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Domingo, 25 de octubre de 2009

PERSONAJES > LAS MEMORIAS ACTUALIZADAS DE LAUREN BACALL

El secreto de sus ojos

 Por Mariano Kairuz

Imposible no enamorarse de Lauren Bacall en su primera aparición en cine. En el final de Tener y no tener nos despide con un pequeño, sensual movimiento; algo que no llegaba a ser un paso de baile, apenas una insinuación de las caderas. Y ya había patentado lo que quedaría bautizado como “La Mirada”: esa forma en la que alzaba los ojos hacia Bogart, con el mentón casi pegado al pecho. El color de esos ojos se transparentaba, en la pantalla en blanco y negro, como los de nadie: la suya era la mirada hipnótica perfecta para el cine de los ’40.

Ella tenía apenas 19 años, era la primera vez que aparecía en cine y su carrera en teatro era mínima, pero ya había conseguido su mejor imagen. Su química con Bogart en el cine fue absoluta y eso se debía a que lo fue también, automáticamente, fuera del set, por las noches, en las escapadas que se hacía Bogie de su desdichada vida con su tercera esposa. Howard Hawks lo sabía y lo habrá tolerado porque beneficiaba a su película, pero no le gustaba nada: Bacall era suya. Era su proyecto, la había sacado de la nada –tras descubrirla en una foto en la revista de modas Harper’s Bazaar– para moldearla, convertirla en su estrella, su invento. Quizá lo había hecho también por atracción sexual, aventura la propia Bacall en sus memorias, pero en todo caso nunca se lo hizo saber. Lo cierto es que Hawks filmó otra película con la pareja Bogart-Bacall –El sueño eterno– y ellos protagonizaron otras dos más juntos, y en cuanto Bogart pudo divorciarse, se casaron. Y ella pasó de ser el último gran descubrimiento de Hollywood para ser una página de sociales: la señora de Bogart. La mujer que le dio dos hijos cuando él –que le llevaba 25 años– ya no esperaba tenerlos. Es en parte por eso que la imagen más perdurable de Bacall es la de ese encanto juvenil irresistible: su trayectoria cinematográfica, que se extiende hasta el día de hoy, nunca volvió a ser tan interesante como en aquellos primeros años.

De cómo debió remontar su carrera varias veces habla Bacall, con detalles, en su autobiografía Por mí misma, que publicó originalmente en 1978 y que cuatro años atrás actualizó con unas 120 páginas extra en las que pasa lista por, principalmente, las muertes de seres queridos –mayormente actores y actrices con los que compartió largas amistades–, ofrece algunas opiniones sobre la vida actual en Estados Unidos, y habla otro poco sobre las películas que hizo en ese lapso. Esta versión extendida se llama Por mí misma y un par de cosas más, y acaba de llegar a las librerías locales en su edición española.

Pero lo mejor del libro sigue estando en sus 670 páginas originales. Al principio se extiende sobre su adolescencia en Nueva York, donde fue criada por su madre –inmigrante rumana judía, separada– y por su abuela y un tío; sobre lo acomplejada que la tenía su cuerpo –demasiado desgarbada para el ballet, demasiado “plana” para el modelaje y el estrellato teatral y cinematográfico al que aspiraba, adorando a Bette Davis y al desabrido Leslie Howard–; y sobre cómo fue que terminó, Hawks mediante, con uno de esos contratos leoninos que hacía firmar Jack Warner a sus actores. El centro dramático del libro es, por supuesto, su relación con Bogie, con la prensa en los talones al principio, luego una vida matrimonial y familiar que describe como la felicidad total, y finalmente el cáncer y la muerte de él, a principios de 1957. Lo más notable es cómo Bacall consigue convertir a aquellas estrellas que fueron sus amigos y parejas en personas reales. Incluso desde el más afectuoso de los recuerdos, habla sin problemas de las contradicciones e inseguridades de Bogart, de algún arrebato emocional regado con alcohol, y es muy precisa en su descripción física de cómo fue consumiéndolo la enfermedad. A la hora de recordar la casa californiana de la familia, ahora un espacio lóbrego en ausencia de su marido, cuenta, en un momento, cuando su hijo mayor, Stephen Bogart, de ocho años, le espetó con entusiasmo, en la víspera de San Valentín: “Ya sé mamá, ya sé cómo podemos dar una sorpresa a papá: nos podemos pegar un tiro todos y así podemos estar con él por San Valentín”. Ese es el nivel de autenticidad e intimidad que alcanza a veces Bacall en sus memorias.

Luego logra algo parecido en su descripción de Frank Sinatra y Jason Robards. El primero se dedicó a seducirla e ignorarla alternativamente durante los meses posteriores a que ella quedara viuda. Un maltrato al que ella se dejó someter, argumenta, todavía un poco ingenua y perdida, al encontrarse por las suyas en el mundo, por primera vez desde que conoció a Bogie siendo tan joven. Robards fue su segundo esposo (y padre de su tercer hijo), pero se trató de una relación desestabilizada por el alcoholismo, y que se extendió por ocho años. La narración de todos esos años queda puntuada por demasiadas muertes de gente querida, muchas de ellas prematuras; una suerte de constante en su biografía, junto con las borracheras de sus parejas famosas.

Acaso por haber quedado demasiado curtida por aquellas experiencias, los papeles por los que recuperamos a la Bacall cinematográfica en su vejez no podrían estar más distanciados de aquella jovencita que fue una estrella por un puñado de películas. Ha sido una suerte de matriarca en películas como Reencarnación –esa rareza protagonizada por Nicole Kidman, donde desplegaba un áspero sentido del humor– y en Dogville y Manderlay, las brechtianas puestas de Lars von Trier. Hace un mes cumplió 85 años y a fines de febrero de 2010 recibirá un Oscar Honorario que quizá no sea tanto –como ocurre tantas veces con este premio– un reconocimiento tardío a su carrera, como uno a la carrera que no fue, y que pudo haber sido de no haber jugado otros papeles, no menos importantes, en la leyenda del Hollywood clásico.

Por mí misma y un par de cosas más
Lauren Bacall

RBA Libros SA
796 páginas

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