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Domingo, 17 de julio de 2011

TEATRO > ESCRITORES LATINOAMERICANOS SUBIDOS A ESCENA

Oigo voces

En la siempre fértil escena teatral porteña, coinciden curiosamente un puñado de obras sobre obras literarias que no suelen llevarse a escena: libros y relatos de Marosa Di Giorgio, Clarice Lispector, Juan José Saer y Aurora Venturini. Pero, además, las adaptaciones comparten una cualidad peculiar: se valen del texto tal cual fue escrito, sin cambiarle prácticamente ni una coma. Entre el amor al texto y el homenaje al autor, son también una vuelta a la raíz del teatro.

 Por Agustina Muñoz

Se recorrió un largo trecho para que el teatro dejara atrás la palabra como la gran premisa de su ser. Desde los concursos de textos en los que participaban Esquilo y más tarde Sófocles y Eurípides para resultar ganadores del premio a la mejor tragedia, pasando por Shakespeare, hasta los dramas de Tennessee Williams y Eugene O’Neil: un teatro donde el qué se cuenta es fundante y la “historia” puede ser explicada en una sinopsis (“Willy Loman es un viajante de comercio que, en los umbrales de la vejez, se siente perseguido por un pasado mediocre”). Pero, ¿cómo explicar de qué trata La clase muerta (1975) del director polaco Tadeusz Cantor, sin escribir un ensayo acerca de la desesperanza y el sinsentido? (a propósito, esta obra puede verse en YouTube) A comienzos del siglo XX, las vanguardias llegan también a las artes escénicas y rompen con el texto y la historia del modo en la que se venía concibiendo. Meyerhold en Rusia, Piscator en Alemania, Artaud con su Teatro de la crueldad, que utilizaba la luz y el sonido de una forma que resultaba totalmente perturbadora y hasta revulsiva para el espectador, la misma Bauhaus más tarde. Todos estos autores indagan en lo teatral más cerca de lo performático que del drama con comienzo, desarrollo y final. Pero, justamente, no por usar más música que texto o más coreografías que escenas con llantos y diatribas verbales, eso dejaba de ser teatro. Cantor realizaba la concepción de sus puestas partiendo muchas veces del diseño del vestuario y el espacio y no del texto (esto se lo puede ver en sus bocetos dentro del libro que lleva el nombre de una de sus teorías El teatro de la muerte); la imagen contaba aquello que él quería decir; se liberó de la palabra en el sentido clásico y sus obras, paradójicamente, estaban llenas de discurso.

Pero mientras Cantor y Artaud rompían la forma, Arthur Miller y los dramaturgos norteamericanos, indagaban en la psicología y en los pequeños dramas familiares con texto y más texto y ahí también había una revolución; todos contemporáneos a la Segunda Guerra, europeos y norteamericanos hablando del hombre y su crisis. Y así, a finales de siglo XX, tocó la integración. Vanguardia y clasicismo juntos creando otra cosa. El teatro ya no es sólo texto, las puestas son la obra: el diseño de luces, el sonido, el espacio, acciones que llevan el texto a límites insospechados. De eso puede hablar muy bien el teatro de la llamada Nueva Dramaturgia de los ’90 en Argentina; una dramaturgia claramente interesada en la palabra y el lenguaje pero también en la forma y la estética del discurso. Peter Brook es un buen ejemplo de esta integración; su obra inicial tiene claramente la impronta descontructivista de los ’60 pero a medida que pasan los años, va modificándose, incorporando mucho de la cultura oriental pero también de la ópera y la literatura contemporánea. Este año, presentará en Boufes du Nord –el teatro que dirige en París– una versión de La flauta mágica. Con su adaptación del poema hindú Mahabaratha, o Castorf en Alemania con sus puestas sobre textos de Sartre y Dostoievsky, son una referencia ineludible para hablar de adaptación teatral y transformación del teatro como un arte más total.

Hay actualmente en cartel en Buenos Aires varias obras que giran por completo alrededor de textos literarios que no suelen ser llevados a escena, usando una puesta mínima para que lo más importante sea el oír decir. Los textos de Clarice Lispector, Marosa Di Giorgio, Aurora Venturini y Juan José Saer fueron escritos originalmente en primera persona y son llevados al teatro como monólogos interpretados por cuatro actrices. Llama la atención la elección de estos textos literarios, pero más lo hace el trabajo que se hace con ellos. En estas puestas, la adaptación prácticamente no existe, apenas la imprescindible para sacar lo que estorba y así tener la voz del autor funcionando en su esplendor. Se trata de escuchar el texto original sobre un escenario; es la noción de actuación lo que convierte en hecho teatral algo que podría ser una lectura literaria o un recitado. Y esto no es malo necesariamente, sólo que abre a preguntarse sobre el fenómeno.

Es cierto que al usar textos literarios –al igual que obras de consagrados dramaturgos– ya hay algo de por sí ganado; se sabe que el texto funciona, que lo que cuenta interesa (ya sea por el texto en sí mismo o por el reconocimiento del autor). El tema es, ¿por qué seguir haciendo Hamlet, por qué montar a Pinter? ¿Es sólo por el texto? El texto es bueno, ya se sabe. ¿Pero no se espera una vuelta de tuerca a eso que ya existe en papel? Se han hecho adaptaciones teatrales de Ulises de Joyce en varios países, y ninguna de las que intentan pegarse al original actuando fragmentos, consigue algo más que un homenaje a la obra. A algunos les gustará, es verdad, escucharlo en la voz de los actores. ¿Pero es eso el teatro? Tal vez lo sea también; y un texto literario se convierta en escénico en el momento mismo en el que pasa de ser leído en una cama a ser escuchado en una sala de teatro. Estas obras parten de la idea del texto como el todo, la razón del espectáculo; y la actuación funciona como el medio para que ese texto llegue. Una vuelta a las raíces, a la concepción más simple y originaria del teatro.

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