Dos horas de película y apenas un par de fotos. Con los avances alcanzaba para imaginárselo: Nine es un apilamiento de calamidades que ni siquiera se salva por aquello que suele salvar a algunas de las películas más ignominiosas –algo que es y ha sido desde los inicios toda una razón en sí misma para ver películas–: su pelotón de actrices buenas, de chicas lindas, de mujeres magnéticas. Nine, película basada en un musical inspirado en una película, llega promocionada por sus mujeres, las que acosan y hostigan desde la intimidad o el más allá a Guido, el protagonista en pleno y doloroso bloqueo creativo. La lista es heterogénea pero imposible de pasar por alto: Nicole Kidman, Kate Hudson, Marion Cotillard, Fergie, Penélope Cruz, Sophia Loren, Judi Dench. Incluso la enumeración de las que no fueron es potente: el papel de Kidman iba a ser originalmente para Catherine Zeta Jones, y se pensó para su reemplazo en Amy Adams, Gwyneth Paltrow, Anne Hathaway, Juliette Binoche, Demi Moore.

Adaptación -–hasta ahí nomás, en lo que a narrativa cinematográfica se refiere–- de una exitosa obra que fue interpretada en Broadway desde principios de los ‘80, primero por Raúl Julia y después por Antonio Banderas, y que a su vez funcionaba como un homenaje explícito a Fellini y su film 8 y medio (1963), Nine fracasa en su principal apuesta: convertir a estas mujeres en torbellinos capaces de sacudir la vida y la memoria de un cineasta en crisis creativa y personal. Todas son sus musas: madre, esposa, actrices, amantes, y hasta una puta de su niñez. Pero la película apenas les dedica, muy esquemáticamente, una a una, un número musical. Varios de estos números apelan a una idea de “italianidad” que da vergüenza ajena, por sus autores, por el director Rob Marshall, y por sus pobres intérpretes. Más o menos airosa sale Fergie, la cantante de los Black Eyed Peas, que aumentó varios kilos para arrimarse a la voluptuosidad de las actrices más célebres del cine de la península, pero le toca en suerte cantar el penoso eslogan de la película, “Sé italiano”. Nicole Kidman, la estrella, responde a un halago de Guido diciendo algo así como: “No me estás viendo a mí, sólo a mi peluca y mi maquillaje, yo me encuentro debajo de eso”. Un parlamento muy desafortunado para una actriz que hacía ya mucho se perdió debajo de su máscara y a la que ya le es imposible interpretar algo parecido a una persona real en la pantalla. Pero la que definitivamente va a tardar en regresar de ese purgatorio en que pone la película es Kate Hudson, quien en el papel de una frívola periodista de la revista Vogue, le canta al director bobadas sobre cómo la calienta el neorrealismo y el “Cinema Italiano de Guido”. No va a ser fácil, Kate.

Quedan a salvo dos de las chicas. Una es Marion Cotillard, la francesa que el año pasado se llevó el Oscar por su interpretación de Edith Piaf, y que lleva adelante toda su parte -–la de Luisa, esposa de Guido–- con convicción y gracia y belleza. Y habrá que salvaguardar el honor de Penélope Cruz, alias Carla, la amante febril, que se monta el número más Moulin Rouge de todo el asunto y a quien no se puede dejar de mirar. Sí, es cierto, vuelve a hablar en inglés, pero en el guiso de acentos de Nine es tan solo un detalle. Y hay que agradecerle, ya que lo único que queda en la memoria al abandonar el cine es su lencería rosa y negra, sus piernas largas de movimientos acrobáticos, la calentona suavidad con que muerde su brillante pelo negro cuando le cae sobre la cara en plena acción sobre escenario y fondo igualmente negros, y esas cuerdas en las que se enreda, y esos sacudones con los que ofrece su culo a la cámara, la única cosa que vibra de verdad en toda la película.

Pero eso es todo. Cotillard y Penélope.

Lo dicho: dos horas de película, y poco y nada para ver: apenas una escena. Poco más que un par de fotos.

Una de las cuales podría ser la que ilumina esta página.

De nada.