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Domingo, 12 de diciembre de 2010

Yo acuso

 Por Christopher Hitchens

En mi libro más reciente, cité algunas palabras de un cable de la embajada británica, enviado desde Bagdad al Foreign Office en 1976. El tema era el nuevo líder de Irak. Su silencioso golpe de estado es tranquilizadoramente descripto como “la primera transferencia de poder suave desde 1958”. Se agrega, como si la subestimación fuera un requerimiento estilístico en la prosa oficial que aunque “se pueden necesitar métodos de mano dura para estabilizar el barco, Saddam no se va a echar atrás”. No hay certeza absoluta acerca de si estas palabras se usaron antes o justo después de que el suave traspaso de poder se extendiera hasta incluir la ejecución de la mitad de los miembros del buró político del gobernante partido Baath, personalmente supervisada por Saddam.

Pero, ¿qué más, aparte de esta ambición altruista (o de este ambicioso altruismo) debería yo haber considerado? Un parlamento británico elegido democráticamente había promulgado una Ley de Secretos Oficiales, que se me hubiera podido acusar de romper. ¿Me iba a someter valientemente a la persecución por mis principios? (Más tarde fui amenazado con la prisión por otro incumplimiento de esta ley represiva, y fue una de las razones por las que decidí emigrar a un país que tuviera Primera Enmienda.) La otra parte de la desobediencia civil, como muestran sus héroes históricos, es que uno estoicamente acepta las consecuencias que acarrea.

Y luego está la diplomacia en sí misma. Una de las mejores y más viejas ideas de la civilización es que todos los países establezcan pequeños enclaves soberanos en las capitales de otros países y que revistan a estos preciados enclaves de tipos especiales de inmunidad. Que esto necesariamente incluye un alto grado de privacidad no hace falta decirlo.

Incluso una simple violación de esta tradición antigua puede tener consecuencias no deseadas y no buscadas, y con justicia debemos mirar una violación seria con horror. Descubrimos todo lo que necesitábamos saber sobre el ayatolá Jomeini y su ideología cuando tomó a diplómaticos como rehenes. Encontré aquel cable después de que fue desclasificado unos pocos años atrás, y lo cité porque reflejaba muy fielmente el tono de lo que me dijeron los diplomáticos británicos cuando visitaba Irak en aquel momento. Y me pregunto: ¿Qué hubiera pasado si hubiese dado con el cable en el momento en que fue escrito? No sólo hubiera tenido una pala con mi nombre, pero podría haber argumentado que estaba exponiendo una mentalidad política que –no por primera vez en la historia del Foreign Office– elegía disfrazar la tiranía con el lenguaje del cliché o el eufemismo.

La sagacidad de la estrategia de Julian Assange consiste en que ha hecho a todos cómplices en su propia y privada decisión de sabotear la política exterior norteamericana. A menos que alguno de ustedes se considere condicionado por la histérica y estúpida decisión de la administración de Obama de prohibir a los empleados federales bajar o ver los documentos de Wikileaks, seguramente se habrán entregado al placer culpable de revisarlos. En un par de instancias importantes, las filtraciones son de gran valor para quienes apoyan un cambio de régimen urgente, como yo. Hay más regímenes árabes que quieren que Washington se involucre con el presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, y con más urgencia de la que cualquiera hubiera podido adivinar; me gusta saber esto ahora y no dentro de 20 años. Irán pudo conseguir capacidad misilística gracias a Corea del Norte; lo mismo hubiera hecho Saddam. Ya sabemos que sus enviados estaban reuniéndose con vendedores de misiles en Damasco antes de que la amenaza de intervención de una coalición obligara a los comerciantes a volver rápidamente a Pyongyang. Las últimas filtraciones completan una parte importante de un caso importante.

Los intentos de procesar a Assange van a ser, predigo, demasiado pocos o tardíos o ambos o peor. El lunes pasado, en dos artículos diferentes, el New York Times describió su pequeña intriga como una unidad “antisecreto” y “que da aviso”. Hay una buena razón por la que la Ley de Espionaje de 1917 tiene un sonido oxidado, poco usado. Era una medida de pánico que se tomó durante el tiempo de la histeria por la guerra wilsoniana, y ninguna de sus previsiones sirven en el ciberespacio. Mientras tanto, la propia palabra Interpol ha sido motivo de risa durante décadas en los círculos de quienes hacen cumplir la ley y aunque me resulta fácil imaginar a Assange como el líder de un culto disfrutando con sus acólitos, las denuncias de delitos sexuales contra él no parecen ser tan serias como una violación y dan la sensación de ser falsas.

Entregarse, con proceso o no, es lo que debía hacer. Si yo hubiera decidido avergonzar a las autoridades británicas en Irak en 1976, habría aceptado el desafío de verlos en una corte o, de no ser así, enfrentarme a las consecuencias. No hubiera esperado hacerme con documentos secretos, convertirme en árbitro privado de la política internacional, y luego retirarme mientras todo se desarrolla. El hombre es claramente un micro megalomaníaco con pocos –o ningún– escrupulos, y una agenda sin eufemismos. Cuando dice que su intención es terminar con dos guerras, uno sabe al instante lo que quiere decir con “terminar”. En sus fantasías él es probablemente un soldado guerrillero, pero en el mundo real es un mediocre y un vendedor de humo que está resentido con la civilización que lo alimenta.

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