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Domingo, 12 de abril de 2009

Príncipe y mendigo

Es una figura mítica del under porteño, el alma mater de bares, restaurantes y discotecas que se convirtieron en marcas de época, diseñador de modas fuera de las modas, y sobre todo un artista admirado y discutido por la comunidad artística, capaz de producir obras casi sin un peso, venderlas a poca plata y devolverle al arte una mística arrebatadora. La semana pasada, mientras en el Bafici podía verse Una historia del trash rococó, un documental de Miguel Mitlag sobre él y su forma de trabajo, Sergio de Loof organizó la inauguración de su nueva muestra y vendió todo a 150 pesos la pieza. Sólo porque necesitaba efectivo. Por eso, Radar lo entrevistó para desentrañar el origen de su fuerza y de su magia.

 Por Natali Schejtman

Debe haber alguna coincidencia divina para que una película que fue rodada en el ’98, un año en que empezaban a verse los primeros síntomas de una recesión que agotó al país, se haya estrenado en el 2009, la pesadilla según estimaciones y realidades econométricas. Ni hablar si ese documental, Una historia del trash rococó, de Miguel Mitlag, tiene de protagonista a un artista que casi en la misma semana del estreno en el Festival de Cine Independiente estuvo rematando obra a 150 pesos en una galería, a causa de una necesidad urgente de cash. En realidad, no es tanta casualidad: debe ser mucho más difícil encontrar en nuestra historia reciente períodos esplendorosos e imágenes platinadas puras. Para todos los otros momentos, los más, el arte argentino tiene una especie de superhéroe que fue trazando la historia de la cultura marginal y barata, esa que se ve tan asumida y realista; un hombre que logra embadurnar lo que hace de un espíritu mágico y aurático de un modo contrario a lo que el dinero puede comprar; que utiliza y piensa cómo funciona el capital social, el simbólico, la extraña difusión que logra el rumor; las relaciones públicas y el esnobismo, y se acerca como volando con su capa de bolsa de arpillera, a veces de la mano de grandes aciertos que dibujan épocas, a veces con intentos contradictorios y menos intensos, pero siempre con un ojo clavado en una contemporaneidad visual muy enérgica, vital y también fugaz.

De Loof hoy, en el taller de su casa en Berazategui, rodeado de los objetos con los que trabaja. Foto: Nora Lezano

CHICO MATERIAL

En la película de Mitlag, Sergio de Loof convierte las iniciales de su nombre y apellido en el signo de pesos. Imagínenselo. Ese logo surgió después de no haber podido cobrar un cheque durante más de un mes y haber tenido que llamar a su madre para que tapara sus baches económicos: “Lo que más sufro es la falta de dinero”, declara De Loof. El billete, entonces, y su falta, se van convirtiendo en su obsesión hasta el día de hoy, que vive con sus padres en Berazategui: “El dinero es el absoluto patrón de mi vida. Es de lo que hay que huir y a lo que hay que llegar. No puedo creer que exista tanto en mi día y en mi vida ese tema. Es la columna vertebral absoluta de mis pensamientos. Es algo que no deja de estar jamás. (...) El camino del arte es un camino lleno de dones, pero el del dinero es más complicado, no lo encuentro lleno de dones. Me parece que tiene mucha resaca o que hay partes del dinero que no me gustan. Debe ser por eso que no lo tengo. No puedo hacer nada sin él. Entonces lo quiero todo. Para ser inmortal, para hacer grandes obras, para jubilar a mi padre. Todo me parece que se soluciona con dinero”, dice en la película, poseído. Pero hay ejemplos más concretos. Volvamos a fines de los ‘90, a la fundación de Wipe, revista de cultura con un formato pequeño, apto para ser recogido en un bar nocturno y llevado a cualquier lado. Allí, De Loof hacía una exquisita curaduría de imágenes y frases poéticas, instantáneas y reveladoras que identificaban a la revista. Para él, la gracia de Wipe, en su momento, radicaba en varias cosas: “No es procheta, es medio bolchevique, buena onda. Es una revista que le gustaba a mucha gente y eso es interesante”. Pero una revista así, de moda y estetizada, pero con intenciones no tan caretas sino de publicación under, lo ayudó a elaborar una teoría mercantil que lo persigue como mosca de verano: “Es el tema de mi vida. Pareciera que las firmas, las marcas, todos se dirigieran al mismo target, que es el target que tiene plata. Entonces si en algún momento ven que vos no te dirigís a ese target perdés publicidad, porque ellas tienen el dinero. Entonces está el contenido, que puede ser profundo, espiritual, para contener a la gente under que quiere una soga, pero después vas perdiendo a las marcas top que pretenden un abc1. Es decir: te tenés que cuidar de no parecer un cabeza. Mi target no es abc1, pero los abc1 no se tienen que dar cuenta”.

Su faceta entrepreneur –una de tantas– emergió en plena primavera alfonsinista en el bar Bolivia, tan mítico a esta altura como el mismo De Loof. Según él cuenta, el espacio fundado por seis amigos de Bellas Artes (donde él dilataba sus estudios luego de abandonar el secundario) contó con la ayuda económica de los padres, que igual no era mucha, y surgió en respuesta a dos lugares emblemáticos de la época: uno, Cemento, en donde Chabán los hacía pagar para entrar, algo muy mal visto por esta troupe; el otro, el Parakultural, demasiado dark para De Loof: “En el Parakultural todos se vestían de negro y vomitaban vino de caja en el baño. Y además no comían. Yo era como un ama de casa para ese lugar. En Bolivia se comía y nos vestíamos de colores fluorescente, verde cotorra, rosa chicle. Había vino de damajuana, comida y nada de vómitos. Fue muy fácil. No sé si porque nos dieron guita nuestros padres o porque en ese momento no había Cuit, no había nada. Tenías ganas y ponías un lugar”. Suena curioso: semejante espíritu de época choca potentemente con un pequeño conflicto de intereses que tuvo hace poco: según explica el artista, el nombre Bolivia no fue registrado, y eso posibilitó que una marca de ropa para hombres lo tomara (según el dueño, desde una reminiscencia de lo más alejada al bar) y colocara su local en Palermo.

Pero además, en su Bolivia De Loof inauguró una actividad prolífica que a la vez resulta inexplicablemente anónima en nuestro país: la ambientación, tarea en la que él es una especie de eminencia oculta: “Ahí aprendí, por ejemplo, que una escoba y una pala podían estar en una pared. O una vela. No existía la decoración todavía. Y para nosotros era más fácil hacerlo con basura. Lo que teníamos a mano, mucha vela, nuestros plumeros, una jaula, un escobillón rosa, era decorativo. Pero nunca se había visto en la tierra. Todo estaba bien mientras que no fuera negro”.

Su primer desfile, en 1989: Latina Winter by Cotolengo Fashion. Eran 100 personas en la pasarela (al mismo tiempo), luciendo disfraces hechos de ropa usada.

LAS CLASES EN LA SECUNDARIA

A partir de Bolivia, los nombres de los locales que lo identificaron pueden darnos la pauta de lo que es el trash rococó. Entre ellos, El Dorado, Club Caniche, Morocco, Café París, La Victoria, El Diamante, Pipí Cucú, siendo éste el summum de la parodia al afrancesamiento palermitano y su última pelea en términos de sociedad comercial. Conceptualmente, podríamos resumirlo en ínfulas de elevamiento estético con conciencia local de todo por 2 pesos, sobre todo si recordamos las estampitas colorinches de vírgenes, los objetos de cotolengo, el papel picado, la bijouterie, el espíritu de canje y cartonerismo que inundaron sus diferentes proyectos, algunos de ellos muy bien logrados en esto de hacer explotar el pintoresquismo de ironía y belleza. De hecho, es innegable la influencia deloofiana en lo que fue Belleza y Felicidad, galería y librería que atravesó los primeros años del 2000 con pancartas antichetas y una escisión cada vez más punzante entre la cultura y el poder adquisitivo. De Loof, además, hace pie en un tema tan canónico como la importancia de la cuna en el quehacer artístico. “En este país, no sé si en otros países también, a mí me sorprende que el arte y la moda están todavía gobernados como en la secundaria, por apellidos, por buenas familias y por dobles apellidos. Es una especie de pueblo todavía. Mi sensación es que no superás, por más que tengas muchísimo talento, algo de clase. En las galerías hay una cosa que me parece igual a la secundaria. Bueno, ¿en dónde estudiás? En la Escuela del Sol. Bueno, ¿tu papá qué hace? Es psicólogo. Sigue siendo lo mismo de la secundaria.”

La estética de lo barato, desclasado o falto de apellido, entonces, confrontó notoriamente con lo que significó la avanzada de los Palermos y la idea de que allí se vivía la cultura. El barrio se cotizaba mientras el país se caía y polarizaba. En el disruptivo año 2001, De Loof realizó un desfile –suele armar la ropa sobre los cuerpos de los modelos– en el que los modelos desfilaban con bolsas de arpillera y prendas hechas de basura. ¿Avanzado? Probablemente. Pero también controvertido. Poco tiempo después, la película Zoolander (que él ni vio hasta unos años después) mostraba cómo el diseñador top y malvado Mugatu ideaba una colección llamada “Marginal” como el tope de la frivolidad snob en el epicentro de la moda. Más allá de coincidencias de época, lo de De Loof, desde el conurbano bonaerense, siempre pareció bastante sensato, si bien él confiesa sus válidos derroteros frívolos. De hecho, se encadena con una cultura under de asumir y aprovechar nuestra realidad, como repetían los djs Pareja años después en un tema bien sonado en las pistas porteñas: “Milán, Londres, New York, Pompeya” (en alusión al cotolengo del Ejército de Salvación, donde se compra todo usado y a muy buen precio).

1990, con un grupo de artistas asociados bajo el nombre de Genios Pobres.

LA ARISTOCRACIA DEL BARRIO

De la crisis financiera internacional a la doméstica hay una relación compleja, pero lo cierto es que el hombre necesitaba cash. Y rápido. Y nada de invertir millonadas para presentar obras de venta incierta. A ver... ¿con cuánto efectivo va la gente a una inauguración? De Loof acaba de inaugurar su muestra Bolita en la nueva galería Miau Miau. La inauguración fue impactante: los puntitos rosados que indican “vendido” se desparramaban por las paredes como en una gran liquidación europea. El enmarcó palabras, recortes, presentó remeras con su sello, y algunas pocas obras un poco más caras. “Hacía muchos años que no me interesaba hacer una muestra si no duplicaba por lo menos el importe invertido: si yo invertía 200 quería llevarme 400, como mínimo, porque después está todo esto de que si estás de moda o no estás de moda, si vas a estar de moda o no, si conviene comprarte obra. He hecho muchas muestras en las que no he vendido. Y las hice en ese momento por reconocimiento social. Ahora eso ya no me interesa: yo no puedo perder un peso”, dice. Y pasan cosas realmente raras en el mundo del arte. El había puesto una remera a 150 pesos, y una amiga le dijo: “Ponela a 1500. Si no la vendés, te la compro a 150”. La primera persona que cayó, la compró a 1500. “Lo ponés a 1500, 5000, 12 mil millones de dólares, no sé. Ponés un pañal tuyo cagado a 2000 millones de dólares y lo vendés. Pero no pongo la obra a $1500 porque quiero plata real. Yo no sé de qué viven los artistas. Yo realmente les pregunto cuántas muestras hacen al año y hacen una sola y capaz venden una sola obra, carísima. No es mi forma de ser. Yo sé que todo el mundo vende más caro, pero no me importa, yo con mil pesos soy feliz (si invertí 200).”

Mariano López, galerista de Miau Miau y un personaje de curiosidad y conocimiento incansables, observa varias cosas en la relación entre Sergio de Loof y su flamante galería: “De alguna manera la muestra de Sergio y el modus operandi que él propuso sintonizan perfectamente con el espíritu de la galería. Uno de nuestros horizontes mínimos es precisamente transformar la percepción de la gente respecto del valor del arte, y respecto del acceso que podemos tener los ciudadanos comunes al consumo de arte, en el sentido de apropiarse de una obra. Tratamos de decirle a la gente que puede comprar arte, y tratamos de que nuestros compradores no sean sólo coleccionistas o marchands. Es una posición de la galería, conectada directamente con su supervivencia pero también con el tipo de escena que quiere generar o ayudar a generar. Pensando más en Bolita, creo que muchos de los que compraron las obras de Sergio el día de la inauguración no habrían pensado en comprarla antes de esa noche. Hay algo en la fiebre que desata la inauguración, que genera un vértigo cercano al remate y destierra ciertos miedos, estimulando el desprenderse del billete con una recompensa muy tangible, que es la obra... Y esto va contra una idea que se repite mucho en relación con Sergio y que yo creo errónea: que Sergio desacraliza o rebaja el arte. Me parece que, por el contrario, Sergio recrea constantemente en sus intervenciones una atmósfera casi religiosa. Genera picos de intensidad, y más importante aun, genera un sentido de comunidad muy fuerte –aunque fugaz– entre los asistentes. En todo caso, lo que se rebaja o desacraliza es la obra, para poner en primer plano la apreciación y percepción de la obra, y la comunidad que se genera alrededor de la obra”.

Aquí se suma un componente que es imprescindible para comprender el carácter de leyenda de Sergio de Loof, a la vez que su lugar marginal, periférico, por momentos en la cresta de la ola, por momentos en Miramar, en un autoexilio dedicado a la escritura de una película. Es el ambiente, la idea de que el arte se hace rodeado de amigos, todos juntos ahora. En el 2001, De Loof presentó una muestra de retratos de sus amigos en la fotogalería del Rojas, a raíz de la muerte de uno de ellos. Ahí estaban muchos de los protagonistas de la escena cultural under de la ciudad, los agentes de un color y olor local que definiría una parte de esa época.

Y tanto en la importancia evidente que él deposita en la compañía y el afecto –también como motores de eventos, en un sentido amplio– como en los muchos proyectos avanzados que maneja ahora –un restaurante, una línea de remeras, una revista, una película, un desfile en Porto Alegre con el que va a abrir la Bienal– es cuando se puede ver que las constantes evocaciones al dinero como idea fija en realidad acompañan una estimulante realidad que aflora convirtiéndose casi en su legado y que dice que, en definitiva, hay un mundo de cosas por hacer sin dinero. A la hora de declamar, él parece comprometerse con un axioma: “Lo que yo tengo que hacer es ayudar a gente que está peor que yo. Yo siempre me acuerdo de un chico que atendía el almacén de sus padres, que se comunicó conmigo por Wipe... Hay gente que no es linda, que no mide 1,80, que no tiene un mango... para esa gente yo estoy. Para darles una esperanza. Madonna es la gran maestra mía. Es como que te dice vos podés: si sos pobre podés, si sos negro podés, si sos gay podés. Vos podés a pesar de lo que sos. Lo que Madonna hizo es darnos autoestima a los petisos, a los negros, a los latinos, a los desclasados. Nos puso plumas. Ella también era una de nosotros. Para mí todavía sigue siendo una especie de Jesucristo. Te da poder pensar en ella, te da fuerza, te parece que lo podés lograr. A mí me gustaría también poder decir eso: que si todo está en contra tuyo, vos igual podés. Algo así”.

Bolita continúa hasta el 25 de abril. El 24 habrá un remate con la obra que no salió a la venta en la inauguración.
De lunes a viernes de 15 a 20 en Miau Miau, Bulnes 2705.

Una historia del rococó trash se dio en el Bafici y espera fecha de estreno.

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Cualquier Chanel, en Cemento, 1990.

Pieles maravillosas, en el Garage argentino, 1990.

La fantástica diva lúmpen Ariel La Vogue en Haute Trash, Banco Patricios, 1992.

Ruth Infarinato en Haute Trash, desfile realizado con bolsas de compras que le dieron Teté, Susana y Gloria entre otras, y vestidos hechos con hojas de revistas Vogue y cinta scotch. Banco Patricios, 1992.

El Werther, en el Instituto Goethe, 1998.
 
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