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Domingo, 23 de agosto de 2009

INVESTIGACIONES > LA ESTADíA PORTEñA DE GARCíA LORCA

Días de Lorca en Buenos Aires

Iba a venir por un mes y se terminó quedando seis. Y quizás se hubiera quedado a vivir aquí, torciendo su destino. Federico García Lorca visitó Buenos Aires entre el 13 de octubre de 1933 y el 27 de marzo de 1934. Visita inolvidable para él y para quienes lo trataron. Visita consagratoria, entre Lola Membrives y Neruda, Girondo y Norah Lange. Pero poco más que la placa del Hotel Castelar recordaba hasta ahora esta mítica gira del poeta andaluz. El libro de Reina Roffé (El otro amor de Federico, Plaza & Janés) viene a reparar el olvido con una jugosa mezcla de novela, biografía, memoria e historia de unos días tan felices como agónicos.

 Por Juan Pablo Bertazza

Una plaqueta en el frente del Hotel Castelar –donde se alojó durante su estadía– y una calle en Caballito por la zona de Primera Junta a la que más de un desprevenido sigue llamando Cucha Cucha. Poco, muy poco. Casi nada que pueda llegar a dar cuenta del romance caliente, del feedback incontenible que hubo entre Federico García Lorca y la ciudad de Buenos Aires a partir de una visita propiciada por la Sociedad Amigos del Arte para dar una serie de conferencias; visita que iba a ser breve como suelen ser las de los visitantes extranjeros en gira y que duró casi medio año: desde octubre de 1933 hasta marzo de 1934. Una aventura amorosa –y más, mucho más– porque en el puerto de Santa María de los Buenos Aires le tocó al poeta vivir en vida, justamente, el éxito más grande de su vida. Buenos Aires fue a Lorca eso: la calma que antecede a la tormenta, el bienestar que precede a la muerte y procede al dolor. Cargando todavía en su mochila de artista la riquísima experiencia de su viaje a Nueva York en 1929 (donde vivió y escribió en primera persona el crack económico), y todavía angustiadísimo por las críticas y burlas que Buñuel y Dalí –sus ex amigos y algo más– le habían dispensado con motivo de su exitoso pero muy alejado del surrealismo Romancero Gitano, Lorca encontró en Buenos Aires un torbellino de aplausos, éxito, dinero, aplausos, gente colmando los teatros donde se representaban sus obras (Bodas de sangre, La zapatera prodigiosa y Mariana Pineda) y aplausos, más aplausos apenas dos años antes del que sería su tristísimo fusilamiento. El Café los 36 billares, obviamente el Hotel Castelar, el Teatro Avenida, El Tortoni, la hoy extinta confitería El Molino y hasta la cancha de Boca y la Isla Maciel fueron algunos de los sitios emblemáticos de la ciudad que, junto a personalidades de la época como Girondo y Norah Lange, González Tuñón, Victoria Ocampo, Alfonsina Storni, Natalio Botana, Salvadora Medina Onrubia y el mismo Neruda (que residía aquí por esos años), sedujeron y dejaron su marca en el indomable corazón del poeta. Para Buenos Aires, por su parte, la presencia luminosa de Lorca (quien llegó al país en un año en el que se contabilizaron nada menos que 500 suicidios además del multitudinario entierro de Yrigoyen) significó un oasis en ese desierto que constituyó la Década Infame, con dos golpes de Estado en la entrada y en la salida (el que derrocó en 1930 a Hipólito Yrigoyen y el que hizo lo propio en 1943 con Ramón Castillo), fraudes electorales por donde se mirara y suicidios tristemente célebres (Alfonsina Storni, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones, entre otros).

“Hace tiempo que tenía ganas de escribir sobre Buenos Aires porque es una ciudad que, sobre todo a la distancia, se añora mucho. Primero fui a Estados Unidos, luego volví a Buenos Aires una vez recuperada la democracia y después viajé a Madrid más que nada por cuestiones laborales. Yo vivo en España pero vivo pensando en Buenos Aires, mi ciudad, mi lugar soñado” dice con emoción la escritora Reina Roffé, autora de El otro amor de Federico, un libro que se propuso ir más lejos que cualquier plaqueta y cualquier calle para hacerle justicia a un encuentro histórico que hizo historia. Con una mezcla perfecta de consulta exhaustiva de documentos de época como cartas, críticas teatrales y testimonios de protagonistas privilegiados, más ese plus que sólo otorga la intuición creadora, El otro amor de Federico hace nido en los intersticios que hay entre realidad y ficción, entre novela y biografía ya desde los subtítulos de sus capítulos que van alternando, precisamente, entre La realidad y La ficción. Cartas que Lorca piensa de noche y madrugada pero nunca le envía a su madre, anécdotas y reflexiones que van hilvanando dos personajes fundamentales de este libro, tan fantásticos como verosímiles: una enigmática astróloga que conoce al poeta a bordo del barco que lo trae a Buenos Aires y Francesca Vallmajor Francis, una hermosa catalana que se radica en Argentina y enamora en todo sentido a Lorca. Míticos encuentros entre el genio andaluz y diversas personalidades como Gardel, Borges, Discépolo, Aníbal Troilo y una Evita de quince años que le pide ayuda profesional recién llegada a Buenos Aires. Todos encuentros míticos, muchos documentados, alguno inventado; todos verosímiles.

“Hay una invención casi en un noventa por ciento, claro que están las cartas, las biografías; yo investigué durante meses, releí toda su obra. Pero quise reelaborar todo para poder fantasear con aquello que él podría haber dicho y que podría haber sentido. Si bien el contexto está construido con datos de la realidad, yo termino fabulando a Lorca, le creo una voz, un discurso que no es antojadizo. El dijo ciertas cosas pero podría haber dicho otras, yo le creé una voz para que pudiera decir esas otras que no tuvo tiempo de decir porque murió muy joven. Por otro lado, me ayudó el hecho de que él era bastante consciente de su obra, de la cual escribía y hablaba mucho y hasta se sentía inseguro, con miedo a ser un impostor”, revela Roffé.

Residencia en la tierra

Una de las conferencias que Lorca dio en Buenos Aires se llamó “Juego y teoría del duende”. Ahí hacía una clara distinción entre el duende y el ángel: “mientras el ángel ilumina y conduce, el duende se encarna en el artista y aparece como un brote súbito y regio de su sangre. Sin duende, el arte es un mero ejercicio, una pirueta despojada de emoción”.

No es tan frecuente que alguien con tanto carisma como Lorca sea también tan consciente de la fascinación que provoca. Sin embargo, a pesar de esa conciencia, parece que aun al más ducho lo encandilan los elogios y la aprobación. Como un Dios, como un ministro, como un conquistador, como un pirata del siglo XV. Así cuenta Lorca que se iba sintiendo a medida que entraba en contacto con el público de Buenos Aires. De todo menos como un rock star, lo que tal vez sea la definición más apropiada. “Vos sos el duende entre los duendes”, le dice una admiradora apenas empieza a dar muestras de su encanto. Lo cierto es que la estadía de Lorca en la ciudad se fue expandiendo de una forma similar a la que empleó Scheherezade en Las mil y una noches para postergar su muerte: un día lo retiene el amor sin límites de los porteños, otro día la obligación asumida de repetir su exitosa conferencia, otro día la puesta en escena de una de sus obras, otro día una tertulia con lo más prestigioso de las letras argentinas, y así.

Todo el mundo en Buenos Aires parecía estar enterado de quién era Lorca. ¿Eso fue realmente así o sólo se trataba de un gesto snob?

–Están las dos cosas. Por un lado, él era conocido por varios poetas y periodistas argentinos como Pablo Suero, que en realidad era asturiano, como varios de esos personajes fundamentales en el teatro y el periodismo de la época que se habían radicado desde chicos en Argentina. Pablo Suero lo conoce, lo lee y decide ser su gran anfitrión porque lo atrae tanto su obra como su personalidad. Por otro lado está también esa cosa cholula que no hay que criticar, esa enorme curiosidad del argentino de conocer al otro, lo que viene de afuera. A veces dejando de ver a nuestros propios valores, eso es verdad; nosotros tenemos la curiosidad de conocer todo lo que se está produciendo en otros países y es algo que no sucede en todos lados. En España, por ejemplo, hay una gran indiferencia por conocer al otro, que siempre es mirado con cierta desconfianza.

¿Y qué provocó en Lorca todo ese entusiasmo?

–En primer lugar, confianza. La seguridad de que su obra no podía ser tan mala. Además le vino bárbaro porque él tenía una cosa muy infantil, muy de niño mimado: la necesidad de mostrarle todo el tiempo a su familia que por fin empieza a ser conocido y a ganar dinero, pareció estar en deuda permanente con su familia, que siempre lo sostuvo hasta grande y que pretendía que él ejerciera de abogado, carrera que terminó aunque nunca llegó a interesarle. Por otro lado, tenían que girarle mucho dinero porque Lorca era un tipo muy generoso que se gastaba todo y cuando llega a esta ciudad, y gracias a las obras teatrales, empieza a ganar mucho y le pagan muy bien las conferencias, algunas de las cuales llega a repetir. Es decir que se siente en la gloria. Pero al mismo tiempo que disfruta ese excepcional reconocimiento que le dan tanto en Argentina como en Uruguay, no deja de mostrarse preocupado por el tremendo avance de la derecha en España. Era una época muy difícil y muy sintomática de nuestra historia.

¿En algún momento Lorca dudó en fijar su residencia en Buenos Aires tal como planteás en el libro?

–Es posible que un escritor que viaja a otro país y es recibido como él lo fue acá, y encuentra tantos amigos con quien compartir charlas, lecturas y una vida cultural tal intensa, tuviera ganas de construir ciertas cosas con más libertad que en España; porque en tu país siempre tenés o sentís la mirada controladora de la familia, de los amigos; en otro país te sentís más libre para vivir y crear.

Es muy interesante lo que planteás al respecto en el libro: el hecho de que esa libertad que él encuentra acá la termine usando para proyectar sueños convencionales como la mujer, los hijos y la familia.

–Es que él se siente tan a gusto acá que empieza a soñar con cierto grado de normalidad a través de una mujer que lo entiende, que lo ve mucho más de lo que él se ve a sí mismo, y además él adoraba a sus sobrinos y a los niños en general; por otro lado, este país le iba a permitir otras instancias de su vida sexual porque esa mujer, Cesca, era tan comprensiva que finalmente le dice que no lo quiere encerrar en esa “utopía de normalidad”. El modernismo cayó en desgracia y entonces, como sigue sucediendo ahora, se tira todo a matar porque hay otra cosa que se quiere imponer, y eso es un gran error. Entonces Lorca dice: “Cómo puede ser que Rubén Darío, quien vivió acá, no tenga una sola plaza con su nombre”, y entonces con Neruda deciden reivindicarlo dando un discurso “al alimón”, una práctica que hacen dos toreros muy hermanados combatiendo a un solo toro. Eso está documentado y todos quedaron muy sorprendidos porque uno decía una palabra y el otro lo iba completando. Lorca era un tipo muy ocurrente, que quería divertir a los demás pero también llamaba la atención sobre ciertas cosas. El miró con asombro todas esas discusiones pero como buen embajador de su país se mantuvo al margen, tomó lo mejor de Buenos Aires y se hizo muy amigo de escritores de distintas estéticas como Neruda, Tuñón y Discépolo.

Estaba tan ocupado en eso que no escribió nada durante esos seis meses...

–Es verdad, en Buenos Aires prácticamente no pudo escribir nada, intentó con Yerma pero no hubo caso, fue a Montevideo pensando que iba a poder terminar, al menos, el tercer acto y tampoco hubo caso. Para mí su obra más brillante es La casa de Bernarda Alba, donde él conjuga todas sus preocupaciones. El prefirió prodigarse a la gente, conocer a cada uno de los escritores, pero igual trabajó mucho en torno al teatro, hablando, creando números musicales; y además de todas sus representaciones hizo una adaptación de La dama boba, de Lope de Vega.

Más allá del placer que le generaban los elogios, ¿Lorca llega a entender de verdad a Buenos Aires?

–En gran medida sí. Se ve fascinado con lo que ve aquí. Tal vez, como sucede con todas las cosas, le haya llevado un tiempo: como sucedió en el viaje de regreso cuando lee esa Biblia porteña que era El hombre que está solo y espera, de Scalabrini Ortiz; ahí empieza a entender la cosa festiva y a la vez nostálgica del tango, que le encantaba por la relación que tenía con lo popular.

Tal vez si se quedaba se hubiera salvado de la muerte.

–Cuando volvió a España también tenía pensado hacer un viaje a México y finalmente no lo hizo porque privilegió su deseo de volver a Granada para festejar el santo del padre que también era su propio santo, fue ahí cuando lo fueron a buscar y lo mataron. Por otro lado, no hay que olvidarse de que la Guerra Civil española fue una guerra de chivatos, gente que te delataba por cualquier cosa, incluso por quedarse con el almacén de la esquina, así que el riesgo estaba.

Mi vida con ellas

Más allá de su hoy conocida homosexualidad, descubrimiento que Roffé no duda en atribuir a su biógrafo Ian Gibson por el mérito de haber hablado sobre eso cuando nadie se animaba, tanto la vida como la obra del poeta y dramaturgo estuvieron signadas por las mujeres con las cuales sentía una gran identificación, tal como la tuvo con los gitanos, los moriscos, los judíos y los negros de Harlem. En su mismo viaje a Buenos Aires tuvo mucho que ver, por ejemplo, Lola Membrives, quien lo conoce en España y tuvo la virtud de darse cuenta de que el carisma de Lorca, su presencia en el lugar iba a volver sumamente taquilleras las reposiciones de sus obras, tal como pasó con Bodas de sangre, reestrenada por entonces en el teatro Avenida. Esa idea, sobre todas las cosas, parece haber tenido en mente Reina Roffé a la hora de componer a ese maravilloso personaje femenino que es Francesca o Cesca, quien además de obrar como gran confesora del poeta, termina enamorándolo.

La pregunta del millón: ¿existió esa mujer?

–A veces trabajo construyendo los personajes como Victor construyó a Frankenstein: con retazos, con pedazos de distintas personas. En definitiva, este personaje está basado en varias mujeres que conoció Lorca y que conocí yo también del ambiente cultural argentino, y que fui enhebrando, zurciendo. Lorca gustaba mucho a las mujeres: era un tipo simpático, galante, conversador, atento al detalle y sentía además que la misma marginación que había sufrido ya de niño (siempre decía que era alumno de último banco) lo hacía comprender muy bien la situación de la mujer de aquella época: se le pedía todo pero no se le permitía nada, era constantemente mirada con recelo, custodiada por la familia y por la misma sociedad; por lo que no podía expresar lo que sentía ni vivir libremente su sexualidad, que era lo mismo que le sucedía a Lorca: él se sentía muy identificado con las mujeres y, de hecho, los personajes más importantes de su dramaturgia son mujeres, encuentra una veta importante para canalizar a través de estos personajes femeninos todos sus padecimientos.

En el libro contás un episodio en la casa de campo de Botana en el que Neruda termina con una mujer que nunca se aclara quién es.

–Lange, Salvadora, Alfonsina o Blanca Luz, la mujer de Siqueiros. Hay todo un juego ambiguo. Es que en este tipo de material que una investiga nunca se sabe: una llega a la conclusión de que todas las anécdotas de gente que fue testigo de esa época, o al menos buena parte de esos testimonios también son, en parte, inventados. Entonces una tiene que trabajar con su intuición, como un poeta, como un novelista. Quedarse con lo que uno considera cierto. Eso para mí es lo que hace de este libro una novela, si bien trabajo con herramientas de la historia, de la biografía, del ensayo, del testimonio y de la crónica. Yo considero que este tipo de novelas sirven como recuperación, para que el tiempo no sea devorado. Sobre todo cuando tratan de épocas llenas de personajes que marcaron las coordenadas de lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos, épocas tan ricas a la hora de reelaborar, reinterpretar con una visión actual; un antídoto, en definitiva, contra la muerte y el olvido.

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Imagen: Xavier Martin
 
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