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Domingo, 5 de abril de 2009

En la lona

Algo de deporte, algo de teatro y mucho de espectáculo. En las troupes nómades que pululan en carpas y boliches del Gran Buenos Aires, en las pantallas de los canales de cable y hasta en el cine, el catch sigue dando pelea. Por eso, Radar recorrió ese universo, charló con gladiadores nostálgicos, presenció clases magistrales de luchadores devenidos docentes que transmiten las mañas del oficio, rastreó a las glorias de ayer, reconstruyó los orígenes pergeñados por un conde polaco y Pepe Lectoure en el sangriento ring del Luna Park, indagó en la puja entre catchers clásicos y fisicoculturistas anabolizados, y registró los sacrificios y recompensas de estos hombres, desde el mítico Titanes en el ring de Martín Karadagian hasta fenómenos como 100% Lucha y el flamante Guerreros del ring.

 Por Nicolas G. Recoaro

PRIMERA LUCHA

El se delinea los ojos frente al espejo mientras un grandote de calzas violetas y botas amarillas le frota la espalda y lo unta con una crema muscular. Desde la puerta del improvisado vestuario, el productor grita que en cinco minutos empiezan las grabaciones de la primera pelea. El mismo se termina de esparcir la crema sobre los tatuajes que decoran sus pectorales tamaño extra large, se calza un neme sobre su cabeza y empuña un cetro plástico símil Nejej que simboliza al dios Osiris. “Vamos que venimos, muchachos. ¡Fuerza, che!”, grita el productor. El se aleja del espejo no sin antes darle una última mirada a su capa y esbozar un furioso gruñido. Poco antes de cruzar la puerta que lleva al escenario saluda a los luchadores que toman mate frente a un pequeño monitor, que muestra un plano cerrado del presentador en el ring. Cinco escalones y una tela lo separan de las tribunas. “A matar o morir”, dice confiado. Antes de dar el primer paso, El Faraón se persigna.

“Todos ordenaditos y en fila van entrando que la lucha es adentro, chicos”, advierte el patovica a la manada de bajitos que pugna por entrar a la grabación del programa Guerreros del ring, en un boliche del conurbano bonaerense. Los pibes no deben tener más de ocho años pero ya saben lo que es pelear, aunque sea por conseguir el lugar más cercano al cuadrilátero donde batallarán los gladiadores. “Al nieto me lo traje para que sepa lo que son los héroes de carne y hueso. Que vea que la lucha es sana, sin violencia”, dice un abuelo antes de que El Duende haga su aparición triunfal en la arena, lanzando caramelos y besos hacia las tribunas y luciendo su estirpe de estatua de jardín.

Suena la campana de largada y El Faraón madruga al simpático Duende con un cortito que lo hace rebotar contra las cuerdas. “El nacido en las riberas del Nilo no es buen ejemplo, chicos”, comenta el relator desde la cabina de transmisión cuando los golpes bajos y una certera patada canguro dejan al obeso duendecito besando la lona del ring. El Faraón hace enfurecer a las tribunas agitando sus brazos y prepara un salto desde la segunda cuerda para terminar con el martirio del habitante de los bosques. Los chicos en las gradas enloquecen y piden piedad para con el gnomo. El Faraón no escucha los ruegos de la plebe y emprende el vuelo final para terminar con la humanidad del duende. Es entonces que el milagro sucede y un inesperado movimiento del gnomo deja al Faraón sin la colchoneta de carne y hueso en la que pretendía aterrizar. De ahí en más, El Duende contraataca con tijeras, patadas y golpes secos dignos de las diez plagas bíblicas. En la tribuna los chicos deliran y piden el cierre. Toma llave de castigo y el árbitro levanta el brazo del ganador. El Faraón derrotado deja furioso el escenario y parte hacia los vestuarios, no sin antes golpear a Pichi Landi y a un doble de Sandro que forman parte del jurado del programa.

Cuando regresa al vestuario, El Faraón se mira nuevamente al espejo. El delineado apenas se corrió.

¿POR QUE LUCHAMOS?

Palo y a la bolsa. Allá por los ’50, Roland Barthes decía que la virtud del catch radicaba en ser un espectáculo excesivo que resguardaba un énfasis semejante al que tenían los teatros antiguos. Cómo refutar la idea que Barthes postulaba en sus Mitologías, si en esa bolsa pantagruélica que cobija el universo que llegó a estos pagos con el nombre de catch as catch can se enfrentan en combates desiguales el deporte y el show business; la batalla primal del bien contra el mal y el glamour mediatizado; la transpiración del gimnasio y la sutil interpretación actoral; los millones que mueven las troupes norteamericanas frente al ring destartalado de un boliche del conurbano bonaerense; el recuerdo nostálgico de los héroes de la infancia y el presente inverosímil de banales culturistas que parecen sacados de un videogame. “Tiene un poco de circo, un poco de show, un poco de deporte, un poco de humor y un poco de teatro. Pero si te lo tengo que resumir en una palabra, el catch es magia”, espeta el mítico mercenario Joe durante el break en la grabación del nuevo ciclo de lucha libre que se transmite por Canal 26. “En la Argentina, el catch nunca fue una profesión estable para los luchadores. Siempre fue como un segundo laburo, incluso en los momentos más populares, como en las décadas del ’60 y ’70. Además, el trabajo es por temporadas. Cada cinco o seis años aparece una troupe o un productor y explota todo. Eso siempre fue igual. No tiene mucha explicación pero debe estar relacionado con los cambios generacionales”, explica Daniel Roncoli, actor y fan confeso de Titanes en el ring que pudo cumplir su sueño de relatar los combates en la última etapa del ciclo.

La leyenda dice que allá por la década del ’30 llegó a estas pampas una troupe de luchadores comandados por un conde polaco llamado Karol Nowina. Ni lento ni perezoso, el conde trabó amistad con Pepe Lectoure y cranearon el primer campeonato de catch de la Argentina. Dicen que entre bailes de carnaval amenizados por la Orquesta Guardia Vieja y las veladas de box, los catchers comandados por Nowina comenzaron a ganarse su espacio en el “Palacio de los Deportes”. Dicen también que los combates eran bastante violentos y que el cuadrilátero terminaba asemejándose a un matadero. “Todavía eran épocas en que la lucha libre aparecía en las páginas deportivas de los diarios. Eran un espectáculo más bien para grandes, donde se hacía mucha sangre. El primero que se planteó romper ese paradigma fue Martín Karadagian en la década del ’60”, explica Roncoli. La receta del catch apto para todo público que nace con Titanes es la fórmula a la que los ciclos argentinos le siguen pasando el plumero. Ni los cortitos ni las patadas voladoras de los luchadores, Roncoli dice que lo que verdaderamente lo atrapaba de aquellas veladas de Titanes eran los relatos de la mano derecha del armenio: el eterno Rodolfo Di Sarli: “Los luchadores le ponían el cuerpo a su dramaturgia, era una especie de Cyrano. Si hasta hizo verosímil la pelea entre Karadagian y el Hombre Invisible. Creo que eso se perdió en los nuevos ciclos, ya que parten de que esto es una joda”.

A diferencia de las versiones hardcore de Estados Unidos y México, los programas de lucha libre locales todavía guardan ciertas reticencias con las opciones de lucha extrema: batazos, alambre de púa, botellazos y caídas desde escaleras (para nombrar algunos de los suplicios casi medievales que están más de moda y que pudieron verse en El luchador, con Mickey Rourke). Las cifras que se manejan en los países del Norte también marcan una brecha abismal: la WWE (World Wrestling Entertainment) norteamericana maneja un presupuesto anual por derechos de televisión, merchandising y ventas de entradas que igualan el PBI de más de un país del Tercer Mundo y centuplican las ganancias de 100% Lucha, el espectáculo local que más seguidores cosechó en los últimos años.

“Hay que tener otros laburos para poder vivir. Uno pelea por hobby, por pasión. Ya te dije que el catch es mágico, y bueno, también hay que hacer magia para poder vivir de esto”, explica el mercenario Joe mientras pita su grueso habano en el vestuario.

SEGUNDA LUCHA

“Llegué a esto de puro fanático. De chico me volvía loco viendo las peleas de la tele. Acá podés ver el tatuaje que me hice de Titanes en el Ring. Hay muchos que pelean porque vienen de familias de luchadores, lo llevan en los genes, pero yo arranqué hace diez años desde cero, en la escuela de Chicho de Catanzaro. Con los años me fui curtiendo y ganando un lugarcito en el medio, pero no me da para vivir todavía. En la semana laburo pintando casas. Igualmente, yo soy capaz de pagar para subirme al escenario”, explica Pablo mientras se calza el slip tricolor y la campera de lentejuelas azules que lo transforman en el malvado francés Rene Cartier. “La Marsellesa” suena desde los parlantes y Pablo apura los preparativos para subir al ring. Es tiempo de tomar la Bastilla.

“Cuando lo conocí a mi marido ya era un fanático de la lucha. Hace como diez años que pelea y yo lo sigo a todos lados. Soy la masajista, la enfermera, la doctora, la vestuarista, la maquilladora, de todo un poco”, dice Ani en la tribuna mientras su marido, el itálico Bello Antonio, es aporreado por Rene Cartier en el cuadrilátero. “Miedo no tengo porque sé que está bien entrenado y es buen luchador. Creo que la única que puede ganarle en serio soy yo.”

Il Bello Antonio exagera sus dolores luego de la cuenta final del árbitro. Un médico lo ayuda a llegar al vestuario y el Bello gesticula y recibe el abucheo de los chicos de la platea. “Yo peleo con un ojo en el ring y el otro en el público. Acá somos actores, actores que luchamos para que se crea que todo esto es verdad. En el ring te olvidás de todo y te transformás en tu personaje. Si no lográs eso, por más volteretas que pegués, estás frito”, dice Antonio mientras se seca la transpiración con una toalla. “No es algo que se aprende fácil, la receta la vas encontrando con los años. Te lo digo porque aparte de luchador soy cocinero profesional. Y aunque vengo de familia de árabes, los platos que mejor me salen son los italianos, como los que haría Il Bello Antonio.”

TIEMPO DE GITANOS

El Gitano está grogui, y no por los certeros efectos de una patada quebradora. “Ando con la presión por el piso, querido. Muchos compromisos con esto de organizar el programa para la televisión. Que te llaman para contratar el show, que quieren que firmemos para hacer las peleas en el exterior y encima manejar a treinta luchadores no es cosa de pibes”, explica el Gitano Ivanoff mientras se vacía un sobrecito de sal en la boca.

Sentado en la cocina de su whiskería del barrio de Liniers, el Gitano dice que empezó a luchar a los trece años y que el padre le tenía que firmar una autorización cada vez que Karadagian se lo quería llevar de gira. “Yo era pendejo pero con los años fui aprendiendo el oficio. Martín me decía: ‘Caniche, vos pará la oreja que vas a andar bien, ya vas a tener tu troupe, todavía sos pibe’. Y acá me tenés, con un espectáculo propio, pero siempre rescatando el alma de la vieja guardia. Por algo me dicen el último titán.”

El Gitano recuerda que después de los años de esplendor de la década del ’70, los trabajos en plomería y las clases en algún gimnasio lo ayudaban a llegar a fin de mes. Después de las giras a “todo trapo” por Brasil y Centroamérica, la vida se hacía cuesta arriba en Buenos Aires. “Es como en la última película de Mickey Rourke, la del luchador, que ves que al tipo le cuesta laburar de otra cosa. Pero si hay que darle de comer a la familia, salís a pelear en cualquier lado”, explica mientras se mide la presión con un diminuto aparatito que apenas le calza en el brazo y acepta un vasito de gaseosa que le convida Sandra, su mujer.

Como todo guerrero, el Gitano lleva tatuadas en su cuerpo las consecuencias de las batallas que peleó en las tres décadas que tiene como luchador profesional. “Con los años vas decayendo físicamente. Tengo jodida la columna, hernias y problemas en las rodillas. Es muy triste ver que muchos amigos luchadores que pasaron los 50 andan con bastón, y a los 60 ya ni caminan. Y ahí viene el momento jodido, el momento de decir basta, no quiero más lola. Ojo que con la experiencia y las mañas que tengo podría estar hoy en día paradito arriba del ring. Pero soy consciente de que el cuerpo ya no me da y el público te pide rapidez, agilidad. Algo parecido le debe pasar a Sandro cuando ve una de esas películas de cuando era pibe.”

Al hablar de las nuevas generaciones de luchadores, el Gitano se lamenta de cómo los musculosos anabolizados les van ganando la partida a los catchers que tenían el oficio de combinar destreza y actuación. El veterano gladiador sabe que los años pasan y hay que aggiornarse a esa picadora de carne que llaman rating. Antes de despedirme habla sobre cómo es la relación entre los colegas. “Esto del catch es como todos los laburos. Trabajás, mejor dicho, peleás con gente que te llevás bien y otros que no tanto. La diferencia es que cuando no son amigos, te lo hacen sentir. Tufí Memé y Ténembaun se odiaban adentro y afuera del ring. Y cuando subían a pelear, los primeros cuatro minutos eran a media máquina, pero los últimos tres se daban hasta matarse. A que gane el mejor, ahí no había rutina que valiera. Más de una vez terminaban en el hospital o se bajaban el comedor entero.”

TERCERA LUCHA

La masa muscular de Kratos podría alimentar a una tribu de caníbales por más de una semana. Kratos no leyó nunca a Roland Barthes pero sabe perfectamente que su exuberante cuerpo instituye un signo que contiene en germen todos sus combates. Brazos de acero, piernas demoledoras y una mirada que harían retroceder a la hinchada de Chacarita. Su nueva víctima se llama Saraky, un luchador ecologista que según el relator es patrocinado por una veterinaria de Merlo.

“A mí me gustan los riesgos y me va la lucha extrema. Creo que a los pibes de ahora les gusta más ese tipo de lucha porque es un reflejo de los tiempos que nos tocan vivir. La calle, los videojuegos y la sociedad son cada vez más violentos y nosotros somos como un reflejo de eso”, explica Kratos poco antes de salir al ring.

En poco menos de cinco minutos, los golpes de Kratos trituran la resistencia pacifista de Saraky. Subido en una de las esquinas del ring, el dios de la guerra emprende un vuelo que termina agotando la energía alternativa que recorre el cuerpo del ecologista, hasta dejarlo nocaut.

“Si hacés un deporte como éste no podés subir al ring haciéndote la señorita pulcra.”

DOCENTES EN LUCHA

Vuelta mortal y el cuerpo cae seco contra la lona del ring. Serán unos ocho fanáticos de no más de 25 años que hacen fila hasta completar la rutina de la caída y el golpe seco. Uno atrás de otro, el que cae es levantado por su antecesor. Rocky Rolando los observa y les pide actitud.

“Vengo de familia de boxeadores y atletas, mi abuelo fue uno de los fundadores de la Federación Argentina de Boxeo. Primero probé con el judo, después con el kick boxing y más tarde llegué al catch. Creo que la lucha profesional es la mejor exhibición en lucha real. Si bien gusta por la puesta en escena, lo que termina enamorando es la batalla”, dice Rolando mientras cuatro de sus pupilos corretean y rebotan contra las cuerdas del cuadrilátero en la Federación Argentina de Catch (FAC), frente al Parque Chacabuco. “El catch es 70 por ciento de deporte y 30 por ciento de actuación. Yo enseño desde la lucha real, que es más ligada a la escuela del wrestling norteamericano, mucho más realista que la tradición de acá. ¡Ezequiel, tirale un martillo al brazo! Ves, eso no es joda, el chabón no se puede ni mover”, explica este ex luchador que supo interpretar al recordado Mister Moto durante la década del ’80.

Mientras sus hijas corretean despreocupadas por el gimnasio de la FAC, Rolando rememora sus combates en las arenas mexicanas: “En México es un espectáculo muy popular y se paga muy bien. Me pagaban 200 dólares por aguantar tres minutos de pelea y 100 más si me rompía la cabeza contra el borde del ring. El problema es que te pegaban mucho, allá se llama lucha de pistola. Acá pasa lo mismo con los luchadores que vienen de Bolivia y Perú: hay que pagar derecho de piso”.

Por 150 pesos al mes, Rolando promete enseñar las mañas y trampas del oficio. “Con el auge de la película de 100% Lucha y de los programas norteamericanos como Smackdown y Monday Night Raw, hay muchos chicos que se acercan al gimnasio. Acá se formaron Delivery Boy y Teniente Murphy, que son dos buenos luchadores. Pero también hay mucho chanta que primero se compra el traje y después aprende a luchar. Yo digo que ésta es la mejor escuela del país, porque es la única que hay.”

CUARTA LUCHA

En el cuadrilátero, el alemán Otto imita a Curly de los Tres Chiflados después de castigar al Murguero con su inoxidable tacle volador. Parado junto a la cabina de los relatores, el presentador Jorge Bocacci aplaude cada una de las payasadas del luchador del monóculo y el gorro tirolés. Bocacci ha sido el maestro de ceremonias de las principales veladas locales de lucha libre de los últimos treinta años. “Allá por los ’70 estaba de jurado en Grandes Valores del Tango y un amigo me propuso hacer un casting para un programa de catch. Así arranqué. En el ’78 hice una prueba para Titanes en el Ring y desde entonces no paré más. Acá me ves, en un programa que mantiene vivo el espíritu y la mística de Titanes”, explica el hombre de jopo tanguero.

“La genialidad de Karadagian estuvo en hacer del catch un show para toda la familia. Porque más allá de la destreza física, el show necesita del humor y el misterio para ganarse al público. Y eso es un invento bien argentino, que no copiamos de los shows yanquis”, reflexiona Bocacci mientras el Murguero baila al ritmo de Los Auténticos Decadentes, festejando su triunfo sobre Otto.

“La verdad que no le encuentro mucha relación al mundo del tango y del catch, tienen filosofías bien distintas. Por ahí se cuela un poco la nostalgia cuando ves a los muchachos que no pueden subir más al ring por la edad. Pero yo creo que la vida continúa”, dice Bocacci poco antes de subir al cuadrilátero para presentar la última pelea de la tarde.

LA COMUNIDAD

La casa chorizo es colorida y se asemeja a los conventillos de La Boca, pero está enclavada en Olivos. “Rubén vive en la del medio del pasillo, golpeale nomás”, me dice el musculoso vecino mientras se toma un mate al sol. Nadie contesta en lo de Rubén. Mejor esperarlo en la puerta de calle. Pocos minutos después, escoba en mano, la figura del Ancho Peucelle emerge de su casa y comienza a barrer el pasillo. Los ladridos de sus dos perros le hacen notar que un extraño lo está buscando. “Disculpame, el timbre no funciona”, explica el mítico luchador de Titanes en el Ring mientras junta con una pala las primeras hojas del otoño.

Peucelle cuenta que vivió toda su vida en Olivos y que por los ’60 compró este terreno frente al río, junto a varios amigos culturistas y acróbatas. “Eramos cinco fanáticos de la acrobacia y el culturismo y nos fuimos a vivir todos juntos en comunidad. La mayoría ya pasamos los 70, algunos se fueron a vivir a Europa, pero con los años llegaron otros nuevos”, explica el Ancho mientras ensaya unos golpes contra una bolsa de box, en el gimnasio artesanal que armó en una pieza de su casa. “Yo arranqué en el catch en el año ’52, pero laburé toda mi vida en el puerto, soy jubilado portuario. Cuando terminaba de luchar los domingos, al otro día me tenía que levantar igual para ir a trabajar. El catch daba plata, pero siempre fue por temporadas”, rememora este luchador que siguió subiéndose al ring hasta los 70 años.

En las paredes de su gimnasio, agarrados con clavos oxidados, Peucelle conserva recortes de la época dorada del catch. Allí se lo ve peleando con Joe el Mercenario, protagonizando una publicidad de jabón de tocador y posando junto a Tato Bores. “Tenía facha y todo. Yo siempre me sentí un actor. Admiraba mucho a Tato y a Julio De Grazia, ellos me inspiraban mucho en la actuación, pero el referente siempre fue Karadagian”. Peucelle explica que no formó una familia porque decidió dedicar por entero su vida al catch. “Mucho viaje, muchas responsabilidades juntas. No se me dio nunca por casarme. He tenido algunas parejas, pero nunca más de seis o siete meses, como dice la canción: ‘Yo en mi casa y ella en el bar’. Y aunque tengo muchos amigos, soy un tipo bastante solitario.”

Durante los últimos tres años, Peucelle participó en el programa 100% Lucha como jurado de honor. “Las cosas cambiaron un poco, ahora se pelea más afuera del ring que adentro y se agregan peleas con sillas y tachos que rompen la magia. Siempre les digo a los productores: en una pelea está bien, pero no en todas porque se pierde lo real.” Antes de despedirse para realizar su puntual caminata por las playas de Olivos, el Ancho se pone melancólico y confiesa que a veces siente nostalgia por volver a pelear. “Es un placer seguir ligado al deporte aunque no se pueda subir del ring. Y aunque llega un momento en que te cansás de los golpes, uno sigue extrañando el público. Al principio se pone fulero, pero con los años se va pasando. Hay que acostumbrarse, si no te adaptás te morís.”

LUCHA DE CIERRE

Es una fija. No hay luchador que ostente ese record. No se le conoce una derrota en los más de cuarenta años que tiene subiendo al ring. La marcha del Caballero Rojo hace delirar a las tribunas con la misma intensidad de antaño.

La lucha final es en versión australiana, dos contra dos. El mosquetero D’Artagnan y el Caballero Rojo se enfrentan al hijo del Mercenario Joe y al enigmático hechicero Vudú. Tras un buen arranque del Caballero y su compinche, los paladines del bien reciben una furibunda emboscada de cortitos y patadas por parte del Mercenario, que los dejan besando lona. El final parece cantado, pero el Mercenario sabe bien que las derrotas también se heredan.

“La marcha del Caballero Rojo” comienza a sonar por los parlantes y las tribunas deliran pidiendo por su ídolo. El Caballero resucita de su letargo y logra romper el conjuro de los golpes de Vudú. Ahora son los malvados los que están en la lona y la cuenta final de Chicho de Catanzaro decreta el final de la contienda.

La invasión del ring por parte de los chicos de las tribunas es la imagen que cierra la velada de lucha libre. El Caballero Rojo es abrazado por los pibes.

“¡Corten! Vamos, chicos, abajo del ring que hay que seguir grabando”, dice el productor y rompe la magia del final.

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