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Domingo, 9 de mayo de 2010

Lo que hace a Grecia

 Por Cornelius Castoriadis

La ruptura ocurre en Grecia. ¿Por qué en Grecia? No hay nada fatal en esto: hubiese podido no ocurrir, u ocurrir en otra parte. Además, en otra parte, también ocurrió en otros lugares –en la India, en China, casi en la misma época–. Pero se quedó en el camino. No puedo decir nada, no sé decir nada sobre las razones que hicieron ser esta ruptura en estos pueblos y no en otros, en esta época y no en otra. Pero sí sé por qué sólo en Grecia llegó hasta el final; porque fue ahí donde la historia se puso en movimiento de otra manera; porque ahí es donde “nuestra” historia comienza, y comienza en tanto historia universal. No es más que en Grecia donde el trabajo de esta ruptura está indisociablemente vinculado con y llevado por un movimiento político, donde la interrogación no permanece simple interrogación sino que se vuelve posición interrogante, es decir, actividad de transformación de la institución, que a la vez presupone el origen social de la institución y de la sociedad como origen perpetuo de su institución. Esta dimensión política anuda y lleva a su potencia más aguda a los otros componentes de la creación imaginaria que los griegos constituyen y que los constituyen como griegos. Esta interrogación no reconoce ninguna clausura y también se vuelve sobre sí misma, se interroga acerca de sí misma.

La experiencia de los griegos es el descubrimiento: el develamiento del Abismo; sin duda aquí está el núcleo de la ruptura, y sin duda alguna su significación absoluta, transhistórica, su carácter de verdad, de ahora en más eterno. Aquí la humanidad se sube sobre sus propios hombros para mirar más allá de sí misma y mirarse a sí misma, constatar su inexistencia, para ponerse a hacer y a hacerse.

Lo que hace a Grecia no es la medida y la armonía. Lo que hace a Grecia es la cuestión del sinsentido. Esto está dicho con todas las letras desde el origen –aunque las orejas mugrientas de los modernos no puedan escucharlo, o sólo lo escuchen a través de sus consuelos judeocristianos o de su correo del corazón filosófico–. La experiencia fundamental griega es el develamiento, no del ser y del sentido, sino del sinsentido irremisible.

El Abismo es Abismo, y es vano tratar de ocultarlo. El reconocimiento de este hecho va a la par –virtualmente– del reconocimiento de este otro hecho: nuestra institución del mundo –a saber: nuestra manera de vivir con el Abismo, nuestro compromiso imposible e ineluctable con el Abismo– contiene un componente relativo, arbitrario, convencional. A la naturaleza infrangible e inmutable aun en sus cambios, se oponen las leyes de las comunidades humanas: contingentes, convencionales, arbitrarias. Sin embargo, no podemos vivir sin ley; y, a partir del momento en que dejamos de otorgar un privilegio irreflexivo a nuestra ley, no podemos vivir sin preguntarnos: ¿qué es la buena ley y qué es la ley?

Por eso, tan esencial como el reconocimiento del Abismo es la decisión y la voluntad de enfrentarlo.

Hay para hacer, y hay para pensar y para decir –en un mundo donde nada garantiza de antemano el valor de hacer, la verdad del pensar y del decir–. Y antes de los filósofos, el pueblo hace filosofía en acto. Oponiéndose, en y por sus actos –discusión y discusión, argumentación y reflexión–, a la idea de una ley dada de una vez por todas y sacrosanta por ser dada. Plantea, pues, una interrogación sobre el contenido y la fuente de la ley.

La bella frase de Jean-Pierre Vernant: la razón griega es hija de la ciudad, sin duda es verdadera, si tomamos la razón en un sentido relativamente restringido y “técnico”. Pero, en un sentido más originario, debe decirse que ciudad y razón nacen juntas y no pueden más que nacer juntas. El último filósofo solitario que, escondiendo sus pensamientos, sobreviviera en un régimen totalitario mundial sería filósofo en tanto siguiese dialogando, ideal y efectivamente, con la línea de filósofos que empieza en Grecia. O, más generalmente, en tanto se situase en este espacio público y común de búsqueda de la verdad, de confrontación, control recíproco y examen de las opiniones, que fue abierto –más exactamente creado– por primera vez y para siempre por el pueblo de las ciudades griegas. En efecto, lo que está en juego en este espacio no es solamente lo que hay que hacer aquí y ahora, sino lo que debe ser la ley de ahora en más. Esta actividad política, esta autoinstitución de la ciudad, es al mismo tiempo pensamiento. No solamente pensamiento de los filósofos y por los filósofos; pensamiento del pueblo y por el pueblo.

Estas líneas son parte de Lo que hace a Grecia (De Homero a Heráclito), una recopilación publicada por el Fondo de Cultura Económica de los seminarios dictados en 1982/3 por el filósofo, economista y psicoanalista marxista griego Cornelius Castoriadis (1922-1997). Los fragmentos acá reproducidos, incluidos como Anexos, pertenecen a trabajos inéditos de 1979 sobre el nacimiento del pensamiento político en la Antigua Grecia, y que sin embargo leyendo y viendo las imágenes de lo que pasa en Atenas en las últimas semanas, resuenan con una actualidad elocuente.

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“Pueblos de Europa: ¡álcense!”: una pancarta colocada el 4 de mayo por el Partido Comunista griego (KKE) en una de las paredes de la Acrópolis, frente al Partenón.
 
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