radar

Lunes, 20 de agosto de 2012

FOTOGRAFíA > ANDRé KERTéSZ EN LA FUNDACIóN OSDE

San André

Nació húngaro y murió francés. En el camino, peleó en las trincheras de la Primera Guerra, deslumbró a las mentes más brillantes de la entreguerra, emigró a Estados Unidos cuando el nazismo anunciaba la Segunda, fue rechazado e incomprendido en el país que haría de la imagen su credo, y finalmente el mundo comprendió el trabajo del hombre que captó en sus fotos la espontaneidad de la vida mucho antes de que se inventara la Leica. No por nada, hasta el mismísimo Cartier Bresson confesó que “todos le debemos algo a André Kertész”. La extraordinaria muestra en la Fundación OSDE acerca copias impecables de muchas de esas grandes fotos.

 Por Marcos Zimmermann

Andor Kertész, nombre con el que en realidad había sido bautizado André Kertész en 1894, salió de darse un baño en el Danubio y subió al altillo de la casa de campo de su tío, ubicada en las cercanías de Budapest, en donde estaba pasando algunos días. Había allí guardadas algunas revistas ilustradas y abrió una cualquiera, justo en el momento en que un rayo de sol rebotó en el espejo biselado de un antiguo ropero e iluminó las fotografías de la revista. “Eran cálidas y espontáneas, y quedé impresionado”, dijo después, refiriéndose a esas fotografías que vio aquel día en la casa de campo de su tío cuando tenía menos de siete años.

“Si no siento contacto, me abstengo”, diría también luego de que la luz y la exposición dejaran de ser para él el misterio que se presentó aquel día de infancia en que la fotografía lo cautivara para siempre. Una pasión que lo impulsó, algunos años después, a comprarse una cámara ICA de negativos 4,5 x 6 cm con la que empezó a fotografiar aquello que lo rodeaba y lo confinó noches enteras en ese mismo altillo, aprendiendo a revelar como un autodidacta. Pero esa actividad casi oculta de Andor Kertész contradecía los consejos de sus padres, Lípot Kertész y Ernesztin Hofmann, que con el mismo amor con que criaban a sus hermanos Irme Kertész y Jenö Kertész, le sugerían entrar en la carrera de negocios de bolsa que seguía su hermano mayor. Una profesión que Andor Kertész ejerció sólo durante un tiempo porque, en cambio, hizo lo que más quería: sacar fotos de lo que veía, espontáneamente. “Mi fotografía es un diario íntimo visual... No fue la fotografía la que influyó en mi vida sino mi vida la que influyó en mi fotografía”, diría mucho después, recordando los días en que realizó sus primeras tomas: “Joven durmiente” y “Eugene”.

Acto de desaparición, 1955

En 1914, Andor fue convocado a la guerra. Aunque esto no detuvo su pasión. Se llevó su cámara y siguió haciendo fotografías con la misma naturalidad con que había pasado las páginas de aquella revista ilustrada en la casa de su tío cuando era un niño. Pero no hizo fotos de guerra, sino de las trincheras y de sus compañeros de batallas, en una de las cuales una bala le dio cerca del corazón y lo mandó al hospital de Esztergom, donde copió las poquísimas fotos que le quedaban, mientras recuperaba el brazo derecho, paralizado por el balazo. Fue entonces, en 1917, durante esa convalecencia, cuando realizó su fotografía “Nadador submarino”, un antes y un después para la fotografía de Andor Kertész, para la historia de la fotografía y para su brazo, que fue capaz de dispararla, que de a poco se recuperó. Porque, a partir de ese momento, Andor Kertész comenzó a realizar imágenes que retrataban dos mundos a la vez: uno visual y otro subyacente. Y que, a pesar de ser tomas directas, fueron asociadas a una visión surrealista. Aunque una vez declaró: “No soy un surrealista, soy absolutamente realista”.

Y lo fue. Porque, después de la guerra, en 1925 para ser más exacto, emigró a París para perfeccionarse. Como otros fotógrafos húngaros que emigraron en esos años a diferentes países: Brassai, Capa, Moli-Nagy, además de él, Andor Kertész, y de Martin Munkásci, cuya fotografía de los niños en el lago Tanganyca ejerció una influencia decisiva en la obra de Cartier Bresson y, por ende, en toda la fotografía francesa posterior. Posterior a Andor Kertész. El mismo Cartier Bresson decía: “Todos le debemos algo a André Kertész”. Pero eso fue después. Como, también después, Brassai dijo que sólo André Kertész tenía dos de las cualidades a las que podía aspirar un gran fotógrafo, juntas: una enorme curiosidad acerca de la vida y un preciso sentido de la forma.

Tormenta sobre París, 1925-1926.

Pero antes de todo eso, el húngaro Andor Kertész se fue a vivir a Montparnasse y se transformó en el francés André Kertész. Allí se relacionó con dadaístas, surrealistas y cubistas, conoció en el Café du Dôme a grandes artistas del momento, como Sergei Eisenstein y Marc Chagall, y se hizo amigo de Piet Mondrian mientras fotografiaba sin pausa su propia vida, sin detenerse nunca pero con la misma calma con que había pasado las páginas de aquella primera revista ilustrada en el altillo de su tío a la vera del Danubio. Y afilaba cada vez más su mirada, plena de modernismo y espontaneidad al mismo tiempo. Un modo de fotografiar que ejerció en sus comienzos con aquella cámara de placas, que luego cambió por una Leica.

Aunque esa espontaneidad de André Kertész fue anterior a la Leica. “Tomé fotos con una Leica, antes de que se inventara la Leica”, le dijo una vez a Agathe Gaillard para explicar cómo era su relación con esa nueva cámara que permitió luego, a muchos fotógrafos, una espontaneidad que la fotografía no tenía hasta ese momento. Salvo para André Kertész, cuyas fotografías ya poseían esa espontaneidad desde antes de la creación de la Leica.

Y ahí es cuando, siempre impulsado por esa misma pasión por la imagen que había nacido en él de niño, hizo las deliciosas fotografías de la flor en la casa de Mondrian y la de la bailarina satírica, famosa. La fotografía es la famosa, porque de la bailarina, llamada Magda Forstener, casi no se recuerda el nombre ya que no pasó a la historia como bailarina sino por estar en esa famosa fotografía de André Kertész, tirada en un sillón con una pose estrambótica. Aunque André Kertész hizo también otra fotografía de otra mujer menos famosa, pero muy importante para él: Elisabeth, que era su novia de Budapest y que, en 1936, se convirtió en su esposa, cuando se casaron en París y tuvieron una hija llamada Reuterswärd Nike, que siempre quiso ser fotógrafa, como su padre, pero hoy, en cambio, tiene una tintorería en Estocolmo. Así es la vida de muchos hijos de famosos...

Los anteojos y la pipa de Mondrian, 1926.

Pero eso fue muchísimo después. Antes, en 1936, André Kertész se trasladó a Nueva York con Elisabeth, su mujer, contratado por la agencia Keystone. Dejaba atrás una carrera exitosa y numerosos amigos, para alejarse del nazismo que comenzaba a crecer en Europa. Pero la vida y la fotografía debían seguir. Aunque ese nuevo país fue un verdadero desastre para André Kertész porque, allí, sus fotografías callejeras no fueron comprendidas. Más bien, fueron recibidas con una piedra en cada mano por los críticos de ese país de U.S.A. “Cuando uno aprende a escribir, tiene que aprender el alfabeto. Esa es la técnica fotográfica. Pero lo importante es lo que uno escribe con el alfabeto, no el alfabeto en sí mismo. La técnica es el mínimo indispensable. Pero, para los norteamericanos, ese mínimo era el máximo.” Eso diría André Kertész de los norteamericanos que en ese entonces le decían: “Sus fotografías cuentan demasiadas historias. Nosotros tenemos editores para escribir eso”.

Pero fue en esa misma época cuando André Kertész encontró a Beaumont Newhall, director del departamento de fotografía del MOMA de Nueva York, que sí expuso sus novedosas fotografías de distorsiones, haciendo frente a los críticos. Ambos los desafiaron. Y triunfaron. Aunque él siguió sintiéndose un forastero en ese país y quiso volver a París. Pero no pudo, porque había explotado la Segunda Guerra Mundial. Así es que siguió trabajando para la agencia Keystone, sin detenerse, y publicó también sus fotografías en Harper’s Bazaar, Life, Look y Coronet. Esta última, una revista que excluyó sus trabajos de un número que incluía a las fotografías más memorables de la historia. Como también, en 1941, volvió a ser excluido de la lista de “Los sesenta y tres fotógrafos del árbol genealógico de la fotografía” publicada por Vogue. ¡Nadie diría nada si hubieran excluido de esa lista a Albert Einstein, que era un famoso científico pero no fotógrafo, ni a Vivian Leigh, a pesar del exitazo que acababa de conseguir en Lo que el viento se llevó, y que tampoco era fotógrafa! Pero André Kertész sí era fotógrafo. ¡Un gran fotógrafo! ¡Y lo excluyeron! ¡Un mequetrefe de editor excluyó al fotógrafo André Kertész de esa lista en ese país de U.S.A.! ¡Afuera, André Kertész, del árbol genealógico de los fotógrafos! ¡Vía! ¡Habráse visto, mequetrefe made in U.S.A...!

En lo de Mondrian, 1926.

Incluso después de eso, las peripecias del pobre André Kertész en ese país no terminaban. Al contrario, se multiplicaron. Todo, en su vida, sucede sin solución de continuidad: poco después, no puede sacar más fotografías callejeras ya que es visto como un espía enemigo por ser húngaro, y los húngaros peleaban a favor del Eje, que estaba en contra de los Estados Unidos. Pero André Kertész no estaba en contra de los Estados Unidos, ni de nadie. Al contrario. Sólo estaba contra las revistas que no ponían su nombre en sus ensayos y quería hacer su trabajo: quería expresarse. En cambio, no pudo hacer ni una sola fotografía durante tres años. Hasta que Elisabeth, su mujer, consiguió la nacionalización norteamericana en 1944 y él la siguió enseguida, y en 1945 aceptó un largo contrato con la revista House and Garden para la cual realizó una gran cantidad de fotografías de interiores y poco después, en 1946, hizo una muestra en el Art Institute of Chicago y en 1952 se mudó con su mujer a un piso duodécimo cercano a Washington Square, desde cuya ventana sacó las mejores fotos que hizo en ese país. “Los sujetos me encuentran, no los busco”, reflexionaría entonces, afirmando la continuidad que existía entre su fotografía y su vida, y que se desarrollaba con la misma naturalidad y el mismo asombro con que habían aparecido las fotografías en aquella revista de infancia.

Aunque todo eso sucedió antes de que André Kertész empezara a ser reconocido internacionalmente, luego de que pudo mostrar su trabajo en la Bienale Internazionale della Fotografía de Venecia, en 1962, y en la Bibliothèque Nationale de France, en 1963. Porque, de ahí en más, André Kertész empezó a ser André Kertész y le fue dado el lugar que le correspondía en la fotografía mundial. Y entonces, en 1964, John Szarkowski le hizo una exposición personal en el MOMA de Nueva York y, en 1985, le otorgaron el premio Master Photography del ICP y la Legión de Honor francesa y tantos otros. Para entonces, André Kertész seguía mirando y fotografiando con la misma pasión de siempre. Sin prisa y sin pausa. Con su ojo joven, atento a la forma, al espacio y al hombre. Con la mirada sensible de un amateur. De aquel niño Andor Kertész absorto frente a las fotografías de aquella revista ilustrada que había descubierto en el altillo de la casa que tenía ese tío junto al Danubio. “El ojo es sólo un instrumento mecánico, lo que está adentro de uno es lo que decide la fotografía”, dijo una vez André Kertész.

Bailarina satírica, 1926.

Algo más: esta maravillosa muestra André Kertész, el doble de una vida es presentada en Buenos Aires, en la Fundación OSDE, Suipacha 658, primer piso, en el marco de los XVII Encuentros Abiertos Festival de la Luz. La exposición cuenta con el auspicio de la Embajada de Francia, país al cual Kertész le donó sus negativos, archivos y cartas. El catálogo de la muestra incluye un prólogo del embajador de Francia en Argentina, Jean-Pierre Asvazadourian, y otro de María Teresa Constantin, coordinadora de arte de la Fundación OSDE. Elda Harrington y Silvia Mangialardi, directoras de los Encuentros relatan, también allí, la estadía de Kertész en Buenos Aires en septiembre de 1985, cuando fue invitado a realizar una muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes organizada por el Consejo Argentino de Fotografía. El catálogo tiene además una exhaustiva reseña sobre la vida y el trabajo de André Kertész, escrita por Facundo de Zuviría. “Todos pueden mirar, pero no necesariamente ven.” Esa enseñanza, plasmada en miles de fotografías realizadas con la frescura de un niño, es lo que dejó como herencia el maestro André Kertész.


André Kertész, el doble de una vida
Fundación OSDE, Suipacha 658
XVII Encuentros Abiertos Festival de la Luz
Lunes a sábados de 12 a 20.
Hasta el 29 de septiembre

Compartir: 

Twitter

Nube perdida, 1937
 
RADAR
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.