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Domingo, 10 de junio de 2012

PERSONAJES > 40 AñOS DEL ZIGGY STARDUST DE BOWIE: EL DISCO QUE LE DEVOLVIó POP, SEXO Y REBELDíA AL ROCK

Rastros de carmín

 Por Mariana Enriquez

David Bowie había estado buscando ser otro durante mucho tiempo. Había dejado en el olvido su apellido, Jones, y su vida de clase media baja londinense; había conseguido un éxito con la etérea y hermosa “Space Oddity” en 1969 y un revuelo importante usando un vestido y larga cabellera para la tapa de su disco The Man Who Sold The World, pero a su creatividad y a su ambición le faltaban un personaje y una historia. La fue encontrando, cuando despuntaban los años ‘70, guiado por su esposa, Angie Bowie: ella insistía en maquillarlo, en embadurnarle esa extraña cara de ángulos agudos y sonrisa de vampiro con purpurina; ella, la que cortó el largo cabello hippie y decidió un casquete color zanahoria; ella, la que insistió en que, para sus shows en vivo, tomara la experiencia de su trabajo con el mimo Lindsay Kemp; ella, la que lo llevaba a discos gay como el Sombrero Club de Kensington. Con Angie como primera entusiasta, David Bowie encontró a su alter ego, a Ziggy Stardust. El nombre lo tomó de un músico loco de Texas, The Legendary Stardust Cowboy, pionero del psychobilly, y Ziggy fue un poco Iggy Pop y otro poco capricho por usar la Z. La idea de que Ziggy fuera transexual llegó después de un viaje a Nueva York, donde David conoció a Jackie Curtis, Holly Woodlawn, Candy Darling, las chicas travestis de Andy Warhol, con todo su glamour callejero y su brillantina barata. Y que fuera alienígena era un guiño a su historia y a su tiempo: era “Space Oddity”, pero también películas como 2001. Odisea del espacio (1968), Barbarella (1968), La naranja mecánica (1971) y especialmente Dr. Who en la televisión británica.

Como haría muchas veces desde entonces en su carrera, David Bowie absorbió todas las influencias posibles de su época y, cuando les dio su forma personal, salieron transformadas en un objeto complejo, fascinante, de gran belleza y tantas lecturas posibles que resulta demasiado inteligente, pero sigue siendo pop y sencillo y encantador.

Hace 40 años, David Bowie presentó a Ziggy con su disco The Rise And Fall of Ziggy Stardust And The Spiders from Mars, que se editó el 6 de junio de 1972. Era un disco conceptual pero fracturado, con canciones que no formaban una narrativa, apenas estaban vagamente cohesionadas: en “Five Years”, la primera y dramática balada con cuerdas y piano y guitarra acústica, anunciaba que al mundo le quedaban cinco años de vida y durante esa decadencia previa a la muerte del planeta llegaba esta estrella de rock del espacio, delgada y vagamente oriental, un poco kabuki, tan extraña hoy como entonces, travesti lunar que venía a anunciarles a los chicos que el tiempo del mundo podía ser breve –¿el mundo de la juventud?– pero había que apropiárselo, y les decía en “Soul Love”: “Un nuevo amor/ un chico y una chica están hablando/ Palabras nuevas/ que sólo ellos pueden compartir”. Ziggy se definía en varias canciones: era “un mamá-papá que te viene a buscar/ soy un invasor espacial/ soy una puta del rock’n’roll para vos” (“Moonage Dream”); era un hombre de las estrellas crístico en “Starman”, era una criatura pálida y fascinante en “Lady Stardust” (“la gente miraba el maquillaje de su cara/ se reían de su pelo largo, de su gracia animal/ El chico de los jeans azules brillantes se subió al escenario/ Y Lady Stardust cantó sus canciones de oscuridad y desgracia”) y contaba su historia, su auge y caída, en la épica, fabulosa “Ziggy Stardust”, con su inspirado riff: “Haciendo el amor con su ego/ Ziggy se hundió en su mente/ como un Mesías Leproso”. El final era un suicidio, el “Rock’n’Roll Suicide”, donde Ziggy pide a gritos que alguien lo tome de la mano. Los shows eran un espectáculo de riesgo: en el escenario, Ziggy interactuaba con su guitarrista como nadie lo había hecho en el machista mundo del rock: se arrojaba de rodillas ante Mick Ronson con su boa de plumas azul y estrafalarias pulseras verdes y fingía una fellatio mordiendo las cuerdas, dándole un sentido opuesto, invertido, al falo incendiado de la guitarra de Jimi Hendrix, pero igual de ardiente.

Y todas las canciones de Ziggy se podían bailar y eran el más delicioso glam rock, ese rock maricón y melodioso, desafiante y teatral que nadie hizo mejor que David Bowie.

Ziggy Stardust cambió la historia del rock y de la cultura pop de muchísimas maneras, pero sobre todo escarbó en la naturaleza del estrellato y la performance, erosionó la noción de autenticidad –que cuando es regla acaba siendo una prisión– y liberó al futuro cuando dijo: “Creo que el rock se debe maquillar, se debe convertir en una prostituta, en una parodia, tendría que ser el payaso, el Pierrot”. ¿Lo pensaba sinceramente? Eso ya no importaba: le había devuelto la capacidad de impacto, de escándalo, de horrorizar a padres y rockeros viejos. Y era también una rebelión sexual, de reinvención. Escribe Barney Hoskyns en su libro Glam!: “Ziggy ofrecía la misma actitud que las travestis cuando proclaman su realeza: puedo estar marginada, quizá no tengo poder, pero soy una reina, soy la nobleza en mi diferencia. Bowie llevó la idea de que ‘todos pueden ser una estrella’ hacia un lugar más elevado, más claro. Y la gente estaba obligada a mirar”.

Ziggy Stardust fue la máscara más importante del siempre enmascarado Bowie. Ziggy le dio un sopapo al rock: le explicó que su corazón estaba hecho de pop y sexo, no solamente de solos de guitarra; le dijo que era imperdonable que se volviera conservador, le repitió que era música de descastados y le enseñó que la verdad puede ser hipócrita y que las mentiras pueden ser verdaderas.

La revolución de Ziggy fue breve; cinco años después nacía su primer hijo, el punk rock. Pero sus rastros de carmín son indelebles: como tatuajes.

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