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Domingo, 11 de junio de 2006

CELEBRACIONES > MARILYN CUMPLIRíA 80 Y HUGH HEFNERLOS CUMPLIó

Hola, Muñeca

El mes pasado, Marilyn Monroe hubiera cumplido 80 años. Pero el que sí los cumplió fue Hugh Hefner y los festejó a lo grande. Lo más curioso es que no sólo la efeméride los une: el Sr. Playboy ya compró el nicho al lado del de la diva para pasar la eternidad a su lado.

 Por Rodrigo Fresán

Hace un par de jueves, Marilyn Monroe habría cumplido 80 años. A los fanáticos y/o adictos a los números redondos, la efeméride pareció conmoverlos o hacerlos sentirla como algo digno de importancia. A mí, la verdad sea dicha, me parece un poco terrible esa insistencia un tanto sádica de los vivos (quizá se trate de la más irracional de las envidias) de obligar a los muertos a seguir cumpliendo años y, de algún modo, continuar envejeciendo por las décadas de las décadas, amen u odien. Hoy son los menos quienes dicen “lleva muerto X años” y más los que se escudan con un “tendría X años”. Ahora que lo pienso, es probable que todo esto no sea más que otro de los múltiples síntomas de esa enfermedad mortal conocida como tanatofobia o “miedo a morirse”.

Primera foto conocida de la actriz. En el reverso se lee: “Yo cuando era muy pequeña”.

Y ya que estamos en plan sincero y confesional, voy a decirlo ahora para explicarlo más adelante: nunca me cayó bien Marilyn Monroe.

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Lo que no impidió que –por prepotencia de trabajo– me diera una vuelta por el Palau Robert, a un par de calles de mi casa, donde se presenta la exposición Marilyn y el cine. Allí, Maite Mínguez Ricart y Lluís de Val –coleccionistas españoles de memorabilia y parafernalia marilynesca desde que tenían quince años y hoy matrimonio orgulloso y dueño del que para muchos es el botín rubio más exhaustivo del mundo– exhiben sus trofeos. La muestra promocionaba también el libro/catálogo adhoc titulado Marilyn íntima (RBA), firmado por Víctor Fernández y con un prólogo muy breve de Paul Preston –apenas unas líneas– para que al fantasma de Marilyn no le cueste demasiado memorizarlo, supongo. Mínguez y Val, durante la inauguración, se mostraron orgullosos pero –como todo coleccionista– insatisfechos: todavía les falta el Golden Globe de 1960 y lo que consideran la figurita más difícil del álbum: el vestido casi cosido al cuerpo que su heroína llevó en 1962 para cantarle el “Ha...ppy Birth... Day... Mister... Pressssidentttt” a JFK.

Copia única del célebre vestido flotante diseñado por William Travilla para la secuencia clave de "La comezón del séptimo año". El original volvió al estudio terminada la película y fue adquirido por la actriz Debbie Reynolds.

Y hay algo de tumba antigua y egipcia en todo esto. El concepto de que sean las pertenencias las que cuentan la historia del alma ausente. Y paseándome por las vitrinas –abriéndome paso entre la multitud– y viendo las más de 200 piezas, sucede algo interesante que quizá sea mérito de la diva: los artefactos –vestidos de película, fotos de bebé, agendas privadas, los vasos rituales de la ceremonia matrimonial con Arthur Miller, un cenicero de corte étnico adquirido en Cuernavaca donde ella ponía a dormir sus pastillas para dormir, la balanza en la que se pesaba todas las noches, peines, cigarreras, gafas, postales– funcionan más como accesorios de Barbie que salió de farra que como mementos mori de estrella fugaz. Marilyn Monroe no funciona bien como carne de museo porque parece cada vez más viva con cada hora que pasa y con cada minuto que se la ha dejado de ver viva o en vivo o en directo. Lo mismo ocurre con James Dean, con quien Marilyn Monroe tiene más de un punto en común. La muerte joven y trágica, sí; la compulsión un tanto idiota de atribuirles talentos exagerados. Ya se sabe: Marilyn Monroe era una actriz genial pero no la dejaron desarrollarse salvo en ese santuario para intensos que siempre será el Actor’s Studio (y ay ay ay esa foto tan triste que la muestra en traje de baño y “concentrada” en el Ulises de James Joyce); James Dean era un sublime intérprete a la hora de los bongós y, seguro, no demoraría en ser un gran poeta o pintor. Pero lo que más los une es el monstruoso talento para fotografiar mucho mejor de lo que actuaban. De este modo un James Dean caminando por Times Square o una Marilyn Monroe congelada in situ y con la falda levantada por el aliento subterráneo del metro siempre valdrán más y funcionarán mejor –un Oscar al Mejor Poster por cabeza– que todos esos tics llorones y risibles mohines en la pantalla que tanto daño les han hecho a los chicos sensibles y metódicos y a las rubias automática e indiscriminadamente taradas desde entonces y para siempre. Ni siquiera Madonna –una Marilyn fría y cerebral y vengativa y cabalística– ha conseguido debilitar la fortaleza del cliché oxigenado.

Es así como Marilyn Monroe –hueca y rellena al mismo tiempo, aterrorizada en vida por cada gramo que engordaba y por la memoria de su madre loca y una infancia dickensiana– es alimento perfecto para sus miles de reinterpretadores. Lista interminable que incluye a Andy Warhol, Norman Mailer, Charly García, Truman Capote, Joyce Carol Oates, el Tommy de Ken Russell/The Who, el Arthur Miller de la vengativa After the Fall, el Michael Chabon de Wonder Boys (ese abriguito de la discordia que no está en la colección de Mínguez & Val), James Ellroy, Elton John (que le cambió la letra a “Candle in the Wind” para adecuarla a la “English Rose” en el funeral de Lady Di) aquel momento inolvidable de Wayne’s World, uno de los mejores episodios de la nunca del todo bien ponderada serie Crime Story, Melanie Griffith, Anne Nicole Smith y, ahora mismo, cualquier chica de provincia que sueña con conquistar Hollywood mientras se tiñe de rubio platinado.

El mito de Marilyn Monroe –secreto y exhibicionista al mismo tiempo– no ha dejado de crecer y de fortalecerse y elijo al azar una entre las 17.200.000 entradas y sumando en Google y leo esto: “¿Por qué Marilyn Monroe es hot y cool y Elizabeth Taylor no? Respuesta: Porque Monroe está muerta, imbécil”. Y es verdad: hoy Marilyn Monroe sería carne de reality-show, ese género que, involuntariamente, casi inventó allá lejos y hace tiempo.

YACE

Agendas personales y la mesa de luz tal como fue encontrada por la policía el día de su muerte.

Y una de esas casualidades que tanto fascinan y tan útiles le han resultado a Paul Auster (quien se llevó el premio Príncipe de Asturias el mismo día en que Marilyn Monroe cumplió sin cumplir, sin llegar a tiempo, según era su costumbre, 80 años y también el mismo día en que murió Rocío Jurado, cuya coqueta lápida le resta dos años de edad y quien a partir de ahora seguirá soplando más cirios que velitas) hizo que la misma semana de las renovadas pompas fúnebres de Marilyn Monroe y la inauguración de la muestra llegara a Barcelona otro extraño pasajero. Así, las ocho décadas de Marilyn Monroe –portada del número 1 de Playboy, 500 dólares por los derechos de reproducción del desnudo de “Mona Monroe” para un almanaque de garaje e inventar ahí mismo el concepto de centerfold, de poster central desplegable– coincidieron con las verticales y erectas ocho décadas de Hugh Hefner. El Gran Conejo –y un puñado de conejitas neumáticas posmarilyn– pasó por Barcelona para armar una de las fiestas mundiales con las que, durante todo el 2006, celebrará el milagro de su vigencia y, supongo, del Viagra. El festejo fue en la Casa Batlló, diseñada por Gaudí, y hoy propiedad de una célebre fábrica de chupetines ibéricos. ChupaChups, se llaman. Muy apropiado. Y a no olvidarlo: en Los caballeros las prefieren rubias –para muchos su mejor película– Marilyn Monroe dice aquello de: “Es la historia de mi vida: a mí siempre me toca la parte del chupetín llena de pelusa”. Y no es azar que sus dulces iniciales sean M & M. Y sépanlo: Hugh Hefner tiene comprado desde hace tiempo el nicho del Westwood Memorial Park ubicado junto a la estrella “para dormir a su lado”. Y Richard F. Poncher, inquilino que yace en la tumba de encima de Marilyn Monroe desde 1986, siempre estuvo enamorado de la actriz y pidió, como última voluntad, ser enterrado boca abajo “para así poder pasar la eternidad contemplando a la estrella”.

NORMA JEAN MORTENSON

El crítico del New Yorker Anthony Lane comentó, certero, que “la Industria Marilyn está tan embebida de sus crack-ups –agitando a la pobre mujer escuchamos el inconfundible sonido que hace un frasco de somníferos– que se nos hace difícil el ver que su pathos es, en realidad, de tercera clase y que sólo funciona gracias a su contexto y a alguna que otra escena en alguna que otra película”. De acuerdo: sentir pena por Marilyn Monroe –considerarla una víctima del sistema– es tan absurdo como tenerle lástima a cualquier otra celebridad que hizo lo que se le cantó hasta que le falló la voz. Mucho peor la pasaron los también disfuncionales y suicidantes Van Gogh y Nick Drake y John Kennedy Toole.

Vasos con iniciales utilizados por Marilyn Monroe y Arthur Miller para su boda siguiendo el rito judío.

Y tal vez el gran factor que vuelve a Marilyn Monroe algo inolvidable –o imposible de olvidar aunque se quiera– haya sido su talento en vida para organizar el casting de sus días como un sinfín de personajes secundarios de primera (los Kennedy, Frank Sinatra, Joe Di Maggio, Arthur Miller, los ya de salida Clark Gable y Montgomery Clift, y mi favorito absoluto: el artista torturado y mediocre pero perfecto y discreto confidente y rufián Peter Lawford quien, profético de rebote, la presentó en aquella velada cumpleañera y presidencial de 1962 como “the late Marilyn Monroe”, jugando con el adjetivo que equivale tanto a llegar tarde como a estar muerta y con quien, dicen, habló por teléfono antes de quedarse dormida para siempre) y una vida más allá de la muerte rebosante de teorías conspirativas, biografías demenciales y conjuras varias que, en cualquier momento, la señalarán como descendiente directa del linaje de Jesucristo. Es decir: Marilyn Monroe como perfecta fábula más o menos moralizante, como noche mil y dos, como Código M. M.

(1926-1962)

Marilyn Monroe en la balanza: su peor enemiga hasta el último día.

Del otro lado, aquí, está la realidad. Una joven de pueblo chico que tenía la fantasía de ir desnuda a la iglesia “para que Dios y todo el mundo me vieran; tenía que apretar los dientes y sentarme encima de mis manos para evitar desnudarme”. Una mujer que llegó a ser el sueño húmedo de la humanidad, pero que no podía conciliar el sueño ni conservar sus parejas: la rubia los prefería caballeros, pero no hubo caso salvo con el deportivo y fóbico a Hollywood y ultraceloso Joe Di Maggio, tal vez el único que la quiso en serio y de verdad. Una actriz graciosa en películas buenas, una mala actriz en películas excelentes y –muy de tanto en tanto, en una escena suelta o en un impar número musical– el raro milagro de la autoparodia elegante y el reírse con ganas de sí misma y, sí, la súbita y tan deseada desnudez ascendiendo a chispazo de algo que pudo ser y nunca fue fuego. Porque la verdad es que a ella no le interesaba que fuera: Marilyn Monroe llegaba tarde a las filmaciones, había que darle guiones “especiales” que sólo contuvieran sus parlamentos para que “no se confundiera” y es sabido que cuando Billy Wilder (quien ya le había informado que el culo de Tony Curtis era mejor que el de ella, a lo que ella respondió: “Pero mis tetas son mejores que las de Tony Curtis”) le dijo, después de la toma número 83 de una sola línea de diálogo, que no se preocupara, Marilyn Monroe lo miró fijo con sus ojos de Bambi estrábico y encandilado por las luces del set y le preguntó con esa vocecita de juguete tonto: “¿Preocuparme de qué?”.

Y eso y esto es más o menos todo: anécdotas, trapos, pelusa de chupetín, objetos personales elevados a reliquias históricas, y la admirable imposiblidad de decirle “adiós, muñeca”.

Las ilustraciones de estas páginas salen del libro Marilyn íntima de Víctor Fernández.

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