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Domingo, 21 de junio de 2009

ICONOS > SIGOURNEY WEAVER: A 30 AñOS DE RIPLEY Y ALIEN

Alien en el mundo piensa en mí

 Por Mariano Kairuz

Hace unas pocas semanas se cumplieron treinta años del estreno de Alien, el octavo pasajero, la primera de la saga, la que dirigió Ridley Scott. La del inquietante slogan en el afiche: “En el espacio nadie puede oír tus gritos”. Y si parece que no, que no pueden haber pasado ya treinta, es porque se trata de una de las películas más modernas de la ciencia ficción contemporánea. Un guión paranoide formulado para una época paranoide, y una puesta en escena oscura, atmosférica, de mostrar menos para asustar más (hasta el final no conseguíamos saber que el monstruo de cabezota fálica era bastante antropomórfico). Alien es también una película poderosamente sexual, con organismos vivientes que parasitan a otros organismos y los contaminan, los atraviesan, los salivan y matan en la oscuridad.

La secuencia final de la película encapsulaba todo esto en unos pocos minutos, constituyéndose en un pequeño hito erótico del cine que despedía los años ’70. Un momento indeleble protagonizado por una entonces desconocida Sigourney Weaver, de 29 años y cierta frescura juvenil que no permitía sin embargo pensar en ella como un potencial icono sexual: su belleza siempre fue una belleza extraña, andrógina, algo fría. Pero algo pasaba en esta escena que cambiaba para siempre esa percepción. Convencida de que ya había dejado atrás al monstruo, de ser –junto con su gato– la única sobreviviente de los ocho pasajeros de la Nostromo, Ripley empezaba a desnudarse y se disponía a dormir hasta regresar a la Tierra. Y entonces lo presentía, y luego lo confirmaba: el bicho seguía ahí con ella, en la cápsula de emergencia. Son unos pocos planos: ella deslizándose adentro de un cubículo estrecho, exhibiendo sus piernas desnudas, su cuerpo apenas cubierto por una musculosa y una diminuta bombacha blanca. La tensión, el terror claustrofóbico, sobrevenían mezclados con una rara excitación, una adrenalina inusual. Muchas chicas murieron desnudas en el cine de terror posterior, en especial en los ’80, pero esto era distinto: aquéllas eran tan sólo víctimas, mientras que la teniente Ripley era una guerrera. Una guerrera desnuda. Una amazona.

Y de la noche a la mañana, Sigourney (Nueva York, 1949), la hija de un legendario pionero de la televisión norteamericana, la chica que no entendía ni respetaba la ciencia ficción porque quería dedicarse a los clásicos y al drama adulto; la que fue desalentada por su madre –que le dijo que no era nada linda– y por sus profesores de teatro –que le dijeron que no tenía ningún talento–; la misma que en su adolescencia abandonó el nombre que le dieron sus padres, Susan, por el de un personaje de El gran Gatsby, se convirtió en una superestrella internacional y en un icono sexual. Para nerds y también para el público masivo.

A continuación, Sigourney, todavía insegura, rechazó muchos papeles y tuvo varias malas experiencias (Peter Weir la trató de inexperta en el set de El año que vivimos en peligro). Recién con el correr de los ’80 y los años de terapia se afianzó con películas populares como Los Cazafantasmas, y con sus tres nominaciones al Oscar, la primera de las cuales se la ganó, significativamente, cuando volvió a encarnar a la teniente Ripley (en Aliens, de 1986, aquella primera secuela dirigida por James Cameron como una película de guerra en el espacio). Luego volvería a Ripley dos veces más: se dejó rapar y sodomizar y hasta inseminar por el monstruo titular, y se suicidó llevando en su vientre a la futura Reina Madre extraterrestre (en Alien 3, de David Fincher). Y aun muerta regresó, clonada, de la mano de su mejor sucesora posible, Winona Ryder, para una experiencia bizarra y deforme. Ripley se convirtió en uno de los personajes femeninos más fuertes de un cine supuestamente pensado para varones. Para Sigourney, la relación del monstruo con Ripley siempre había sido de naturaleza sexual y el arco de su personaje a lo largo de la serie la había llevado por casi todas las pruebas posibles de la maternidad: “Su sexualidad es su verdadera arma, y su femineidad le ha permitido proteger y salvar incluso a quienes detesta. Eso hace de Ripley una verdadera heroína femenina”.

Tras Gorilas en la niebla y con Secretaria ejecutiva empezó una saga de mujeres “maduras” de una sexualidad más bien intimidante. Incluso brujeriles (que llegan hasta la rara y poco vista versión de Blanca Nieves que hizo en 1997, pasa por La muerte y la doncella –Dorfman por Polanski– y resucita cada tanto, como lo hizo hace poco en la comedia de Tina Fey, Baby Mama). Culpa de los productores, dice: “Los productores de los estudios son bajitos, yo mido 1,80: no soy su fantasía sexual promedio. Supongo que por eso he interpretado a tantas mujeres aisladas”. En la última década se refugió en películas más chicas (hizo de autista en Snow Cake; filmó La tormenta de hielo, con Ang Lee), pero a fines de este año podría reencontrarse con el público masivo cuando se estrene Avatar, el demorado y megalómano regreso de James Cameron. Un retorno también, para ella, al terreno en que se convirtió en una superestrella.

Ahora que está por cumplir 60 y, dice, sólo le ofrecen los papeles que debe estar rechazando (su ex compañera de estudios) Meryl Streep. Y ahora que ya pasaron treinta desde aquella escena que dejó temblando a millones. Aquella secuencia breve, hipnótica, la humanidad resistiendo con lo (poco) puesto frente a la bestia fálica del exterior; apenas un gatito, una bombacha y una criatura sinuosa y babosa escamoteada en las sombras, encarnando la gran pesadilla húmeda para toda una generación.

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