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Domingo, 21 de noviembre de 2010

Los papeles perdidos

¿Qué no se dijo de Marilyn? Decenas de biografías sobre su infancia trágica y sus matrimonios desgraciados. Investigaciones sobre el rol de la CIA y los Kennedy en su muerte. Retratos de autores como Truman Capote y Norman Mailer tratando de capturar su gracia infinita. Cuadros de Warhol, Dalí y De Kooning tratando de capturar su misterio. Y sin embargo, Marilyn Monroe sigue siendo más grande, más misteriosa y más encantadora que cualquier cosa que pueda decirse de ella. Por eso, la publicación a cargo de la familia Strasberg (descendientes de su mentor Lee, en el Actors’ Studio) de Fragmentos (Seix Barral), una serie de papeles, cuadernos, poemas, cartas y anotaciones que permanecieron desconocidos hasta ahora, escritos por Marilyn, fue anunciada como la aparición de una faceta insospechada de la actriz. ¿Puede la propia Marilyn explicar su mito?

 Por Juan Ignacio Boido

Marilyn Monroe tiene un sueño: sueña que es Marilyn Monroe, que está en un quirófano y Lee Strasberg está por operarla. La Dra. Hohenberg, su psiquiatra, coincide con Strasberg: operarla es el único modo de curarla de la terrible enfermedad que la aqueja y devolverla a la vida. Afuera, su marido, Arthur Miller, espera ansioso el resultado de la intervención. La Dra. Hohenberg es la encargada de administrarle la anestesia. Strasberg procede, toma un bisturí y la abre. Pero no encuentra absolutamente nada, la operación es un fracaso: Strasberg queda profundamente decepcionado, la Dra. Hohenberg está atónita y Miller, triste y abandonado. Alrededor de la camilla yace desparramado el relleno que cayó de Marilyn después de la intervención: aserrín.

Marilyn Monroe anotó este sueño en 1955, en uno de los innumerables cuadernos y hojas membretadas que comenzaba y dejaba. Marilyn ya era Marilyn, y todavía faltaban siete años para que efectivamente la encontraran muerta en una cama rodeada de lo mismo que tenía dentro: pastillas, barbitúricos, un teléfono descolgado, el encanto muerto y desparramado. Pero ya en ese sueño podría decirse que está todo: su entrega ciega al gurú del Actors’ Studio, su miedo a ser una decepción, los fracasos de su terapia para tender puentes entre sus traumas y el mundo exterior, su incapacidad para amar completamente a un hombre sin abandonarlo, el doloroso esfuerzo por mostrar que había algo debajo de ese encanto imposible de diseccionar. Pero lo más sorprendente tal vez sea no que Marilyn se pregunte lo mismo que el mundo se viene preguntando desde su muerte, ¿quién era la persona dentro de Marilyn Monroe?, sino que ella misma ofrezca una respuesta: No importa, Marilyn Monroe es Marilyn Monroe, y el resto es relleno.

Leyendo el Ulises en Long Island durante el verano de 1955.

No es que lo que sepamos o podamos saber sobre ella no importe. Sabemos de su padre ausente y desconocido, de una madre internada en clínicas psiquiátricas, de una infancia en familias adoptivas, de los abusos sexuales en una de esas familias, de su primer matrimonio a los 16 años para evitar el orfanato, del fantasma de la locura familiar hereditaria. Pero, ¿cuántas chicas lindas con infancias trágicas hay que no terminan siendo Marilyn Monroe? Sabemos que a los 20 años, después de firmar contrato con la Fox, dejó caer su Norma Jean Mortenson y se envolvió como una boa de plumas el nombre de Marilyn Monroe, en homenaje a la actriz Marilyn Miller y al apellido de soltera de su madre. Pero, ¿cuántas actrices se cambian el nombre al empezar? La diferencia está, quizás, en que mientras muchas se cambian el nombre para dejar atrás quienes son, Marilyn Monroe parece cambiarse de nombre para empezar a ser quien siempre fue. Años después, cuando sale a la luz el calendario de sus días como modelo pin up para el que posó desnuda, poniendo en peligro su carrera, Marilyn sellará su prehistoria mítica y su romance con América pronunciando una frase que podría cerrar cualquier gran novela de Steinbeck, Dos Passos o Faulkner durante la Depresión y la guerra: “Tenía hambre”. Hambre, aserrín o pastillas: el relleno dice mucho de ella, pero no explica quién es, qué significa. A Marilyn Monroe nada la llena. Todos se enamoran de Marilyn, pero a Marilyn nada le alcanza: ni Jim Daugherty, ni Joe Di Maggio, ni Arthur Miller, ni Frank Sinatra, ni Yves Montand, ni los taxistas anónimos a los que se entregaba, ni JFK. Uno tiene la sensación de que, de haber sobrevivido a sí misma esa noche de 1962, Marilyn Monroe hubiera tenido más maridos que Elizabeth Taylor. Y peores. Incluso en sus comienzos, Elizabeth Taylor fue menos trágica, más dramática, pero nunca así de mítica. Liz Taylor era morocha en la era del color, y era del violeta de sus ojos de donde emanaba su cualidad única. En cambio, Marilyn Monroe resplandecía toda: ella resplandecía y eran los ojos de los otros los que se encendían. Si Marilyn Monroe tuvo un matrimonio feliz, fue con el Kodachrome. Esa piel hecha de luz, casi traslúcida, y ese rubio platinado que por fin no le debía nada prestado al blanco y negro. Marilyn Monroe no es parecida a ninguna de las rubias de Hollywood hasta entonces: no es Veronica Lake, no es Gloria Grahame, no es Jean Harlow (a la que estuvo a punto de interpretar en una biopic), ni es ninguna de esas rubias fatales del cine noir que le pedían a la noche que hiciera nido en su pelo para ser rubias en pantalla. Marilyn Monroe era la primera rubia fatal a la luz del día: una rubia con luz propia. Una rubia que no necesitaba hacer policiales noir porque terminó viviendo el film más negro de todos, el gran policial de la era color: el que transcurre en la Casa Blanca y termina con el presidente muerto. Por la misma época, con una piel así nacarada, un pasado de infancia trágica, un ascenso de hambre y junto a otro futuro presidente, Eva Perón también transitaba esa transformación hacia el mito. Mientras una enfrentaría a “la oligarquía”, la otra enfrentaría a “los estudios”. Si Evita era la rubia del Pueblo, Marilyn Monroe era la rubia de América.

¿Qué mito, entonces, encarna Marilyn Monroe que la hace quedar así adherida al siglo XX, junto con Los Beatles, pero sin los discos?

No es simplemente la gracia burbujeante del champagne cuando empieza la noche, ni un alma embriagada por su pena hasta la cirrosis. Marilyn Monroe es una mezcla de las dos cosas: es una gracia en pena. Es el ejemplar perfecto de esa estirpe única que es la chica norteamericana: la Daisy Miller de Henry James, la Daisy de Fitzgerald en El gran Gatsby, la Marilyn Monroe de Truman Capote en Música para camaleones: una gracia irreductible, con una pena inconsolable. Rubias hermosas, algo irreales, indescifrables. Marilyn Monroe es el eslabón perdido entre Daisy Miller y la conejita Playboy. Marilyn Monroe fue la primera tapa de Playboy y Marilyn Monroe es la conejita del siglo. ¿Es cándida o perversa? Cuando uno la mira cantarle a Kennedy “Happy birthday, Mr. President”, enfundada en ese vestido que, como ella mismo dijo, “sólo puede usar Marilyn Monroe”, ¿no intuimos acaso un pompón blanco asomando por atrás? Y cuando uno la escucha ahí, cantando ante el mundo, con esa voz susurrante, entre la agonía y el éxtasis, ¿por qué sentimos más pena por ella que por Jackie, la mujer más engañada en público de Estados Unidos, la cornuda de América? Tal vez porque en Jackie Kennedy siempre veremos a una mujer, y en Marilyn a una chica (incluso aunque uno prefiera a la chica).

¿Y qué siente esa chica? ¿Qué siente la mujer más deseada y sola de los años ’50?

Esta pregunta es lo que aparentemente viene a responder Marilyn Monroe. Fragmentos: poemas, notas personales, cartas. ¿Y cuál es la respuesta? Sorpresa: que adentro de Marilyn Monroe lo que hay es... Marilyn Monroe. Hambre, aserrín, pastillas.

El libro recopila en escaneos directos, y sus correspondientes transcripciones y traducciones, una serie de cuadernos, libretas, agendas, cartas, papeles sueltos y membretados en los que Marilyn escribió a lo largo de los años. Sobrevuela la idea y la intención de encontrar en estos fragmentos los rastros de una intelectual en formación, de una poeta viviendo debajo de la atmósfera resplandeciente de su celebridad, la idea de ver en Marilyn Monroe una Sylvia Plath en potencia. Una idea tan arriesgada como creer que si Sylvia Plath hubiese sido más linda, habría sido Marilyn Monroe. El libro es, sobre todo, un souvenir, una colección de memorabilia, un montaje impecable que intercala páginas escritas con su letra y fotos de Marilyn leyendo y escribiendo, fotos de pudor intelectual en las que Marilyn, que parecía entregarle todo al mundo, comparte con ella misma eso que no le entregaba a nadie: el paisaje desolado en el que parecía habitar adentro suyo.

Leyendo un guión en el Hotel Bel Air, Los Angeles, 1952.

Por las páginas pasan poemas, fragmentos, fulguraciones, sensaciones, epigramas, epifanías. Escuchamos de su propia voz el asco sexual que le despertaban los primeros hombres. Su miedo a ser la segunda en discordia y el terror a ser tonta (“podía aguantar el rechazo, pero mi orgullo no soportaba haber quedado como una tonta”). Los momentos de hiperconciencia en que actuar y vivir se vuelven lo mismo (“supongo que a lo mejor soy capaz de mirarla a los ojos y decirle ‘te quiero’ con un gesto de odio o algo parecido”, escribe como si hablara de copiar a Bette Davis). Su temor a ser castigada o reprimida por ser quien es arriba del escenario. Su esperanza de poder reírse de todo “sin ese falso tono protector”. Su certeza de que jamás se suicidaría marcando su cuerpo. Su obsesión por explorar más y más los traumas del pasado. Su duda permanente, la vacilación ante la incertidumbre de si podrá mejorar. Asistimos a su esfuerzo impenitente por educarse: se anota en cursos universitarios incluso cuando ya es famosa, se pone a las órdenes de Strasberg, arma listas de música clásica para escuchar, lee incansablemente clásicos, vanguardias y contemporáneos. Asistimos a su entrega incondicional al psicoanálisis. A su soledad desesperante. Marilyn escribe, anota, corrige. En sus imágenes hay pies, puentes y fantasías: una simbología sencilla pero clara para alguien desgarrada entre las ilusiones y la realidad (“No he tenido Fe en la Vida, entiéndase: la Realidad”). Conmueve leer su miedo, una herida en la infancia que no deja de sangrar, su terror a la desesperación, la fe en el amor que se marchita, la cara en el espejo que se arruga (Marilyn Monroe se arruga), la tristeza de saber que nunca se conoce completamente a otro, la decepción sentimental, su boca que dice “no me beses, no juegues conmigo, soy una bailarina que no puede bailar”. La conclusión de que “lo mejor es amar con valentía y aceptar tanto como una pueda aguantar”.

Norman Rosten, el amigo de Arthur Miller que la alentó a escribir, dijo que Marilyn escribía con instinto y reflejos de poeta, aunque sin la maestría. El tema con los papeles recogidos en Fragmentos no es que sean buenos o malos: es que no se leen para saber lo que Marilyn dice sino lo que ellos dicen de Marilyn.

Marilyn pasea por los recuerdos truculentos de su infancia como si fueran escenas de una película, anota indicaciones de Lee Strasberg en sus clases del Actors’ Studio como si fueran consejos para la vida, anota consejos para la vida como si fueran indicaciones para actuar: el mundo interior de Marilyn Monroe parece un guión para ser Marilyn Monroe. Y Marilyn Monroe actúa en sus cuadernos como actúa en la vida, haciendo ese mismo papel que hace como nadie, que hace siempre y que hizo como nunca en una de sus mejores escenas, bailando con Elia Kazan, Montgomery Clift y Clark Gable –pero que podían ser también Joe Di Maggio, Jim Daugherty y Arthur Miller– en Los inadaptados de John Huston, en una escena que parece grabada muchas botellas después de haberle cantado el Happy Birthday a Mr. President y en la que ella pronuncia una de sus mejores líneas, un diálogo escrito por Arthur Miller mientras el matrimonio de ambos se hundía y que podría haber sido de ella y que contiene todo el candor y la sabiduría de su belleza: “Tu mujer murió y nunca supo que podías bailar. En algún punto, tal vez eran extraños el uno para el otro. No te enojes... Sólo quiero decir que si la amabas, le podrías haber enseñado a bailar. Porque todos nos estamos muriendo, ¿no? Todos los maridos y todas las esposas. Cada minuto. Y no nos estamos enseñando lo que realmente sabemos. ¿O sí?”.

Marilyn Monroe baila en las páginas de sus cuadernos, baila como Marilyn Monroe, con su gracia y con su pena. Baila sola entre sus fotos.

Y es en una de esas fotos en la que, sin darse cuenta, Marilyn parece deponer a Marilyn sin dejar de ser Marilyn, como esas otras en las que se ve a Lennon y a McCartney en un estudio, olvidándose de quiénes son para ser ellos. Es una foto increíble en la que convergen a la perfección las dos mitades del siglo XX: en ella vemos a Marilyn absorta, al sol, con una musculosa de colores, leyendo las últimas páginas del Ulises de Joyce, donde se despliega el monólogo de Molly Bloom, el final por todo lo alto de uno de los libros más importantes del siglo, las palabras de una mujer que habita insatisfecha su mundo mientras afuera los hombres, su marido, todos los maridos, las ignoran y se las disputan haciendo sus cosas de hombres. Uno mira a Marilyn leyendo el Ulises y no puede sino preguntarse: ¿entenderá algo?, ¿o lo entenderá todo? Ahí está, en una de sus cartas, su intención de darles la espalda a los estudios que la dejan insatisfecha con sus cosas de hombres, para formar una compañía de actores nueva junto a Marlon Brando, y su proyecto de interpretar todos los papeles shakespeareanos, desde Julieta hasta Lady Macbeth. Ahí estén quizá los verdaderos papeles perdidos de Marilyn. Los que se perdieron para siempre esa noche de 1962 en que apareció muerta, desnuda, entre los blisters de barbitúricos con los que combatía el insomnio que la liberaba de la pesadilla de ser, también en sueños, Marilyn Monroe.


Taaaantas luces en la oscuridad convirtiendo en esqueletos los edificios y la vida de las calles.
¿Qué era lo que iba pensando ayer por la calle?
Parece tan lejano, hace mucho y la luna.
Menos mal que me explicaron de niña lo que era
porque ahora no podría entenderlo.
Ruidos de impaciencia de los taxistas manejando que deben manejar -
calles calurosas, polvorientas, heladas, para poder comer, y quizás ahorrar para unas vacaciones, en las que puedan llevar a sus mujeres a la otra punta del país para ver a la familia.
Entonces el río - la parte hecha de pepsi cola - el parque - gracias a dios por el parque.
Aunque no estoy mirando nada de esto,
estoy buscando a mi amante.
Menos mal que me explicaron de niña lo que era la luna.
Ese río silencioso que se agita y se hincha con todo lo que pasa por encima de él
el viento, la lluvia, los grandes navíos.
Amo el río - nunca inmóvil por nada.
Está tranquilo ahora
y el silencio está solo
salvo por el ensordecedor estruendo de cosas desconocidas,
tambores lejanos muy presentes
excepto por los penetrantes aullidos
y los susurros de las cosas
los sonidos agudos y luego de pronto acallados
hasta convertirse en sollozos más allá de la tristeza - en terror más allá del miedo.
El grito de las cosas indeciso y demasiado joven para ser conocido aún.
Los sollozos de la propia vida.

Tienes que sufrir -
la pérdida de tu oscuro dorado cuando hasta tu cobertura de hojas muertas te abandone
fuerte y desnuda debes permanecer -
viva - mientras miras adelante, aunque el viento te haga inclinarte
y llevar el dolor y la alegría
de lo nuevo en tus miembros.

Soledad - permanece quieta.


El mejor de los cirujanos - Strasberg me va a abrir lo cual no me importa porque la Dra. H me preparó - me puso la anestesia y diagnosticó el caso y coincide en lo que debe hacerse - una operación - para devolverme a la vida y curarme esta terrible enfermedad sea lo que demonios fuere -
Arthur es el único que está esperando afuera - preocupado y deseando que la operación vaya bien por muchas razones - por mí - por su obra y por él mismo indirectamente.
Hedda - preocupada - no para de llamar por teléfono durante la operación - Norman - pasa una y otra vez por el hospital para ver si estoy bien, pero más que nada para consolar a Art que está muy preocupado.
Milton llama desde su enorme despacho, muy espacioso y todo de muy buen gusto - y lleva sus asuntos de un modo novedoso con estilo - y suena música y él está relajado y disfrutando, aunque también esté muy preocupado al mismo tiempo - hay una cámara encima de su mesa, pero ya no hace fotos salvo de grandes pinturas.
Strasberg me abre después de haberme puesto la anestesia la Dra. H. y trata de consolarme de un modo clínico - todo en la habitación es blanco, de hecho no veo a nadie, sólo objetos blancos - me abren - Strasberg con la asistencia de Hohenberg. Y no hay absolutamente nada - Strasberg está profundamente decepcionado e incluso - académicamente sorprendido de haber cometido semejante error. Creyó que iba haber tantísimo - más de lo que nunca soñó posible en casi nadie, pero
no había absolutamente nada - vacío de todo sentimiento humano vivo - lo único que salió fue aserrín finamente cortado - como de dentro de una muñeca Raggedy Ann - y el aserrín se desparrama por el suelo y la mesa, y la Dra. H está atónita porque de pronto se da cuenta de que éste es un nuevo tipo de alumno (o de estudiante, iba a escribir).
El caso del paciente totalmente vacío.
Los sueños y esperanzas de Strasberg sobre el teatro se han derrumbado.
Los sueños y esperanzas de la Dra. H de una cura psiquiátrica permanente son resignados - Arthur está decepcionado - abandonado -

Hedda se hizo muy amiga de Marilyn en 1955 y durante un tiempo fue su asistente. Norman es el marido de Hedda. La Dra H. es Hohenberg, su psiquiatra. Art es Miller.


Dejé mi casa de madera sin pulir -
un sofá de terciopelo azul con el que sueño todavía.
Un arbusto oscuro y resplandeciente justo a la izquierda de la puerta.
Al final del camino los crujidos mientras mi muñeca
en su cochecito pasaba sobre las grietas - “Nos iremos lejos”.

Los prados son enormes la tierra (será) dura
a mis espaldas. La hierba tocaba
el azul y nubes aún blancas cambiaban la forma
de un anciano por la de un perro sonriente con las orejas desplegadas.

Mira -
Los prados se extienden - están tocando el cielo.
Dejamos nuestros contornos sobre la hierba aplastada.
Morirá más pronto porque estamos aquí - ¿habrá
crecido algo más?

No llores muñeca no llores
te tengo en brazos y te acuno hasta que te duermes.
Calla calla sólo estaba fingiendo que no soy (era)
tu madre que murió.

Te alimentaré del arbusto oscuro y resplandeciente
justo a la izquierda de la puerta.

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