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Domingo, 29 de junio de 2003

FOTOGRAFíA

El tiempo recobrado

Restituyéndole el formato original con el que fue concebida –el álbum de fotos–, una monumental
retrospectiva del Centro Pompidou exhibe la obra
longeva y extraordinaria de Jacques Henri Lartigue, el fotógrafo que consumó con el ojo y la luz el milagro que Marcel Proust ya había consumado con las palabras: recuperar el tiempo perdido.

Por Rodrigo Fresán, desde París

Una iniciática y emocionante mañana del año 1900, el burgués Henri Lartigue le regaló una cámara fotográfica a su privilegiado hijo de seis años. El inmenso pequeño Jacques Henri insistió en estrenarla de inmediato y algo hizo click y a partir de entonces y hasta el final no dejó de hacer click.
Hombres contemplando el mar rompiendo contra las escolleras, olas súbitamente sólidas y suspendidas, mujeres en el aire, aviones estrellándose, parques y boulevards y departamentos, damas de alta sociedad y jóvenes de baja estofa enmarcados en la misma fiesta, autos de carrera a toda velocidad, patinadores y bañistas y atletas y todo lo que se mueva por el solo placer de inmovilizarlo.
“Mi deseo reside en el intento de atrapar para siempre ese milagro casi secreto que se esconde adentro de un segundo”, respondía Jacques Henri Lartigue a todo aquel que le preguntaba cuál era su credo artístico. Y agregaba: “Aunque sería presuntuoso definirlo como credo artístico, porque yo no fui ni soy ni seré más que un amateur”.
En estos días, el Centro Pompidou de París exhibe el deseo concedido al aficionado más profesional y admirado de toda la historia de la fotografía.

UNO
La megaexposición Lartigue: L’Album d’une Vie satisface –también– el deseo largamente formulado de todos los aficionados a Lartigue. Y somos legión. Lartigue les gusta especialmente a los escritores. El otro día, conversando con Enrique Vila-Matas (ver recuadro), llegamos a la conclusión de que Lartigue les gusta tanto a los nuestros porque –como nos sucede con el músico Erik Satie o con el pintor Edward Hopper– sus fotos están misteriosamente cerca de la literatura. Es decir: son fotos narrativas, cuentan historias. Uno las mira y cuesta muy poco imaginar positivamente lo que sucedió antes y después de la brevísima e inmortal exposición del negativo. Y no es casual –para seguir en lo literario– que las fotografías de Lartigue suelan agraciar las portadas de las ediciones de bolsillo de Marcel Proust, y está muy bien que así sea. La intención y la voracidad fueron exactamente las mismas para el novelista y el fotógrafo: recuperar el tiempo. Y la formidable importancia de esta megarretrospectiva del Pompidou –más allá del placer que depara ver tanto Lartigue reunido– es que su modalidad devuelve todas las fotos que hasta ahora habíamos visto aisladas en marcos, postales, páginas o tapas de libros, a su verdadero ecosistema: el álbum de fotos. Porque –sépanlo– la intención verdadera y fundante de Lartigue fue narrar su vida y la de los suyos. Y llenar álbumes en cuyas páginas aparecen siempre –escritas en lápiz, en la parte superior– las siglas T.B. o T.T.B., seguidas de una pequeña descripción y las circunstancias de la foto. Las iniciales significan: Très beau o Très Très Beau.
Aquí y ahora, lo que se muestra por primera vez –como si fueran papiros, códices, manuscritos iluminados– son estos álbumes íntimos y hasta hoy secretos para todos salvo para los amigos, que visitaban los archivos del fotógrafo, con más de treinta mil negativos perfectamente catalogados, como si fueran salones sagrados de un tiempo en animación suspendida. La súbita e inesperada visión de estos cuadernos grandes y pesados devuelve, sí, al genio a la botella del amateur y, claro, lo convierte en alguien aún más genial de lo que era.

DOS
Porque –sépanlo también– Lartigue no era un fotógrafo exhibicionista. Lartigue recién consintió en exponer sus fotos en 1963, en un homenaje que le hizo el Museum of Modern Art –una de las salas de este Pompidou reproduce aquella exposición– cuando cumplió 68 años y tanto líquido revelador había pasado ya bajo el puente. Hasta entonces, Lartigue se había limitado a mostrar sus pinturas. Las fotos eran para consumo interno y privado.
Lo que hace todavía más misterioso (o no) el modo en que la mirada de Lartigue –con esa aparente ausencia de estilo y ese anonimato de timidez y humildad que funcionaban, sin embargo, como una verdadera esponja de épocas– se adelantó –basta leer las fechas para comprobarlo– a casi todos. A Diane Arbus (esa gente en fila con máscaras de papel), a Walker Evans (esos posters rotos mostrando los ladrillos de la pared que late ahí abajo), a Brassaï (esa manera de “hacer la calle”: ver su serie sobre el Día de la Victoria en París), a Herbert List (esas tomas “desde arriba”), a Annie Leibowitz (esa necesidad de meter a famosos en el agua de piscinas y fotografiarlos con el pelo mojado o de esconder sus rostros detrás de obstáculos) y a Richard Avedon (esa manera casi antropológica de ordenar sus especímenes), que escribió: “Yo creo que Lartigue es el fotógrafo más engañosamente simple y penetrante de toda la historia de nuestro oficio. Mientras sus mayores y sus contemporáneos se preocupaban por seguir viejas tradiciones y descubrir nuevos territorios, Lartigue hizo lo que nadie había hecho hasta entonces: fotografiar su propia vida con la conciencia de que los secretos más poderosos se esconden detrás de las cosas más pequeñas. Así tenemos a toda su familia metida al mismo tiempo en la misma cama: a una prima saltando en el Bois de Boulogne, a dos tíos peleando con almohadas junto a los bordes de una piscina, a unos amiguitos súbitamente dotados de la transparencia de los fantasmas... Todo un mundo. Y al verlo preservado en esas fotos casuales y afectuosas, tomadas, sí, por amor al arte, nos invade una rara mezcla de tristeza y alegría; porque nos permiten recuperar toda una época y, al mismo tiempo, nos hacen tan conscientes de lo que hemos perdido para siempre”.
Así, ahora que lo pienso –por más que haya vivido y fotografiado hasta casi el último día de su vida, en 1986–, Lartigue jamás perdió esa inocencia perfecta del niño prodigio que al recibir su primera cámara escribió en su diario: “Ahora tengo el poder de sacar fotos de todo... ¡Todo! Estoy muy seguro de que serán muchas las cosas que me pedirán que las retrate. ¡Y yo obedeceré las órdenes de todas!”.

TRES
Aunque Lartigue: L’Album d’une Vie abarca la totalidad de la obra de un fotógrafo constante y longevo –incluyendo fotos de rodajes de Truffaut o minifaldas en Saint Germain–, las que no han envejecido son sus fotos clásicas, que parecen ofrecer despachos del presente de otro planeta más que postales del pasado del nuestro. Incluso su materialización en la sexta planta del remodelado Pompidou –y su moderna disposición en salitas/cuartos oscuros, donde podemos apreciar hasta sus experimentos tridimensionales y “estereoscópicos”– produce un efecto extraño, desconcertante: el alguna vez modernísimo Pompidou parece más antiguo que todo lo que se ve en esas fotografías donde el mar rompe contra los malecones de Biarritz. La diferencia está clara: nuestro efímero presente se mueve y sale movido; el eterno presente de Lartigue, en cambio, nos ofrece su mejor perfil. Así, uno no vacila a la hora de pagar ese catálogo color amarillo, un poco caro pero súbitamente imprescindible. La obra maestra de alguien que tenía el don de capturar la escurridiza belleza del movimiento inmóvil no tiene precio.
Salgo del Pompidou pensando qué hubiera pensado Lartigue de la técnica bullet-time desarrollada para Matrix; si le hubiera gustado el libro que estoy leyendo (The Haunting of L., de Howard Norman, que narra la historia de Vienna Linn, un fotógrafo loco que a principios del siglo XX provoca catástrofes de trenes y aviones para poder fotografiarlas en el “momento preciso” y capturar así el instante definitivo en que el alma deja el cuerpo); qué hubiera dicho de esas fotos de antorchas humanas inmolándose en París para protestar por las redadas contra los Muyahidin del Pueblo. Nada de esto, creo, le hubiera parecido T.B., y mucho menos T.T.B.
Y hace tanto calor.
Así que me tomo una ineficaz Cocá-Colá fría –que tiene sabor a caliente aunque el vendedor me asegure lo contrario– y vuelvo a entrar a las muy bien aireadas y acondicionadas salas de Lartigue: L’Album d’une Vie. Pienso quedarme aquí todo el día.
Lartigue refresca mejor, y en alguna parte –tan cerca y tan lejos– un niño recibe de regalo su primera cámara fotográfica. Y mira a su alrededor. Y algo hace click.

Más información:
www.centrepompidou.fr/expositions/lartigue/

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