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Domingo, 11 de agosto de 2002

ORIENTE

Modernidad garantizada

Tras 50 años de trabajo, el japonés Takeshi Iwamiya acaba de publicar un libro sobre objetos japoneses de casi mil imágenes. Ante la imposibilidad de reproducirlo entero,
Radar invitó a Amalia Sato para que explicara por qué este
monumental catálogo visual es una prueba incontestable de la modernidad que impera en Japón desde hace diez siglos
–y que Occidente viene copiando desde hace cien años–.

Por Amalia Sato
Un joven diseñador hojea en Buenos Aires, en su impecable departamento, un libro impecable: en escalas arbitrarias, imágenes en blanco y negro de objetos artesanales y artísticos, de la que sigue siendo la tendencia más universalmente moderna, el diseño japonés. El libro se titula KATACHI (Forma), y su autor Takeshi Iwamiya le dedicó 50 años de elaboración. Sólo los limpios objetos, los pulcros recortes de su visión, sin ninguna presencia humana. Un catálogo inanimado y clasificado según siete materiales: papel, madera, bambú, fibras, pizarra, metal y piedra. Allí comienza la ilusión de un viaje: Tokio como puerta de entrada a una geografía donde todo se leería como límpido signo de contorno nítido –una metodología de la que careció el pobre Pierre Loti, que se dejó avasallar visualmente por las muchedumbres, sin disfrutar de ese milagro de un Japón sin japoneses–. Un placer que se consigue repasando las páginas de los libros de semiótica visual.

Ya Fosco Maraini (padre de la escritora Dacia Maraini y japonólogo renombrado), pionero en el género “libros de un Japón para ojos de diseñador” (su Japan: Patterns of Continuity es de 1971), cámara en mano había descubierto familias de líneas y formas en los arrozales, los techos de las aldeas, los portales, las sombrillas, cuya riqueza infinita lograba ordenar según la morfología del ideograma –el hecho central para él en la cultura japonesa y china–. A tal punto así lo percibía que proclamaba “en una civilización ideográfica, una suprema y ubicua orgía de formas tiene lugar perennemente, y todo tiende a convertirse en un engranaje suavemente entrelazado, una elegante cópula colectiva”.
En otro libro clásico, El imperio de los signos, Roland Barthes rendía culto a un “signo admirablemente determinado, arreglado y ostentado”, que disciplinaba la ciudad, los gestos, los rostros, los objetos –en la edición original de Skira, cada capítulo precedido por una foto, en sobria imantación–.
Libros de fotografías espectaculares que incursionan y clasifican los diseños textiles, los signos y símbolos, el uso del bambú, las decoraciones occidentales con touch japonés, los colores, el uso del blanco y el azul, los objetos ceremoniales, los envoltorios, las ofrendas.
El amor de Occidente por Japón que se inicia a fines del siglo XIX continúa: Toulouse o Klimt con sus colecciones de kimono, la sala japonesa de Whistler, los relatos de viaje de los diplomáticos donde la mención de los barrios de placer y las geishas era la prueba de su sensibilidad decadente, el jardín de Monet, la veneración a su arquitectura por parte de Frank Lloyd Wright, Bruno Taut o Le Corbusier, y tantos etcétera, y ahora en nuestros bazares y al alcance masivo los jardines zen en miniatura, los juegos de palillos y tazones, las lámparas de papel y tantos otros objetos considerados el toque sofisticado de una cotidianidad más espiritual, tan apreciados como a comienzos de siglo otras japoneries.
El descontrol decorativo de las primeras etapas de la Revolución Industrial en Occidente, producto de la maravillosa facilidad con que las máquinas reproducían cualquier tipo de ornamentación, instaló una repugnancia por los objetos diseñados con un desdén por su carácter funcional. Fue en 1862, en ocasión de la Gran Exposición Internacional de Londres, cuando por primera vez se mostraron objetos artísticos y artesanías japoneses, de la colección de Sir Rutherford Alcock. Éste, en su libro Art and Art Industries in Japan, planteaba las peculiaridades del sistema estético japonés: su preferencia por las diagonales y la asimetría, y la perfección de la realización de los objetos que sostenía su simplicidad. Las banderas que, contra la fealdad de los objetos industriales, levantó William Morris desde su movimiento Arts and Crafts, a mediados del siglo XIX, la invitación de John Ruskin a estudiar e imitar las formas de la naturaleza, y los postulados de la Bauhaus de respeto por los materiales, máxima simplicidad en la forma y expresión de la función mantienen desde ya hace siglo y medio su vigencia, auspiciando el constante retorno a Japón, y confirmando la sentencia fastidiada de Henri Michaux en Un bárbaro en Asia: “Hace diez siglos que el japonés es moderno”. Y ésta: hace siglo y medio que Japón es inspiración de la modernidad de Occidente.

¿Cuáles son algunos datos para probar el misterio de la sentencia de Henri Michaux? El lugar común constata que la estética japonesa aligera y refina la pesadez de los cánones chinos; lo sorprendente es que logre una unificación en las artes y en las artesanías que provoque tal reconocimiento visual instantáneo e inmediato. Una cultura que respeta la superficie del suelo, a la que mantiene impecable, pues vive y duerme sobre el piso, cubriéndolo de esteras (los tatami, de 1 metro por 2 aproximadamente), y adaptando su visión a este punto de vista sin piernas, ni patas de muebles, ni paredes. Que por las creencias Shinto asume un animismo que reconoce espíritus (a los que denomina kami) tanto en la potencia de los objetos animados como aquellos inanimados, dedicándoseles ceremonias funerarias a los viejos utensilios que se desechan. Ya a partir de Nara, los descubrimientos que hacían sus artistas que coincidían con aquéllos de las vanguardias estéticas en el siglo XX. La gestación de un estilo caligráfico nuevo, y la creación del silabario hiragana, gracias a la intervención de las mujeres de la Corte, con las formas abiertas, en el desafío del círculo y el aprecio por una coreografía corporal que une la letra a la pintura. Las operaciones que se afirman a partir del siglo XIV: el deleite por la asimetría, la ubicación intuitiva, los colores impuros, las sombras tenues o el dominio de los materiales y su tratamiento honorífico por sobre la mano servicial del artesano, las cuales materializan sin contradicciones la puesta en práctica de una filosofía zen, y precisamente en un período de terribles tensiones, Muromachi (1392-1573), cuando de la interacción entre shogun, samurai y monjes zen surge un orden refinado y alto fundado en el reconocimiento de lo humilde y lo rudo, la valoración por la cultura de los desclasados y sus gustos bizarros, resultando el desarrollo de un primitivismo deliberado y osado. Una línea que recién Gauguin, Picasso o Dubuffet emprenderían. De la potencia del ritual chanoyu, juego social que hábilmente se convirtió en reservorio de las prácticas del pasado (caligrafía, etiqueta, arreglo floral, arquitectura, jardinería, repostería, retórica), la resignificación y la recuperación intencional de objetos. De una geografía de terremotos y tifones, y estaciones bien diferenciadas, la conciencia de lo transitorio, la simplicidad funcional, la adaptabilidad. De los pequeños habitáculos, la choza del monje medieval, imitada en la casa de té, el aprecio por lo compacto y los módulos intercambiables, la meticulosidad en los envases y la maestría en la creación de objetos portátiles, la elección de los materiales por sobre la elaboración de un lenguaje nuevo total. De 250 años de política feudal de rígida separación de clases y de aislamiento durante el período Edo, mientras Occidente se embarcaba en la Revolución Industrial, una formidable unificación y originalidad en la cultura urbana, con un rigor en la codificación y un desarrollo de una complejísima cultura del color que respondía a las apetencias de las distintas clases y las censuras a ellas impuestas. Ya en los grabados de Hiroshige, los encuadres que anticipaban todas las tomas de un bello Japón. Sentencia cierta: todo lo que atrae al extranjero es Pre-Meiji, no cristiano. Otra: todo sobrevive en la moderna vida cotidiana.

Vale la incursión en la terminología japonesa. Un japonés maneja poco más de diez conceptos para calificar un hecho estético: sus definiciones por percepción intuitiva, en función de un contexto, son susceptibles de contradecir una lógica, pueden emplearse simultáneamente, son elusivas, emocionales, y frustran una ortodoxia, de allí la contradicción de una mecánica repetición de las artes medievales japonesas en la que tantos se aplican. Lo cierto: la movilización ante lo bello es situacional, y parte de una superposición inédita: ¿en qué otra lengua coinciden en la misma palabra la idea de lindo y limpio? Hay doce conceptos básicos que se van bifurcando siempre en dos dimensiones, una aristocrática, medieval, manejada en situaciones de “alta cultura”; otra popular, terrenal, de “baja cultura mundanal”: MA (intervalo artísticamente ubicado en tiempo o espacio, ausencia de sonido o color, vacío significante que marca el ritmo de un diseño), YOJOO (tonos, significados oblicuos, alusiones sutiles, dicción críptica), YUUGEN (misterio, oscuridad, profundidad, ambigüedad, calma, transitoriedad y tristeza, algo demasiado profundo para ser comprendido), WABI, concepto clave de la ceremonia del té (alegría por una vida alejada de los problemas mundanos, belleza serena y austera), SABI (belleza fría, resignación, soledad, tranquilidad con un toque plebeyo, desolación, pátinas del tiempo, aprecio por el ciclo orgánico natural), SHIBUI (sutil, profundo, recatado, sobrio), OKASHI (encantador, delicioso, sentimiento ligero, cómico, risible), FURYUU (refinado, sofisticado, el gusto del connaisseur), IKI (concepto según las pautas de la región de Osaka) / SUI (concepto en versión región de Tokio), (belleza chic, urbana, con matices sensuales, lo propio de alguien próspero no apegado al dinero, que disfruta de los placeres sensuales pero no está dominado por los deseos carnales, que sabe de las intrigas de la vida mundana pero no se deja atrapar por ellas, que comprende simpatéticamente los sentimientos humanos adaptándose elegantemente a las situaciones), SUKI (elegancia más allá de los estándares convencionales, lo inusual, heterodoxo y herético), MONO NO AWARE (apreciación de lo efímero de la belleza, melancolía suave, acompañada por notas de admiración y alegría, o dolor y tristeza), MUJOO (nota de impermanencia, captación de la mutabilidad). No hay fronteras entre estética, etiqueta, ética y filosofía para dar cuenta de estos criterios que fluyen uno hacia el otro.

Hay un libro grato que todavía se mantiene con reediciones constantes, y que predispuso a leer lo japonés como una suspensión espiritual, ahistórica, de exclusivo recogimiento estético: el libro de Tenshin Okakura Kakuzo (1862-1913), escrito en 1906 en inglés con el título tan actual por lo temático The Book of Tea. Okakura, que durante sus últimos años se desempeñó en la Sección Oriental del Museo de Bellas Artes de Boston, hizo de la ceremonia del té, chanoyu, una bella arte aplicada comprensible a Occidente. De un modo didáctico logró explicar a los extranjeros el hecho estético que marcó un antes y un después en la historia del arte japonés, reorientando el diseño en una dirección por la que Occidente siente fascinación.
Pero lo que era una estética nacional, mediante una sofisticada metamorfosis de apropiación, ha devenido estilo internacional. Para desconcierto de algún orientalista, Japón ya se lee como tendencia, con la velocidad que esta palabra o la palabra moda imponen a las digestiones culturales. Y con mayor o menor éxito cualquiera puede ejercer esos trazos de un estilo japonés: si lo logra, todavía en el siglo XXI, conseguirá ser tildado con la gloriosa calificación de moderno: menos es más. Modernidad sin metafísicas ni interferencias, modernidad que es despojo gozoso y pulcro. Otra vez Michaux: “El estilo ultramoderno está hecho para el japonés, o más bien era el suyo con otros materiales”.
Sin embargo ya existe un pequeño librito que sirve de contrapeso a tanta pulcritud (de Kyoichi Tsuzuki, Tokyo: a certain style): en tiempos en que los adolescentes suelen llevar sus coquetos set de limpieza, con los que repasan las superficies de mesas y sillas para precaverse de posibles contagios, ya está la denuncia, la protesta ante tanto esteticismo, la prueba en pequeñas fotografías de la verdadera cotidianidad en las rabbithutch (las conejeras, al decir americano) donde viven la mayoría de los japoneses: espacios atiborrados de objetos apilados, el desorden de las cocinas, la acumulación de la ropa en percheros; el autor advierte premonitorio: el verdadero estilo japonés (cockpit effect, el efecto cabina) que le aguarda a la mayoría de la hacinada humanidad urbana. El estilo del futuro.
Pero, curioso, aun allí nuestro ojo está entrenado, incluso en medio del caos descubre un espacio pacificador: en un estante, en la superficie de una mesa, en un rincón de pared, habrá algo que haga destellar la claridad de un tokonoma. La misión de la técnica fotográfica que rescata altares estéticos incluso en medio del caos se cumple. Como en todo buen viaje, la necesaria dosis de desilusión nos hará descubrir, como Van Gogh, que ese Japón que nos transporta está en Arles, y puede existir también en Buenos Aires.
Para empezar sólo basta comprender el viejo dicho budista: “Medio tatami si estás despierto. Uno si duermes” (Ningen wa okite hanjoo. Nete ichijoo).

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ZOORI Sandalias con tiras de cuero cubiertas con junco trenzado. Los primeros zoori se desarrollaron a partir de los geta (calzados con base de madera) en el período Kamakura (1185-1333), llegando a su actual forma en el período Edo (1600-1868).
 
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