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Domingo, 30 de mayo de 2010

PERSONAJES > LA BIOGRAFíA DE TATO BORES POR CARLOS ULANOVSKY

Peluca telefónica

Hace ocho años, el periodista Carlos Ulanovsky curó una muestra homenaje a Tato Bores llamada Expo Tato. Allí la familia Borensztein le contó que conservaba las memorias inconclusas que Tato había empezado a escribir en 1994, cuando se quedó fuera de la televisión. Años después, sobre esos recuerdos, entrevistas con el gran humorista y otras nuevas con la gente que lo conoció y trabajó con él, armó Tato, la primera biografía integral del hombre que se hizo llamar el “actor cómico de la nación”.

 Por Mariano Kairuz

En 1994, cuando la televisión argentina se quedó sin Tato Bores, se abrió un agujero enorme en la pantalla que 16 años más tarde sigue sin cubrirse. Mauricio Borensztein murió en los primeros días de 1996, pero ya en aquel ’94 no estuvo al aire, cosa que no tuvo nada que ver con su enfermedad. No era la primera interrupción en una carrera televisiva iniciada en el ’57 y varias veces marcada por la censura, pero sí fue una particularmente significativa para él. Un poco empujado por la desazón en que le había dejado esta suerte de exilio en democracia, empezó a escribir sus memorias. Uno de sus textos comienza así: “Después de ganar cuatro Martín Fierro en las cinco nominaciones que tuvo nuestro Good Show de 1993, les voy a contar un secreto: no me quiere ningún canal”. De esas memorias que quedaron inconclusas, y de una intensiva investigación con decenas de entrevistas realizada por el periodista Carlos Ulanovsky, se compone el relato de Tato, memorias inéditas y biografía del actor cómico de la nación (Emecé). Un libro que desde sus primeras páginas se abre a esa nota amarga que fue la salida anticipada de Tato Bores de la televisión; su imposibilidad de despedirse de varias generaciones de espectadores que lo habían acompañado por más de 35 años.

Para fines del ’93, tras aquella serie irregular de especiales mensuales que fue Good Show, Gustavo Yankelevich decidió que Tato Bores no continuaría en Telefe el año siguiente. Good Show no había funcionado como se esperaba, pero Tato y sus hijos, que fueron también sus productores en su última etapa, sintieron que eso se debía en parte a que el canal le había soltado la mano al programa –con una promoción insuficiente, con corrimientos de días y horarios– hasta sacárselo de encima. Y se lo atribuyeron a una presión directa del menemismo, que se encontraba ya en pleno plan reelectoral.

El rápido avance de la enfermedad de Tato terminó por restar importancia a estas circunstancias políticas y mediáticas. Pero hoy aquel final anticipado cobra una nueva perspectiva en la biografía que traza Ulanovsky, en la que capítulo a capítulo se va reflejando también una evolución de la televisión argentina; hasta alcanzar ese punto de inflexión en que el medio empezó a asumir algunas de las formas que presenta hoy. Hasta que empezó a abrirse ese agujero que marcó su ausencia.

Carlos Ulanovsky.

El vertigo de las palabras

La primera de las muchas veces que Ulanovsky entrevistó a Tato Bores fue para la revista Confirmado, de Jacobo Timerman, en 1965. “Y lo volví a entrevistar para casi todos los medios en los que trabajé: El ratón, Clarín, Página/12, La Nación”, cuenta Ulanovsky. “Tato era un entrevistado muy particular. Siempre, primero que nada te chumbaba, te maltrataba, te decía: Bueno, ¡¿Para qué viniste?! ¿Otra vez vas a venir a hacerme nota, qué me vas a preguntar que no me hayas preguntado ya?; ¡No me vengas a preguntar por qué me puse Tato porque te echo a la mierda! Pero después no te dejaba ir: No te vayas, dale, quedate, tomate un whiskicito más”. Pero el disparador del libro fue Expo Tato, una muestra que Ulanovsky curó en el Centro Cultural Recoleta en 2002, que convocó a más de 100 mil visitantes, y por la que tuvo un acercamiento con la familia Borensztein. “Me contaron que él había dejado sus memorias inconclusas y que querían hacer algo con eso, aunque recién en 2007 se decidieron a hacerlo.”

En su zona más biográfica el libro recorre los primeros años de Tato y hace escala en partes de su carrera que es probable que ni siquiera muchos de sus seguidores más fieles recuerden: sus intentos por convertirse en un músico de jazz como su admirado Benny Goodman, sus comienzos haciendo humor judío en la radio, la primera vez que fue censurado –cuando el programa La escuelita del humor Toddy, donde hacía el personaje del enfant terrible idish Igor, fue levantado en pleno primer gobierno de Perón con el argumento de que estaba deformando el habla de los chicos del país–, su presencia en todos los lugares que importaban de la noche porteña, sus éxitos teatrales (hizo más de 50 obras) y sus poco citadas participaciones en el cine, ajenas a su faceta humorística –y por las que hubo quien llegó a llamarlo “el Peter Lorre argentino”–. “Siempre fue muy vanguardista”, cuenta Ulanovsky: “Muy impulsor de los nuevos: trataba de llevar a sus programas todo lo que le parecía valioso. Empezó con Piazzolla en un momento en que era un personaje discutidísimo, y con él hacía un chiste clásico: cuando Piazzolla terminaba de tocar, él entraba y le decía: ¿y qué te parece si ahora te tocás un tango? También llevó al Tata Cedrón, y cantó los temas de Jorge de la Vega, que era música de cenáculo, del Di Tella, y lo llevó a Federico Manuel Peralta Ramos, que estaba chiflado, y era un personaje absolutamente antitelevisivo”.

El tipo del frac

A través de sus casi 400 páginas profusamente ilustradas, el libro va destilando una idea de lo que significó Tato Bores en la televisión argentina. A pesar de que siempre se rodeó de grandes y reconocidos guionistas –una lista impresionante que va de César Bruto y Landrú a Santiago Varela, Pedro Saborido y Omar Quiroga, pasando por Jordán de la Cazuela, Landrú, Juan Carlos Mesa, Aldo Camarotta, Oskar Blotta, Abrevaya, Guinzburg, Rudy, Daniel Paz, y otros–, alrededor de su figura se generó una confusión capital, ligada a esa situación común en la que, en la cabeza del espectador, el personaje se apodera de la persona. Confusión que en el caso de ese monologuista que editorializaba la absurda realidad nacional, con un presunto acceso privilegiado a la Casa Rosada, el Ministerio de Economía y demás laberintos del poder, se volvió especialmente sugestiva. “Todos imaginan que yo me encuentro con los presidentes y les bajo línea o les hago un chiste. Nada de eso: si hay un presidente que no me gusta se lo expresaré como se debe, con el voto. No les digo nada a ellos, así como no me gusta que ninguno de ellos me dé órdenes a mi”, dijo alguna vez.

Para Ulanovsky no hay vueltas: “Tato no era un político, sino que fue un gran actor. Nadie que no tuviera esas condiciones podía hacer eso que él hacía: mirar a la cámara como miraba, hacer esas pausas que decían tanto; tenía un plan artístico muy claro, cada gesto era casi un comentario editorial. Nunca le gustó improvisar: se había fogueado en la escuela del teatro de revista, en un rol muy tradicional donde estuvieron personajes como Florencio Parravicini y Pepe Arias, que fue quien le dio su primera oportunidad en radio. Y cuando se lo ganó la televisión, siguió siendo por encima de todo un actor. Lo dijo de todas las maneras posibles: No me pregunten de política. Mis opiniones no le importan a nadie, si no llego a estar en la televisión se van a olvidar de mí a la semana siguiente, lo que importa es lo que hago. Incluso puede decirse que fue muy argentino en el sentido de que no tuvo una postura política definida, si bien es cierto que en la recuperación de la democracia admitió haber votado por el radicalismo. Pero el equívoco actor/político llegó al punto de que aquellos políticos a los que no se mencionaba en su programa se le enojaban, y si lo veían le decían: usted tiene algo conmigo: nunca me nombra”.

El equívoco persistió a pesar de la contundente elocuencia del frac, la peluca desajustada y los anteojos sin vidrio. Para su guionista Pedro Saborido, “el frac representaba a la Argentina pretenciosa, que quería ser y no podía. Eramos todos queriendo alcanzar el frac, pero cada domingo la realidad nos hacía regresar al barrio”. Si la caracterización hablaba de esas aspiraciones estrelladas, a la hora de trazar una definición del público de Tato, Ulanovsky arriesga que “los suyos siempre fueron programas de audiencia prestigiosa. No fue supermasivo, aunque en los ’60 tuvo ratings fabulosos. Esa audiencia prestigiosa le permitió tener publicidad cara: autos, whisky, vino, relojes. Pero siempre fue un target ABC1, y de algo estoy seguro, porque así lo viví como espectador: era una cita indispensable los domingos a las nueve de la noche, ver cuál iba a ser su ironía política de esa semana. El mismo llegó a contar que cuando se planeó el golpe de Onganía, en el petit comité se pensaba en dos cosas: la reacción que habría en la Embajada de EE.UU., y la recepción que tendría en el programa de Tato”.

Ahora son todos guapos

En 1984 el diario La Razón editó un especial sobre Tato en el que se le pegó bastante duro, y en más de una ocasión debió defenderse de los cuestionamientos que se le hicieron por no haber “criticado lo suficiente” durante la dictadura. El libro les dedica un capítulo a estos embates. “Cada vez que mis críticas fueron débiles, fue porque pensaba en mi familia”, se defendió en una entrevista. “Logramos la hazaña de generar humor en base a Massera, a Galtieri, a Herminio Iglesias, al ministro de Economía Wehbe, al llamado pacto sindical-militar y a los militares que estuvieron de interventores en los canales de televisión. Les puedo asegurar que no se ahorraron ningún calificativo en mi contra. Cuando me tocó el turno, me defendí diciendo que ahora eran todos guapos. Guapo había que ser en la dictadura. Ahí, ¿cuántos guapos hubo? Yo, seguramente, no lo fui demasiado, pero aun así, con lo que dije y en especial por la forma en que lo dije, armé unos cuantos despelotes”.

“Tato se bancó con mucha dignidad haberse quedado tantas veces afuera de la televisión”, dice Ulanovsky. La ausencia más prolongada fue en 1974, cuando tras la muerte de Perón le dijeron que había que levantar todos los programas humorísticos para “adherir” al duelo general, pero que enseguida volverían al aire. Pasó el tiempo y el programa de Tato no volvió. Y después vinieron los militares. Durante la dictadura, sin embargo, pudo hacer una emisión especial, en 1978, y finalmente regresó al formato semanal en 1979. “En el ínterin tiene un episodio personal impresionante”, explica Ulanovsky: “Detienen a la sobrina, la hija del hermano de Tato, que era militante de un grupo de izquierda. Esto le cambia la vida: Tato milita activamente por el mejoramiento de la vida carcelaria de su sobrina y le pide a cuanto militar que se cruza por su liberación”. ¿Y cómo fue que le permitieron volver en el ’79? “Pudo volver por esas cosas del comportamiento de las Fuerzas Armadas, que no era uniforme. Influían mucho las luchas interfuerzas: hay que recordar que los canales eran cada uno de una fuerza distinta, y cuando a Tato le ponen la bomba en el palier en el ’79, que fue sólo para avisarle: si hubieran querido, habría explotado; luego toda la familia supo que había sido una confabulación de la Aeronáutica contra la Marina, que tenía a su cargo el Canal 13. Ahí Tato tuvo una actitud muy digna: a la semana y pico volvió a trabajar”.

El vacio de las palabras

En 1998 los hijos de Tato Bores armaron un especial de siete horas que dio Canal 13, se llamó La Argentina de Tato, y hace dos años finalmente se editó en dvd. Viéndolo surge la pregunta: ¿habría lugar en la televisión actual para Tato. “En 1987 el alfonsinismo no le dio la posibilidad de trabajar, cuando los canales todavía eran estatales, porque era temporada electoral. En sus escritos privados él cuenta que en una reunión el ejecutivo de un canal le pregunta, pero, ¿y usted qué quiere hacer ahora en televisión? Y él le dijo, lo de siempre, humor político. A lo que le contestaron: no Tato, para eso lo tenemos a Jaroslavsky. Pero lo que en los ’90 estaba cambiando de la televisión para Tato era que ya no valía la palabra. Pagliaro, del 13, le dijo que lo iba a llamar para discutir su contrato, y no lo hizo. Y Yankelevich después no lo renovó en Telefé. Luego, en general, cambió la agenda de los medios: temas que antes pertenecían a sociedad o policiales, a la página 55 de los diarios, ahora son tapa, y a la vez el humor se infiltró en todos lo niveles.”

A pesar de su desilusión, cuando en 1994 hubo una pequeña remisión de su cáncer, Tato Bores les dijo a sus hijos que quería hacer un programa nuevo, de media hora, sólo la presentación, un monólogo y el brindis con un invitado. “Y que la apertura podía ser él entrando al tomógrafo”, cuenta Ulanovsky. “Parecía que estaba todo arreglado para ir al Canal 9 de Romay, pero finalmente se agravó y no lo pudo hacer. Y lo cierto es que hoy el humor político está desplazado de la televisión, salvo por excepciones como lo que hacen Saborido y Capusotto con Bombita Rodríguez. Lo que queda de humor político son las imitaciones de Tinelli del año pasado, el Gran Cuñado: ponerle una máscara a un tipo y ya está; ni hace falta hacer un chiste. Es un humor que no parte de las ideas ni de la sátira reflexiva sobre las idas y vueltas o las contradicciones nacionales. Y Tato era otra cosa: un representante de una época en que las palabras y las ideas valían un poco más.”


(Con Menem por teléfono): “Sí señor, usted lo dijo muy claro, que nació y morirá peronista... pero, ¿y mientras tanto qué? (Santiago Varela, Tato, la leyenda continúa, 1991).

Desde nuestro local partidario, en Ezeiza, por un país nuevo y con un 95 por ciento de pureza. Disputaremos la interna con el grupo Celeste y Mucha Blanca, fracción Renovación y Pala. Trasladaremos la Capital, no a Viedma, sino a Medellín (Comunicado del Frula, Frente de Unidad Latinoamericana).

Entonces llamé a mi gran amigo, el doctor Balbín, y le pregunté: Doctor, dígame, ¿le parece que dentro de dos años va a haber elecciones generales? Balbín suspiró y me dijo: Tato, elecciones no sé, pero generales seguro (1979).

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La técnica es hacer chistes con los que están arriba, porque hacerlos con los que están abajo, qué gracia tendría.
 
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