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Domingo, 19 de febrero de 2012

FOTOGRAFíA > MURIó SERGIO LARRAíN, EL GRAN FOTóGRAFO CHILENO

El vagabundo del dharma

Niño bien chileno, a comienzos de los ’50 abandonó los mandatos familiares y una carrera universitaria en Estados Unidos para volver a su país y salir a fotografiarlo. Su trabajo llegó enseguida al director del MOMA de Nueva York, que compró dos fotos de su bolsillo. El pequeño y mítico libro que publicó sobre Valparaíso le valió una beca en Londres, donde Cartier-Bresson mismo le compró fotos y lo invitó a sumarse a Magnum. Una de sus fotos en París inspiró a su amigo Julio Cortázar a escribir “Las babas del diablo” (que a su vez inspiró el Blow up, de Antonioni). Y todo parecía una carrera perfecta hasta que a fines de los ’60, cuando nadie se interesó en su trabajo sobre el casamiento del sha de Persia, abandonó paulatinamente la fotografía, renunció a la agencia y se retiró a una casa en las montañas del norte de Chile a meditar, vivir en la naturaleza y –dicen– tomar fotos abstractas. Ni siquiera cuando Josef Koudelka le organizó una retrospectiva rastreando sus fotos por el mundo, aceptó dar una entrevista o mostrar trabajo nuevo. La semana pasada, su muerte a los 81 años sólo volvió a echar luz sobre él y la inmensa parte de la obra que aún queda por conocer. El gran fotógrafo chileno Luis Poirot lo despide.

 Por Luis Poirot

Hace algunos años entraron a robar a mi pequeño taller, sólo encontraron libros, de esos que sólo se llevan los amigos, pero con furia revolvieron todo y vaciaron los armarios, sembrando el suelo con papeles.

Tratando de ordenar el desastre apareció una larga carta escrita en lo que parecía una vieja máquina de escribir con los tipos gastados. Curiosamente, estaba fechada, día por día, diez años antes. Me la había enviado Sergio a Washington DC, donde viví por algunos años, como respuesta a mis propuestas de hacer una exposición que mostrara su trabajo a las jóvenes generaciones de fotógrafos.

Se negaba rotundamente a esa posibilidad, pero me explicaba con detalle su forma de trabajar y sus pensamientos sobre la fotografía, pidiéndome que a cambio de la exposición leyera esa carta a mis alumnos. La carta había permanecido olvidada entre las páginas de un libro, olvidada también de esos años en que no estaba haciendo clases. Sentado en el suelo, pensaba en mi olvido y por qué aparecía ahora que sí tenía alumnos. Una carta vuelta a entregar por un misterioso cartero.

Y he cumplido con el mandato. Muestro sus fotos y repito las palabras más precisas y poéticas que se han dicho sobre este lenguaje nuestro. “Cuando paseo la mirada por fuera, con el rectángulo en la mano, la cámara, es en el interior de mí mismo que yo busco.”

Ahí está toda la poética que explica y define la fotografía de autor. Que separa realidad de la interpretación personal que de ella se hace, dejando sin sentido el concepto del tema o asunto supuestamente reflejado, ya que, como en otros lenguajes creativos, el único tema es el autor.

Severa disciplina que implica dar un paso o quizás varios en la profundización de las apariencias, siendo éstas solamente un pretexto (preimagen quizás), un punto de partida para construir otro mundo, que también será libremente interpretado por el espectador-lector.

Pienso en las fotografías de Stieglitz en 1920, nubes que tituló “Equivalentes”. Equivalentes de lo que uno quiera, pues el nuestro no es un trabajo de notarios. Robert Capa no era el fotógrafo de heroicas guerras y guerreros, eran las imágenes del dolor y el abandono de unos niños entre las ruinas que lo emparentaban con su condición de apátrida y sin domicilio. Cartier-Bresson simplemente quiere introducir un orden en el caos exterior, el placer de la geometría pura.

Invitaba siempre a pasear con la cámara guardada en una bolsa de papel, la leiquita no preparada, porque se espantaban las imágenes que tenían que llegar libremente. Sus palabras eran que había que caminar y perderse, como “paviando”, sin rumbo preciso. Liberarse de los equipos grandes y llamativos, simplificarse en la toma y en el cuarto oscuro.

Esta fotografía nuestra está atravesada por la alegría, el dolor o el placer que un estímulo externo provoca en nuestra memoria emocional, que sin lógica alguna (enemiga de lo visual) nos provoca un estremecimiento eléctrico que solamente se calma al apretar el disparador para aliviar la tensión.

Por eso fotografiamos.

El otro tipo de imágenes son solamente aplicaciones a un fin práctico de una técnica.

De todo esto hablamos con Sergio y también de nuestros familiares escogidos, como Callaham, Weston, Strand, Meatyard y Francesca Woodman que quizás no conoció.

Como una larga tendencia de fotógrafos, sus imágenes no eran para ser vistas en una exposición-espectáculo, con grandes ampliaciones destinadas a impresionar por el gran tamaño. Incluso prefirió el modesto formato del libro Valparaíso, hoy inencontrable por menos de tres mil dólares. En una de sus cartas me dice preferir reeditar ese libro a hacer una exposición, eliminando el texto de Neruda, totalmente ajeno al libro.

Ese desencuentro con el poeta ya se había dado en “La Casa en la arena”, frustrado encargo conjunto de la Editorial Lumen de Barcelona. Me comentó Neruda de la experiencia: “Ay, ese niño tan complicado que prefería estar fotografiando conchitas en la playa en lugar de la casa, y el plazo se nos agotaba...”. Por su parte, Sergio se refería a Neruda con abierto desprecio: “Ese gordo comilón materialista”.

Quizá fue el comienzo de su alejamiento de la fotografía. No es casualidad que uno de los artífices del redescubrimiento de Larraín en Magnum sea el fotógrafo checo refugiado en Francia Joseph Koudelka, solitario como Queco y que nunca da entrevistas. De domicilio inexistente, ha reducido sus necesidades al mínimo para conquistar la total libertad en su trabajo.

No recuerdo si me contó que fue el matrimonio del sha de Persia o Grace de Mónaco lo que provocó su primer alejamiento de Magnum y la prensa, luego sus envíos desde Chile se hicieron más distantes y mayor el desinterés de la agencia por los nuevos rumbos que tomaba su fotografía. Como todo fotógrafo del subdesarrollo, parecía condenado al exotismo de la miseria y a repetir incansablemente otros Valparaíso.

Valparaíso no es una guía turística, podría haber sido otro pueblo o ciudad, da lo mismo. Es un canto, más bien un aullido de soledad y desamparo, un diario de vida fotografiado con dolor, eso son los raquíticos perros vagos, los rostros curtidos de tristeza, la perspectiva a nivel de suelo como el deambular de un niño. Es por lo tanto irrepetible.

Sergio Larraín no se retiró. Presente estarán siempre la mirada interior y sus imágenes que tendremos que aprender a leer.

La gran pregunta es: ¿qué pasará con su obra? Magnum nos ha mostrado una parte, lo que ellos leen y califican como interesante. Hay muchos capítulos que no hemos visto: sus caminatas por el campo con Violeta Parra recopilando cantos, el terremoto del ‘60, los jubilados de Santiago, sus amigos, muchos perros y gatos solitarios.

Conocemos un Sergio Larraín incompleto, antologado quizá caprichosamente. Recuerdo álbumes cuidadosamente preparados que le regalaba a su padre cada Navidad.

Recuperar la totalidad de su obra es una labor pendiente.

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