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Domingo, 3 de agosto de 2008

Retrato del artista

En los años ’50, Sameer Makarius salió a la calle con una cámara al cuello y registró, a la manera de Cartier-Bresson, una visión directa de la ciudad y sus habitantes, reunida en dos libros extraordinarios como Buenos Aires y su gente y Buenos Aires, mi ciudad. Pocos años después, esa misma frescura para registrar con luz natural, en plena época de grandes fotógrafos de estudio como Annemarie Heinrich y Anatole Saderman, fue con la que retrató a 150 artistas plásticos (algunos maestros, otros compañeros de la vanguardia abstracta y la nueva figuración, las nuevas caras del Di Tella). Pero a pesar de lo sensibles y reveladoras que resultaron, y de la muestra El rostro del artista en el Museo de Arte Moderno en 1967, su idea de convertir ese trabajo en un libro fue postergada por casi medio siglo. Ahora, finalmente, Makarius pudo presentar el imperdible Retratos, editado por la Galería Vasari, en el que reúne 69 de aquellas fotos y las autobiografías escritas que les pidió en aquel entonces a sus fotografiados.

 Por Angel Berlanga

Tardó unos cuarenta y cinco años, pero acá está: Sameer Makarius consiguió que le editaran, por fin, el libro de retratos fotográficos de pintores y escultores argentinos que imaginó y empezó a gestar ya en los ’50, cuando todavía no había pasado un lustro de su llegada al país desde El Cairo, su ciudad natal. Se trata de un volumen extraordinario que contiene fotografías que tomó, con luz natural, a 69 artistas en sus talleres o en sus casas, con el complemento de semblanzas autobiográficas que por entonces pidió a cada uno de ellos. El resultado es fabuloso: ahí están las hermosísimas imágenes que Makarius hizo, entre otros, con Carlos Alonso, Antonio Berni, León Ferrari, Raquel Forner, Jorge de la Vega, Juan Del Prete, Libero Badii, Kenneth Kemble, Luis Felipe Noé, Raúl Soldi, Clorindo Testa, Pablo Suárez, Antonio Seguí, Marta Minujin y Luis Seoane, pero también está lo que por escrito veían o podían o querían contar de sí mismos. Y está, además, el conjunto que componen, el retrato de una época vital en apertura de rumbos artísticos.

“La idea era hacer una exposición y un libro con las fotos y los textos; bueno, no encontré editor, quedó trunco”, dice Makarius en un chalecito de Vicente López, las paredes forradas de cuadros, máscaras, bibliotecas con libros de fotografía, de artes plásticas. Tiene 84 años y un talante de voluntad que tal vez se vincule con su humor, o con cierto cabezadurismo de chico travieso, o con la ausencia de queja en el tono y la forma de hablar –un castellano interferido por algo de las otras cinco lenguas que maneja–, o con la agilidad de unos ojos pequeños y brillantes. Makarius nació en Egipto en 1924; luego vivió en Alemania y en Hungría. En la Segunda Guerra Mundial, cuenta, formó parte de la guerrilla y de la resistencia: “No siempre con armas, sino con sabotajes contra alemanes, en Budapest”, dice. Sus muestras empezaron por la pintura: a los veinte participó de la primera exposición no figurativa que se hizo en esa ciudad, donde fue miembro fundador del grupo húngaro de arte concreto.

“Luego de la guerra yo quería volver a Egipto”, sigue. “En un camión de la Cruz Roja me ofrecieron llevarme primero a Suiza, así que fui. Ahí conocí a Max Bill y nos hicimos amigos: me ayudó a hacer una exposición, con materiales de otros artistas húngaros que yo había llevado. Me regaló una obra, que todavía tengo: él ya era muy reconocido internacionalmente. Y me presentó a Werner Bischof; le mostré mis cosas, además de lo que veía colgado, y le dije: ‘No gano plata con la pintura, y necesito’. ‘Haga fotografía, que es más fácil de vender’, me dijo. Así llegué a ser, además, fotógrafo.” Bischof, que ya había hecho trabajos importantes y que tres años después formaría parte de la Agencia Magnum junto a Cartier-Bresson, también tuvo una formación inicial en artes plásticas. “Mire, yo soy padre de las dos criaturas, y las dos me gustan”, señala Makarius. “La fotografía es realismo y la pintura es el interior que uno proyecta.”

Llegó a la Argentina en 1953. “Mi esposa me trajo”, dice. ¿Cómo fue eso? Vivía otra vez en El Cairo y recibió una carta de ella desde Buenos Aires: él la había conocido en Budapest, antes de que su familia emigrase hacia acá. “Te amo”, respondió Makarius. Una carta de dos palabras que la decidió a viajar a Egipto. Allá se casaron. Tienen la misma edad y hablan, entre ellos, en húngaro. “Cuando llegué al país y bajé del barco, tenía colgada mi Leica”, dice Makarius. “Y no la dejé nunca. Cualquier lado al que fui, saqué fotos. Así tenía un archivo, después, de un Buenos Aires fabuloso.” Parte de eso puede verse en su sitio en Internet. “De La Boca tengo para hacer otro libro, porque esa Boca no existe más, se fue”, dice. Es cierto. ¡Y esas fotos están buenísimas!

Al año siguiente ya hizo exposiciones aquí y enseguida fundó grupos: Artistas No Figurativos Argentinos y Forum, Fotógrafos Contemporáneos. Mientras tanto se ganaba la vida haciendo fotos de estudio y vendiendo cámaras. Poco a poco fue conociendo a todo el ambiente local vinculado a sus dos criaturas. “Como los artistas sabían que era fotógrafo, me pedían que les saque fotos saludables a sus cuadros”, cuenta. “Entonces a mí se me ocurrió sacarles a ellos en sus talleres, en sus ambientes. Hice 150.” Los primeros retratos son de 1957; siguió haciéndolos durante una década. Usó la Leica. Y una Rolleicord. “Yo los conocí cuando éramos muy jóvenes, y les saqué porque me gustaba lo que hacían”, dice. “Y tenía razón. Porque luego muchos de ellos fueron grandes artistas. Estaba en muy amistad con todos los modernos pintores, porque yo era moderno. Y era un representante, también. Y por eso participé de la primera exposición de Otra Figuración, en 1961, con Deira, De la Vega, Macció, Noé y Carolina Muchnik.”

A esa altura ya había publicado un primer libro con fotografías de la ciudad: Buenos Aires y su gente. Poco después, con una serie de retratos ya hechos, fue a ver a Boris Spivacow, que por entonces dirigía Eudeba. “Yo lo conocía de Editorial Abril”, cuenta Makarius. “Tengo este material, le dije.” Un mes después Spivacow lo llamó y le contrapropuso hacer otro libro con imágenes porteñas; Buenos Aires, mi ciudad se publicó en 1963 y vendió, señala Makarius, 67.000 ejemplares en tres años. El volumen con los retratos quedó en suspenso: no conseguía editor. A esa altura ya tenía los prólogos que se reproducen en esta edición, de Jorge Romero Brest y de Hugo Parpagnoli, director del Museo de Arte Moderno, quien instrumentó allí la exposición El rostro del artista, en 1967. Aunque Romero Brest le elogia que saque fotos “como si pintara cuadros”, Makarius disiente con él cuando señala que no encuentra conexión entre las imágenes y las obras de los pintores: “Nunca entendió nada de fotografía”, dice. “Y de arte entendía poco.”

“Tengo cinco o seis fotos de cada artista”, dice Makarius. “Las que quedaron fueron las que les gustaban a ellos.” Recuerda, de aquellas sesiones, algunas anécdotas. Cómo quedó de hinchado gracias a las extracciones que le hicieron unos mosquitos gigantes en la casa de Horacio Butler en el Tigre. O la condición que le puso Raquel Forner: “Me muestra todos los negativos, y los que no me gustan, los rompo”. “Ella tenía una parálisis facial y se pensaba muy fea”, cuenta. “Cuando se las mostré, empezó a romperlas en pedacitos. El marido, que estaba al lado, en un momento le dijo que una la favorecía: ¡para qué! Casi lo mata.” No le fue complicado hacer los retratos, pero sí, en varios casos, conseguir los textos. Cita lo que le escribió Juana Elena Diz: “¿Biografía? No tengo ninguna intención de escribirla sometiéndome a una prueba de ingenio, carezco de humor, no quiero pecar de hermética, simplemente me limito a decir ¡no!”. “Muchos no querían hablar de sí mismos”, dice Makarius. Pero la mayoría, cada uno a su modo, lo hizo. Y sale a la luz en este libro.

Makarius siguió pintando y exponiendo sus fotos, cada tanto, en Buenos Aires, Nueva York, Budapest, alguna ciudad latinoamericana, alguna del interior del país. Tiene varios ensayos escritos sobre la historia de la fotografía en la Argentina y fue uno de los primeros en investigar sobre el tema. Su trabajo, sin embargo, no parece tener el reconocimiento que merece. La publicación del libro surgió como derivación de una muestra que hizo en galería Vasari dos años atrás: sus dueños se entusiasmaron y acordaron la publicación de Retratos. Se presentó el 15 de julio en el Museo Fernández Blanco y asistieron, entre otros, Luis Felipe Noé, Rogelio Polesello, Nicolás García Uriburu. ¿Qué le dicen, a Makarius, las fotos de este libro, hoy? “A mí me emocionan, porque son amigos”, dice. “Algunos que se fueron, otros que están, otros que quedan sus hijos. Son fotos artísticas, por mi trabajo. Históricas, por lo que ellos son. Uno piensa que yo hablo bien porque soy loco; no soy loco. O soy loco, pero sé el valor que tiene este material.”

León Ferrari

Hacer cosas confusas, intrincadas, escondidas, dentro de un espacio simple, como un dibujo en un rectángulo de papel, en un prisma de aire, en un cilindro; hacer cosas interiores, el contenido de un cuerpo, lo que se oculta bajo una piel, la confusión de los huesos y la sangre y los pensamientos; hacer formas puras como una verdad pero tacharla, retorcerla, matarla con otra verdad y con otra cada vez más inestable, insegura; poner un cubo brillante en un día feliz y esconderlo con los terrores, el aburrimiento y las borracheras; hacer la estratificación de nuestras sensaciones, de nuestros recuerdos, pero tomarlos en su origen y taparlos con otros días, semanas; que no se entienda nada; que no se encuentre aislada y limpia alguna miseria o algún amor o alguna forma clara, hacer este cuerpo lentamente, minuciosamente, un viejo olivo, un hormiguero, hacerlo de adentro para afuera, sumarle convicciones simples que nos parecieron eternas y enredarlas con las negaciones, y las dudas, la incomunicación. Usar cualquier material y cualquier escuela, una recta pulida, un pedazo de Altamira, un caño de plomo, una pesadilla. Empezar este trabajo cuando uno nace, clavar cuatro estacas como límites y allí todos los días ir tejiendo nuestra vida, convertirla en un volumen, sin sacar nunca nada, ninguna de esas primeras formas que nos apasionaron, geniales, y que ahora escondemos; no sacar nada, ninguna de las cosas repugnantes que pusimos ayer muy satisfechos, dejarlas allí a todas y colocar a su lado las formas maravillosas que se me están ocurriendo ahora; no tener miedo, no pensar en la unidad; hacer la no unidad, o no pensar en eso, ni siquiera plantearlo; aprovechar los cambios de nuestra sensibilidad, las idas y las vueltas desde el nacimiento a la muerte, y dejarlas allí, como si fuera hecho por otro. Como si fuera hecho por varios hombres; o mejor, hacerlo entre varios: diez o quince mujeres y hombres gesticulando y girando en torno a esta torre de Babel mientras cada uno agrega su invento, ese día de su vida, sin escuchar a nadie y enredándose con los figurativos, los concretos, los surrealistas, los informalistas y los pop, con los ingenuos y los angustiados, los felices y los moribundos, cada uno con su verdad, segura y universal tratando de meterla allí adentro, en esa Babel que todos hacen sin entenderse.

Alfredo Hlito

Después de una jornada de trabajo intenso y poco satisfactorio bajé a la calle para caminar algunas cuadras. Al volver y enfrentarme con la fachada impersonal del edificio donde tenía mi estudio, se me ocurrió pensar: detrás de una de esas ventanas hay un cuadro que se está haciendo. Acto seguido, reparé en los distintos significados que se agolpaban contradictoriamente en ese pensamiento. En él, me representaba a mí mismo como testigo imparcial de un proceso del que era, en realidad, protagonista. Y el cuadro, en el que había estado trabajando bajo la presión de estados de ánimo contradictorios, aparecía dotado de una autonomía vagamente hostil. Como si su destino, todavía incierto, dependiera exclusivamente de él y no de mis ciegas intervenciones, y como si éstas fueran otros tantos obstáculos que él debía vencer con obstinación para llegar a ser. Sin embargo, todo lo que me unía al cuadro quedaba reflejado en esa impresión de extrañeza que me transmitía, a través de la calle y de los muros, su presencia activa y silenciosa.
Esto ocurrió hace algún tiempo y el cuadro del que hablo no llegó a ser.

Nicolás García Uriburu



La autobiografía de García Uriburu: un dibujo tipeado en máquina de escribir.

Ernesto Deira

Autobiografía
De pronto. O no. Una suerte de Espontaneidad. Coherencia. Actitud creadora. Libertad. De pronto. Coherencia. O no. Una suerte de Espontaneidad. Actitud creadora. O no. Coherencia. De pronto. Espontaneidad.
Una suerte de. O no. Libertad. O no.
De pronto. Una suerte de. O no. De pronto.

30 de mayo de 1963

Rómulo Macció

Quisiera escribir “mi” historia, decir por qué pinto.



El libro incluye esta foto de Rómulo Macció. La de más arriba, es una de las inéditas que Makarius cedió gentilmente a Radar. También, la autobiografía que escribió y dibujó.

Carlos Alonso

He pintado 4 o 5 murales, he expuesto óleos, témperas, dibujos en muchas galerías. Se han ocupado de mi obra revistas y diarios. Conozco, por orden alfabético, Argentina, Brasil, Escocia, España, Francia, Inglaterra y Portugal. Pinto rostros apacibles y rostros felices, escenas de pavor y argumentos de la injusticia. Pinto con la misma violencia que utilizan los que quieren barrer nuestro clamor. Pinto también por amor al color y sus gamas, pero entre un militar, un sacerdote y un terrateniente me niego a establecer matices. Quisiera que se me juzgara no sólo por lo que soy sino también por lo que sueño. Yo soy yo más aquello que quisiera ser. Mi país no es un fruto totalmente maduro, pero aun así está a punto de caer del árbol. ¿No es éste acaso un tipo especial de madurez trágica, apresurada, que debe tenerse en cuenta y aprovecharse? Como pintor, quiero colaborar con mi siglo y con mi tierra. Soy feliz con mi destino.

Horacio Butler

Habrá quienes están contentos con su cara. Por mi parte, yo aborrezco esa que me tocó en el sorteo.
Acaso es mía, esa fisonomía de pastor protestante, de boca amarga y de mirada miope.
Tal vez por eso pinto; con la esperanza de dejar una imagen más acertada de mí mismo.

Luis Felipe Noé

Ideológicamente he sido de todo. Hoy, en cambio, sólo puedo creer en mi propia confusión. Y en esto no estoy confundido. La palabra no es el modo de expresar esta creencia, porque la palabra pide claridad. La palabra sólo permite enunciar. Es lo que estoy haciendo ahora, en este instante. Pero la confusión no es un enunciado. La pintura posibilita el milagro. Es una especie de huella de la vida sin contaminación intelectual. Mejor dicho, puede serlo. Que lo sea depende del pintor. A este milagro de vida sólo se accede mediante el riesgo y la lucidez en la acción. He dicho lucidez, no inteligencia. No creo en el razonamiento sino en la intuición, en el salto al vacío para arribar a conclusiones sin premisas previas, porque carecemos de ellas. Todo razonamiento es una ficción. Creo en el espíritu iluminante. Creo en la necesidad de creer. Creo en la necesidad de esperanza y en la fantasía, tanto como en la realidad. Esto bastaría para un retrato de mi caos y explicaría de mi hartazgo de mis estudios de derecho y de otra cantidad de hartazgos. Pero queda algo más. El caos lo llevo adentro y por esto me gusta una vida tranquila y un hogar como refugio de mí mismo (siempre lo he tenido y muy cerca de mí. Padres, mujer e hija). ¿Para qué buscar afuera –en este caso el caos– lo que uno lleva adentro?

Yo he matado muchas posibilidades. La de ser abogado, periodista, político, escritor y crítico. Ahora sólo me queda la de ser fiel a mi mismo. Por eso pinto y lo hago de determinado modo. Me gusta decir “La pintura nace conmigo”, aunque esto no guste a los timoratos. Creo que para cada auténtico pintor la pintura. Por mi parte, lo estoy decidiendo todos los días. Si la madurez es tomar conciencia de sus propios límites, yo no quiero hacer esta toma de conciencia, porque de este modo me limitaría. Sólo quiero madurar con mi muerte porque con ella culmina la vida. Madurar antes es morir antes.

La foto de Noé es inédita, Makarius la cedió gentilmente a Radar.

Los de Noé, Ferrari y Alonso son fragmentos de las autobiografías incluidas en el libro.

Retratos se consigue en la librería del Museo Fernández Blanco (Suipacha 1422).
De martes a domingo de 14 a 19 hs.
Para más información sobre Sameer Makarius y para ver sus pinturas y otras fotos:
www.masue.com/sameer
www.makariussameer.com.ar
http://fotomakarius.100webspace.net

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