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Domingo, 28 de septiembre de 2003

HOMENAJES

El Rey de la comedia y del drama y de lo que venga

Robert De Niro cumple 60 años y el misterio sigue intacto: ¿cómo hace para tallar personajes de una sola pieza no importa la película? ¿Qué hay detrás del hombre que pasa del laconismo de El Padrino II y Erase una vez en América al frenesí de El Rey de la comedia y Taxi Driver? ¿Por qué se entrega casi con resignación a películas con dibujitos animados y comedias chabacanas? Rodrigo Fresán, Nick Nolte, Martin Scorsese y el mismo De Niro intentan explicar el misterio del actor más enigmático del mundo.

Por Rodrigo Fresán

Esto es verdad: en una ocasión Martin Scorsese y Michael Powell estaban almorzando juntos en Nueva York. “¿Va a venir Robert De Niro o no?”, preguntó Powell. Respuesta: Robert De Niro llevaba un par de horas comiendo y masticando en la silla de al lado de Michael Powell. Cuando en un reportaje le preguntaron a Truman Capote su opinión acerca de Robert De Niro, el autor de Música para camaleones respondió: “Jamás puedo reconocerlo de una a otra película, así que nunca sé quién es. Para mí no es otra cosa que un hombre invisible. Los títulos en la pantalla te aseguran que va a aparecer De Niro y de pronto entra en escena alguien a quien no has visto en tu vida”.
El más visible de los hombres invisibles –el actor favorito de los psicóticos– acaba de cumplir 60 años y, ¡hey!, quién es ese imbécil que ha tenido la osadía de soplar las velitas de la torta de Bob, ¿eh?

Uno Robert De Niro cumple seis décadas (y, hasta ahora, sesenta y tres películas) y todos hemos crecido o nos hemos achicado con De Niro. En cualquier caso, parece como si hubiera estado ahí desde que tenemos memoria y yo –con cuarenta años– no puedo sino entenderlo y apreciarlo como “El Actor de mi Generación”, el que finalmente me tocó a mí. Ese que voy a llorar como otros han llorado a Olivier o a Mitchum o a Peck o a Hope. El tipo cuya muerte me acercará tanto más a mi muerte. Los otros candidatos al puesto –se sabe– han sido desactivados desde hace años. Dustin Hoffmann parece sólo actuar cuando tiene ganas de unas vacaciones. Jack Nicholson siempre será Jack Nicholson, tan evidente, imposible confundirlo o no verlo cuando se sienta a tu mesa. Y Al Pacino... bueno... ya saben lo que le ocurrió a Al Pacino: se convirtió en un tipo tan parecido a esos locos que van por la calle gritando que se acerca el fin del mundo y que Jesús ha vuelto.
El misterio De Niro, en cambio, continúa intacto y decisiones completamente demenciales –como figurar en películas del tipo Frankenstein o Las aventuras de Rocky Bullwinkle o Men of Honor junto al insoportable mini-denzel Cuba Gooding, Jr.– no han hecho mella en su leyenda sino que, paradójicamente, lo vuelve más interesante, todavía más poderoso. Ahí y entonces, De Niro parece decirnos, como alguna vez alguien con la cara de De Niro dijo en El Rey de la comedia: “Mi nombre es Rupert Pupkin. Ya sé que el nombre no significa mucho para usted pero significa mucho para mí... Y de acuerdo: cometí un error. Pero también se equivocó Adolf Hitler, ¿no?”.
A diferencia de lo que ocurre con Marlon Brando, De Niro no fracasa en sus malas películas. Se limita a estar allí, no intenta hacer nada raro, su Método no es metodista, actúa a velocidad crucero, dice sus líneas, y de tanto en tanto parece mirarnos a los ojos como diciéndonos: “Sí, ya sé, esta película es una mierda; pero qué quieres que haga: este es el tipo de cine que se hace ahora y yo tengo cuentas que pagar”. Se podría argumentar que el presente y el futuro de De Niro están, a esta altura, económicamente solucionado y que no tiene necesidad alguna de aparecer disfrazado de nazi de dibujo animado conversando con una ardilla voladora y un reno tarado. Pero lo hace. ¿Por qué? Porque –tengo la sospecha– De Niro sabe que a nosotros nos va a divertir verlo disfrazado de nazi de dibujo animado conversando con una ardilla. Y De Niro es un tipo generoso, un buen tipo. Lo que no significa que De Niro sea idiota: no olvidar que le dijo que no a Martin Scorsese cuando lo llamó para hacer la intragable Pandillas de Nueva York. De Niro –quien en 1988 ya le había dicho que no a su alma-pater cuando le propuso La última tentación de Cristo– se excusó diciéndole al locuaz Marty que había firmado el contrato para Las aventuras de Rocky Bullwinkle. Y después siguió preguntándole a esa ardilla voladora y a ese reno tarado aquello de “Are you talking to me?”

dos Y desinhibido como es ahí arriba, poco y nada se sabe de Robert De Niro aquí abajo. Destellos esporádicos: se sabe que sus padres eran amigos de Jackson Pollock y de Tennessee Williams; que su primer papel fue el de León Cobarde en una puesta escolar de El mago de Oz, que le gustan las mujeres de color y, de vez en cuando, una prostituta cara; que estuvo con John Belushi la noche en que reventó; que se aburre en las fiestas del ambiente y que suele tirarse a dormir debajo de las mesas; que a principios de los ‘80 un loco se volvió todavía más demente luego de ver Taxi Driver y atentó contra el entonces presidente Ronald Reagan, y que finales de los ‘80 un demente se volvió todavía más loco luego de ver El Rey de la comedia y empezó a acosar a Jerry Lewis; que en 1996, luego de aquella bomba en el garaje del World Trade Center, pensó en protagonizar una película donde él haría de Osama bin Laden. Se sabe que De Niro ha reunido a lo largo de su carrera una colección que incluye dos mil seiscientos trajes y quinientos postizos y prótesis y maquillajes utilizados por sus criaturas. Se sabe también que De Niro es el faro y la estrella por los que se orientan hoy discípulos confesos como Sean Penn y Edward Burns y Benicio Del Toro y Adrien Brody; y el pez guía junto al que nadan contemporáneos y amigos como James Woods y Christopher Walken y Ed Harris y Nick Nolte y Harvey Keitel. Y se sabe que su reputación descansa y sonreirá por siempre –esa sonrisa satisfecha marca De Niro al final de ese Proust con ametralladoras que es Erase una vez en América– por todo aquello que hizo y supo hacer entre 1973 y 1984. Aquellos años locos y sabios en los que De Niro parecía ajeno a toda posibilidad de error y recorrió la distancia que iba del psycho-taxista Travis Bickle al psycho-fan Rupert Pupkin. Ya saben, el Canon: Calles peligrosas, El Padrino II, Taxi Driver, El último magnate, 1900, New York New York, El francotirador, Toro Salvaje, Confesiones verdaderas, El Rey de la comedia y Erase una vez en América donde De Niro revuelve durante sesenta larguísimos segundos una taza de café con una cucharita lenta y amenazante. Títulos donde se mezclan claros exponentes del De Niro I (el de los contundentes y flamígeros grandes éxitos) con los del De Niro II, el para mí más interesante de todos. Ese De Niro más sutil y poco pirotécnico que se pone el smoking del fitzgeraldiano Monroe Stahr o la sotana del sacerdote corrupto Desmond Spellacy o el melancólico saxofonista Jimmy Doyle o el abrigo largo del gangster judío Noodeles. Un De Niro que parece estar representando el papel de sombra de De Niro, el rol de agujero negro capaz de devorar la luz de todos aquellos que lo rodean.

tres Y a la Edad de Oro le siguió una atendible pero poco trascendente Edad Media. Películas como Los intocables o Fuga a la medianoche –subestimado budy-thriller junto al subestimado Charles Grodin– o su cameo en Brazil o el cinemascope para señoras de Barrio Norte de La Misión nos decían que Robert De Niro continuaba siendo una fuerza más que atendible pero... Entonces, en 1989, ocurrió algo muy extraño que ninguna biografía no autorizada podrá explicar nunca: De Niro protagonizó junto a Sean Penn y a Demi Moore No somos ángeles y el mundo entero asistió aterrorizado al nacimiento del De Niro III. Un De Niro al que costaba diferenciar de Shem, el más insoportable suplente de Curly de Los Tres Chiflados. Un De Niro que parecía moverse bajo la influencia de un antidepresivo de varios megatones. El De Niro comediante, el De Niro que ya había asomado la cabeza en la tan bizarra como magistral summa-cum-denirónica El Rey de la comedia: un tipo que sólo quiere que se rían de él y con él y que –hoy por hoy– parece haber consagrado su carrera a traer felicidad y risas a niños y ardillas. Un sit-com De Niro.
De acuerdo, durante todos estos últimos años no faltaron exponentes del De Niro I (Buenos Muchachos, Casino, Cabo de miedo, Mi vida como hijo yFuego contra fuego con esa secuencia en la que el ladrón Neil McCauley vuelve a su casa y sin decir nada lo dice todo) y, sobre todo, del De Niro II (la formidable Mad Dog and Glory junto al inmenso Bill Murray, A Bronx’s Tale, Jacknife, Night and the City, Jackie Brown, Ronin, esa escena magistral en la pésima 15 Minutos en la que el detective Eddie Fleming ensaya a solas su proposición matrimonial, y la reciente y casi secreta City by the Sea) en combinación con –atenti, aquí viene otro que es el mismo– el De Niro IV más que dispuesto a hacer lo que venga: comatoso resucitado, bombero inflamable, analfabeto sensible, patológico espectador de fútbol americano... ustedes me dicen dónde tengo que pararme y listo y no dejen de enviar el cheque a mi TriBeCa Film Center.
Pero –admitámoslo– por lo que De Niro será recordado en este final/principio de milenio será por el mafioso psicoanalizado Paul Vitti que tortura a Billy Cristal (todavía me estoy reponiendo de ese momento en el que el gángster encarcelado la emprende con un numerito de West Side Story) o por el ominoso suegro y ex agente de la CIA Jack Byrnes que mira torcido a Ben Stiller y le informa “Yo tengo pezones, Greg. ¿Significa eso que podrías ordeñarme?” Y falta cada vez menos para el estreno de la segunda parte de Meet the Parents (La familia de mi novia). Se llama Meet the Fockers. Qué ganas de ir a verla.

cuatro Y tal vez la verdadera grandeza de Robert De Niro resida en una auténtica rareza: en sus películas, tengan la cara y la profesión que tengan, sus personajes no cambian demasiado. Son como son. De una pieza. Llegan hechos y completos y uno intuye que lo que vemos en la película es, apenas, parte del asunto. Porque a estos hombres ya les ha sucedido mucho y –si no mueren al final– les seguirán sucediendo cosas y cumpleaños por más que se hayan encendido las luces y uno deje atrás su butaca pensando cuándo y dónde volverá a encontrarse con De Niro.
De eso se trata: uno siempre tiene ganas de ver a De Niro. Ya sea a la hora de una película de estreno a la que uno se expone como si jugara a la ruleta rusa o –de golpe y por sorpresa– parando en seco el control remoto cuando nos lo encontramos por casualidad haciendo zapping o buscando algo que valga la pena, que nos distraiga la tristeza. Me pasó la otra noche. Ahí estaba otra vez el final de El último magnate. Esa gloriosa explicación práctica sobre cómo escribir y plantar y actuar una determinada escena. La voz de Robert De Niro en off mientras vemos cómo el productor Monroe Stahr se adentra con su corazón destrozado en las tinieblas de uno de esos inmensos galpones/sets de filmación. De Niro y Stahr caminan despacio y la oscuridad se los traga lentamente y no se ve nada ahí adentro pero no importa. Uno y otro –el mismo– continúan avanzando hacia ese centro de todas las cosas donde esperan –impacientes por cantar el “Cumpleaños Feliz”– una ardilla voladora y un reno tarado.

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