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Domingo, 27 de abril de 2008

CINE > LA JAPONESA NAOMI KAWASE ESTRENA EN BUENOS AIRES

Lloremos en el bosque

Quizá no sea lo mejor que el estreno demorado de una directora extraordinaria como Naomi Kawase –hasta ahora sólo conocida en Argentina a través del Bafici– suceda con una película que no es cabalmente representativa de su obra. Artesana de un cine en el que convergen la observación detenida del cine independiente con una concepción espiritualista del mundo, en El secreto del bosque se aleja justamente de ese misterio de la naturaleza que tan bien filma para buscar en un bosque la posibilidad del autoconocimiento, la epifanía y la revelación.

 Por Hugo Salas

Siempre es buena noticia la difusión de un gran director desconocido en el circuito cinematográfico local, así sea con uno de sus trabajos más débiles o, para ser justos, menos contundentes. Tal el caso de El secreto del bosque (Mogari no mori), último largometraje de Naomi Kawase, merecedor del Gran Premio en la última edición de Cannes. Figura fetiche para el público del Bafici –en cuya edición 2004, su largometraje Shara (quizá la mejor de sus películas hasta la fecha) la consagró definitivamente entre los favoritos–, Kawase seguía inexplicablemente sin estreno en las salas comerciales, pese a tratarse de una de las obras más estimulantes de la actualidad.

En términos generales, podría decirse que la singularidad de esta directora japonesa surge del choque (y la consiguiente tensión) que se establece entre ese cine realista, de observación detenida, ampliamente extendido en el circuito no industrial –de Irán a Argentina, pasando por ciertos directores africanos– y una concepción espiritualista del mundo y la naturaleza, si se quiere afín al budismo. A diferencia de lo que ocurre en las películas de gran parte de sus contemporáneos, la creencia de que lo visible oculta y preserva siempre un secreto, cuyos tenues rastros pueden insinuarse ante la cámara pero nunca develarse, obstruye en la filmografía de Kawase el expediente común del realismo poético. De allí que la naturaleza que vela (lluvia, humo, niebla), más que el mundo que se muestra, sea la fuente de algunas de sus mejores escenas, lo que hace del suyo un naturalismo permanentemente amenazado por lo fantástico o, cuanto menos, un segundo sentido no visible del mundo, delatado por la estructura habitualmente elíptica de sus relatos.

El lirismo y la vacilación, consecuentemente, caracterizan no sólo a sus películas de ficción sino también a la serie de mediometrajes documentales y autobiográficos conformada por Embracing (1992), Sky, Wind, Fire, Water, Earth (aquí conocido bajo su título original Kya ka ra ba a, 2001) y el formidable Naissance et maternité (Tarachime, 2006), que indagan, de modos diversos, su propia relación con la identidad a partir del hecho de haber sido adoptada. Ocurre que en el cine de Kawase las personas, al igual que el mundo, no son nunca idénticas ni reductibles a sí mismas; por eso su cámara jamás sigue a un único personaje (como suele ocurrir en las películas “contemplativas”) y la trama se construye siempre en distintos grados de la interpersonalidad. No es extraño, por ende, que desde muy temprano en su filmografía la falta, la desaparición y la muerte, como desvanecimiento del otro donde vacila el yo, hayan tenido un lugar central.

En tal sentido, El secreto del bosque se ubica cómodamente (y quizás el problema sea el adverbio) en el contexto de su obra. Machiko, una joven que aquí podríamos denominar acompañante terapéutica, se ve confrontada con la reciente pérdida de su hijo, aún no resuelta, al encargarse de los cuidados de Shigeki, un anciano que llora a su esposa, muerta 33 años atrás. Durante la celebración del cumpleaños del hombre, que Machiko intenta alegrar con un paseo en automóvil, un imprevisto mecánico convierte el recorrido por el camino (espacio planificado y conocido) en travesía por el bosque (espacio exuberante, oculto), y el libre juego de los elementos desencadena el trabajo del duelo (de hecho, la traducción literal del título sería “El bosque del duelo”).

Sin embargo, lejos de la apuesta por el quiebre de las convenciones narrativas que es constante en su obra, aquí Kawase –quizá por un afán de simplicidad– recae en la estructura fuertemente convencionalizada del viaje epifánico, el trayecto al fin del cual espera a los personajes y al espectador una revelación. Con ello, El secreto del bosque pierde, por esperable, la singularidad que caracteriza a sus mejores trabajos y se arriesga a diluirse en el concierto anodino de las películas festivaleras: encantadora la primera vez, incapaz de resistir una segunda mirada. A pesar de la innegable belleza fotográfica de sus imágenes, del acierto en el juego de escalas, poco queda en esta película, que parece construida en torno de una única idea, de la pletórica y generosa imaginación visual de Shara.

Los motivos de esta recaída, ojalá accidental y temporaria, tal vez puedan buscarse en el punto que separa a Kawase del otro gran director con el que podría relacionársela, Apichatpong Weerasethakul (Blissfully Yours, Tropical Malady, Síndromes and a Century). Mientras su colega tailandés, que al igual que ella desconfía del sentido inmediato del mundo, aborda cada vez más el dolor como un resultado del malestar en la cultura, algo relacionado no sólo con la psicología individual sino también con el entorno material de los personajes (el trabajo, las relaciones, el espacio), Naomi Kawase, a pesar de la importancia que otorga a los vínculos, parece aferrarse a una emocionalidad centrada en el individuo. Tal toma de posición, en vez de favorecer el carácter disperso que sus formas buscan, fomenta estructuras centralizadas y totales como la de El secreto del bosque, donde el mundo, en vez de cargarse de misterio, se convierte en poco menos que un instrumento de autoconocimiento, siempre posible, absoluto y definitivo. Ojalá If Only the Whole World Loved Me, actualmente en posproducción, marque un cambio de rumbo o permita encontrar otra lectura para una película que hoy parece tan superficialmente hermosa y banal como un ejercicio de caligrafía.

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