solía explicarme que los esquemas musicales de Occidente surgieron de sensibilidades místicas fenicias, y más tarde Pitágoras elaboraría sobre las escalas partiendo de una base teológica. De hecho mis trabajos de investigación en fisiología celular y molecular van precedidos de ensayos que combinan datos rigurosos con bromas, corazonadas, prejuicios e inclinaciones estéticas llenas de formas, colores y melodías; opino que la hipótesis de Fulano no me late o la demostración de Mengano me huele mal, aunque estos sentidos no estén en juego. La producción científica es fundamentalmente inconsciente. Un genio y un investigador mediocre no se distinguen porque el primero sepa usar tales aparatos y conozca ecuaciones que el segundo ignora, sino porque al primero se le ocurren ideas brillantes, y el segundo es un simple midecosas. La razón entra a último momento, para discutir, convencer, escribir un artículo tramposo en el que se describe algo nuevo como si hubiera emanado de una empresa racional, y luego pelearse con árbitros y editores.

Cuando los sociólogos, politólogos, psicólogos y artistas ofrecen explicaciones sobre una civilización, una revolución, una neurosis, esculpen, filman o escriben una novela, no suelen apartarse de los cánones científicos. Cuando los filósofos y psicoanalistas discurren sobre los mecanismos del pensamiento y las neurosis, no invocan milagros, revelaciones, dogmas ni el Principio de Autoridad y, en tanto procedan de ese modo, serán científicos para mí. Por suerte, los historiadores, sociólogos, psicólogos ya hacen caso omiso del epistemólogo que trata de censurarlos porque no explican un genocidio, la angustia de muerte o la zoofilia pesando el cerebro, registrando las formas del cráneo, ni midiendo variables físicoquímicas. Aunque su propósito sea captar el espíritu de una época o la belleza de un rostro, descifrar alguna creencia ancestral o discurrir sobre el alma gitana, Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Vincent van Gogh, Piet Mondrian y Federico García Lorca aparecen como profundos investigadores científicos, aun teniendo en cuenta que manejaron impulsos estéticos, emociones, fantasías y personajes ficticios. Richard Wagner recurrió ni más ni menos que a dioses nórdicos para indagar su mente, y hasta para vaticinar el porvenir de su cultura. Quijotes, Tartufos y Complejos de Edipos son, en cierto modo, modelos teóricos análogos a las supercuerdas y quarks de colores que inventan los físicos. Carece de toda importancia que los primeros deseen construirse un batiscafo para sumergirse en el espíritu humano, y los segundos intenten desentrañar los fenómenos cuánticos que pudieran haber ocurrido un minuto después del Big Bang. No sé qué habrá pensado Federico García Lorca cuando escribió el caballo azul de la locura, pero es claro que cuando decimos “caballo” evocamos algo más que la familiar figura del mamífero ungulado y herbívoro. Puede recordarnos las cabriolas de un corcel de Théodore Géricault, u otro tascando el freno como en las estatuas de San Martín, o al del verdulero de nuestra infancia. Nuestro archivo “caballo” contiene mucho más material del necesario para decir “hicimos una cabalgata”. En cuanto a “azul”, hace una diferencia que nuestra abuela salga vestida de azul, o que la hayan visto enfundada en un fucsia chillón. Tengo amigos que le han puesto a su hija el nombre Azul porque les suena bien, y no porque la nena haya nacido cianótica. El archivo “azul” que maneja nuestro inconsciente atesora muchísimos más datos, sensaciones y evocaciones de las que necesitamos para pedir “alcanzame la taza azul”. Pareciera que los poetas recogen esos significados que sobran del corazón de las palabras y los combinan en deliciosas metáforas. Los investigadores operamos de una manera no muy distinta.

Pablo Picasso ha dicho “Yo no busco, encuentro”. De ser así, estaríamos frente al procedimiento opuesto al de los investigadores científicos. Nadie va a conseguir millones de dólares para construir un acelerador de partículas de veinte kilómetros de diámetro, o le va a introducir un catéter en la carótida a una persona y lo va a hacer progresar hasta una arteria de la base del cerebro para ver qué encuentra. Mucho antes de iniciar siquiera la construcción del acelerador o planear la introducción del catéter, el investigador debe tener una idea muy avanzada de lo que busca. Por supuesto, luego habrá sorpresas, pues la realidad es muchísimo más rica que nuestros modelos. Cuando alguien nos viene con “¿Sabía usted que a baja concentración y en condiciones de Ph alcalino, el calcio aumenta la permeabilidad al sodio de la piel de rana, pero no la permeabilidad al cloro?” salimos del paso con un fingido “¡Oh!” así, de pura cortesía, y tratamos de olvidar a la velocidad del rayo, porque no tenemos la menor idea de cómo convertir esa información en conocimiento, no cuaja con ningún modelo que estemos elaborando.

Desafortunadamente, los textos siguen dando por sentado que la ciencia comenzó hace 3 o 4 mil años con babilonios, egipcios y griegos, pues, para cuando aparecieron aquellas culturas, el cerebro humano sabía hacer las siguientes monerías: (a) generaba modelos dinámicos de la realidad; (b) tenía una memoria formidable, con capas inconscientes de distinta accesibilidad; (c) captaba duraciones con una flecha temporal de pasado a futuro; (d) transformaba el tiempo real en tiempo mental. Podía narrar su vida en unos minutos, o pasarse el resto de sus días describiendo y volviendo a describir un rayo que duró fentosegundos pero mató a un compañero parado a medio metro; (e) tenía un lenguaje; (f) así como las plantas son seleccionadas por su capacidad de fotosintetizar y las vacas de digerir celulosa, el hombre había hecho del conocer su herramienta evolutiva, y era seleccionado con base en dicha capacidad; (g) se había seleccionado un ser humano creyente, pues otorga una enorme ventaja que no sólo incorporemos lo que nosotros mismos hemos visto y oído, sino lo que nos narraron nuestros padres, maestros y la sociedad entera. Yo por ejemplo no presencié la emergencia de los Andes, ni conocí personalmente a Asurbanipal, ni estuve en la Primera Guerra Mundial, pero los tengo incorporados a mi patrimonio cognitivo; (h) también había venido evolucionando la manera de transmitir el patrimonio cognitivo a través de la crianza y la docencia. ¿Qué son el Teorema de Pitágoras y la Teoría de la Relatividad comparados con la habilidad de un cerebro de oler una madreselva y traer el recuerdo de la abuela, su voz, su sonrisa, sus budines, el patatús que se la llevó? De hecho, nuestra especie ha triplicado el tamaño del cerebro en apenas dos millones de años, esto es, mucho antes de que hubiera ciencia. La paleontología encuentra que no fue un progreso gradual, sino en unos pocos “accesos”, el último de los cuales ocurrió hace apenas 100.000 años.

Hoy la Humanidad se ha partido en un 10-15 por ciento (el Primer Mundo) que tiene ciencia, y en un Tercero 85-90 por ciento en el que la gente produce, se desplaza, se comunica, se cura y se mata con aparatos, vehículos, teléfonos, medicamentos y armas que inventaron los del Primero, y por supuesto se hunde en miserias, corrupciones y dependencias. Pero el analfabetismo científico es en realidad mucho más grave, porque cuando a una sociedad le faltan alimentos, agua, vivienda, sus miembros son los primeros en señalar la falta con toda exactitud; en cambio cuando les falta ciencia, no pueden entenderlo ni siquiera cuando se les explica. Para analizar dichas sociedades, sus historiadores y politólogos son capaces de traer a colación batallas, presidentes, dirigentes, pero en un siglo XX que ha visto descifrar el átomo, la molécula de DNA, el avión, el teléfono, la cirugía cardiovascular, ni siquiera se percata de que se estaba forjando un país al que cada tanto el nazicatolicismo castrense le demuele el aparato educativo. Es que su realidad es muy simple: sólo tiene una variable, la económica. Su modelo explicativo es una Patria Bolichera. Lo dicho: todo organismo sobrevive si interpreta eficientemente la realidad en la que vive. Hoy por hoy los modelos más eficientes son los científicos. Un pueblo no es dependiente por el solo hecho de carecer de dinero, sino cuando hay otros que saben más que él sobre su realidad. Si quienes mejor entienden la realidad japonesa no fueran los japoneses, sino los belgas o los canadienses, Japón sería un país subdesarrollado aunque por el momento les saliera el dinero por las orejas como sucede en algunos emiratos.

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