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Domingo, 11 de marzo de 2007

ESPECIAL SORIANO > REPERCUSIONES Y POLéMICA

Aplausos y autógrafos

La semana pasada, el periodista y profesor Germán Ferrari aportó un dato insoslayable en el debate desatado alrededor de la veracidad de una visita de Soriano a la Facultad de Letras: la cobertura periodística que tuvo el hecho. En efecto, Soriano estuvo en esa facultad y la organizadora de aquella entrevista cuenta su visión de aquel encuentro.

 Por Hinde Pomeraniec

Mi bobe Rebeca no sabía muy bien cuál era el día de su cumpleaños. Agobiada por las asimetrías de los calendarios, conocía la fecha hebrea que había celebrado hasta su llegada a la Argentina pero no su par gregoriana, de modo que cuando con la inclemencia propia de los nietos se lo preguntábamos, respondía siempre lo mismo: “Más o menos por agosto”.

Algo similar a aquel agobio producto del exilio de mi abuela parece repetirse ahora cuando trato de recordar, tantos años después, un episodio que estruja polémica desde hace semanas; una discusión de a ratos hiriente y de la que recién me puse al tanto el domingo pasado, en una actualización vertiginosa obligada por las vacaciones y la ausencia de algunas lecturas cotidianas. Pues bien, como diría la bobe, fue más o menos por agosto de 1991 cuando le propuse a la Secretaría de Extensión Estudiantil o al Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras (ahí vuelvo a no estar segura) llevar adelante un ciclo de charlas públicas con escritores.

Por entonces yo era docente de la cátedra de Teoría Literaria III que comandaba Nicolás Rosa y trabajaba como periodista en el suplemento cultural de Clarín. La idea era llevar a nuestras aulas a algunos narradores para que contaran secretos de la cocina de su oficio. Sin demasiadas ambiciones pusimos como título de ese ciclo “Conversaciones en Puán”.

Los escritores invitados fueron cuatro y su enumeración hoy se aparece tan poderosa como en ese momento, o más. Eran César Aira (cuando todavía daba entrevistas en la Argentina), Adolfo Bioy Casares, Rodolfo Fogwill y Osvaldo Soriano. Por la importancia de los protagonistas, el ciclo se divulgó con amplitud en la facultad y debido a mi trabajo en Clarín las charlas con Aira y con Soriano fueron reproducidas por Cultura y Nación, el suplemento que entonces dirigía Jorge Halperín.

Más datos: a Aira lo entrevisté sola, pero para llevar adelante los otros reportajes les pedí ayuda a tres colegas y amigas. Matilde Sánchez estuvo para entrevistar en conjunto a Bioy, con Gabriela Saidon entrevistamos a Fogwill y Telma Luzzani me acompañó en la charla con Soriano, sobre la que es indispensable detenerse después de tanta tinta, acusaciones injustas y malentendidos.

Me parece importante reiterar que aunque integraba la cátedra de Nicolás Rosa —igual que Telma—, aquel ciclo de charlas fue propuesto por mí a título personal. Por qué a lo largo de los años apareció el nombre de Beatriz Sarlo como el de la persona que llevó a Soriano a la facultad y de dónde surgió la leyenda del maltrato colectivo al “gordo” por venir del “campo popular” y no de la “academia” es algo que se me escapa. O no tanto.

Fui discípula de Sarlo por varios años, en diferentes cátedras y cursos privados, del mismo modo que estuve muy cerca –por una cuestión generacional– de varios miembros de su cátedra. Es posible imaginar que con la luz difusa de los rumores algo de esos vínculos se haya trasladado al relato de la “perturbadora” visita de Soriano a Puán. No es nuevo que para un sector del campo intelectual, como titular de Literatura Argentina contemporánea Beatriz era una suerte de directora de orquesta que digitaba qué teníamos o no que leer y qué autor merecía o no ingresar en la academia. Es evidente que ese rol que le adjudicaban sigue vigente en ámbitos que parecen agitar los prejuicios que tanto cuestionan. Sin embargo, es posible que el gran generador de esta confusión póstuma sea el propio Soriano, quien buscaba alimentar su mito de escritor maldito para la mirada miope de los académicos, y forjó la leyenda que hoy abonan Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomanno, en una secuencia de reproducciones basadas en el afecto y el respeto por la palabra del amigo muerto.

Esa tarde de noviembre en que Soriano habló en Puán nos encontramos en un bar, frente a la facultad, un rato antes del encuentro público. Allí estábamos las dos periodistas y docentes que íbamos a entrevistarlo, tratando de calmar sus nervios frente a lo que imaginaba una suerte de pelotón de fusilamiento intelectual. “¿Vos estás segura de lo que vas a hacer?”, me había dicho cuando lo llamé. El, por su parte, estaba seguro de que lo esperaba un mal momento y no terminaba de creer que su presentación había despertado gran interés en la colectividad universitaria. Se fue serenando mientras rumiaba su chicle de nicotina, asistente inevitable de esos días para conjurar la adicción.

Tímido y ansioso recorrió los pasillos de la facultad con gran curiosidad. En el aula lo esperaba una pequeña multitud de unos cientos.

La entrevista fue un encanto, porque él era un gran entrevistado, que daba títulos todo el tiempo y buscaba guiños con el público, siempre. “Yo camino por la cornisa de la literatura”, dijo ese día, cuando se declaró un autor en sintonía con el momento político y social. “Si el fracaso me llegara —dijo el hombre que vendía libros de a decenas de miles—, pensaría que el momento pasó y que la sociedad cambió. A los escritores se los puede llevar el viento, en general, en un cambio de sociedad.”

Fue durante esa charla que Soriano hizo un agregado a una anterior declaración suya en la que él se veía como el nº 9 de una hipotética selección de la literatura argentina, y recordó por qué Bioy era el número 10 desde que nació. “El se crió en un ambiente en el cual las letras contaban para él desde que las aprendió, y yo vengo de otro mundo en el que accedí a eso a la fuerza, como quien atropella”, reflexionó. Esa imagen del atropellador fue la que se usó para editar la nota en Clarín, en un copete que la semana pasada Germán Ferrari —imagino que sin mala intención, pero con una lectura oblicua— creyó leer como la confirmación del maltrato a Soriano en Filo.

Soriano no sólo no fue maltratado, sino que se fue con aplausos de las entre 300 y 400 personas que lo escucharon. Hasta firmó ejemplares de sus libros y salió feliz de allí. Justo es decir que probablemente esa tarde la mayoría de los alumnos que lo aplaudieron no cursaban la carrera de Letras, en donde efectivamente él no era uno de los autores estudiados. Son muchas las carreras que se cursan en ese edificio y es muy posible que el público haya estado mayormente conformado por estudiantes de Historia, Antropología, Geografía o alguna otra disciplina, lo que no anula ni los aplausos ni los autógrafos.

Meses después de ese encuentro, Soriano le dio una entrevista a Carlos Ares para La Maga en la que habló negativamente de su visita a Filosofía y Letras, y describió al público que lo escuchó y celebró como un “auditorio hostil”. ¿Por qué lo hizo? No lo sé, es más, cuando volví a verlo en una Feria del Libro posterior y se lo pregunté su respuesta fue vaga, en una evasiva que compensó con bromas y gestos simpáticos que buscaban quitarme el enojo y la ofensa. Finalmente, aquel supuesto ejército de crueles depredadores de los autores populares a los que tanto temía no había hecho su aparición y, a cambio, el Gordo se había encontrado con numerosos lectores de sus libros. Con su gesto de picardía maliciosa había sido injusto con los hechos y con las personas. Leí —leo— ese gesto como una estrategia literaria más, un recurso que lo mantuvo en esa cornisa literaria que claramente pretendía no abandonar, aunque en el camino debiera ofender o maltratar a quienes habían mostrado por él admiración y respeto.

Lamento que no haya podido ver más allá de su propia fobia. La invitación a Soriano se hizo en simultáneo con las que se cursaron a autores consagrados en la carrera de Letras como Aira y Fogwill, y con la de Bioy Casares, quien tampoco integró nunca el canon de esas cátedras, pero a quien Soriano admiraba incondicionalmente. Final para un acertijo periodístico-académico: Soriano estuvo en Puán y lo aplaudieron. Pero él no pudo o no quiso escuchar.


Madres y militantes

Por Leopoldo Brizuela

A lo largo de treinta años, quienes optaban por el trabajo en organismos de derechos humanos lo hacían porque, simplemente, les parecía que era su deber. No esperaban —como los militantes de partidos políticos (y sin que vaya ello en su desmedro)— ni cargos, ni más reconocimiento que el de la propia conciencia, ni mucho menos hacer valer un día, de algún modo, su pasado como un privilegio. Ni siquiera importaba la “victoria final”, ni el resultado de las acciones: actuar era, en sí mismo, el premio. Comprensiblemente, Osvaldo Bayer, uno de los más admirables y notorios colaboradores de Madres, ignora que también María Moreno ha estado desde siempre en su misma vereda, como la mayoría ignoramos los nombres de miles de militantes anónimos de todo el país, su entrega, su constante cuestionamiento de la propia acción, tanto o más valiosa que los aciertos de una lucha. ¿Qué periodista conoce, pongamos por caso, el nombre de las Madres de Plaza de Mayo de La Rioja, o de los colaboradores de H.I.J.O.S. de Zona Oeste? El aire de interrogatorio que se ha impuesto en esta polémica (que, a fuerza de mantenerse en la superficie, me resulta ya cansadora y absurda) me impulsa a citar un tanto ridículamente fechas y datos: conocí a María Moreno en una Marcha de la Resistencia, en el año ‘89, y hablé por primera vez con ella en esa época, en la Casa de las Madres, Hipólito Yrigoyen 1442, mientras con un grupo de compañeras preparaba la edición de una agenda para la Asociación en donde yo entre muchos otros aportábamos textos. Pero infinitamente más importante es su permanente trabajo para poner de relieve el trabajo de Madres, desde los tiempos de la revista Alfonsina, que ella fundó hacia 1982 –y donde Hebe de Bonafini acuñó su consigna: “Mis hijos me parieron a mí”–, pasando por Tiempo Argentino, Fin de Siglo, Gandhi: remito a los lectores a esos textos preciosos. Es cierto que María Moreno colaboró siempre desde la distancia y la disidencia; cosa nada extraordinaria porque, mucho más fuerte que los principios ideológicos, a todos nos movía un sentimiento elemental de solidaridad humana, en tiempos de enorme riesgo, estrés y locura colectiva en que también era inevitable que cometiéramos —¿por qué no decirlo?— enormes errores. Es cierto, además, que María Moreno lo hizo siempre con esa desfachatez que, por otro lado, está más cerca de la irreverencia de los grandes momentos de Hebe de Bonafini que de cualquier solemnidad de devoto o de sacerdote. ¿Y qué? Además, seamos sinceros: si no haber reaccionado contra la dictadura es muy grave, y si no haber reconocido la importancia de las Madres es un dato insoslayable en toda biografía, haber estado con ellas tampoco implica tanto. Coordinar su taller literario no implicaba el extraordinario coraje de sus acciones. Las Madres han sido, sin duda, los seres humanos más dignos del tiempo histórico que nos tocó vivir; pero por eso mismo no merecen ser tratadas como seres casi divinos cuya beatitud nos contagia, ni usadas como prueba de la impunidad o de la infalibilidad de sus colaboradores... Estoy seguro, como Saccomanno, de que Osvaldo Bayer es incapaz de mentir, pero bien puede cometer errores; estoy seguro de que echar un manto de sospecha sobre María Moreno, también, es un error gravísimo, y no lo diría si gestos semejantes fueran tentaciones cotidianas de todos nosotros. Para evitar la prolongación de la verborrea que desata la sola idea de una conspiración, aclaro que mi amistad con María Moreno se ha demostrado siempre imposible y que nada más que un interés —tampoco mutuo— por sus escritos me liga a Beatriz Sarlo, a quien considero ineludible más allá de su simpatía o antipatía. Escribo esto en honor de la verdad y de la justicia, que es lo que siempre hemos defendido, y porque tenemos el deber de cuidar una causa que debe estar por encima de nuestras sempiternas, quizás inevitables, pero ya hartantes rencillas personales.

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