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Domingo, 18 de mayo de 2014

UN CUARTITO CON VISTA AL MUNDO

Corría el año 1987 y, mientras la primavera alfonsinista empezaba a internarse en el otoño, una PC con menos memoria que el chip de un celular reinaba en un cuartito de Ciudad Universitaria. Casi en forma clandestina, desde ahí los entendidos empezaban a conectarse con el mundo mediante el correo electrónico. Un grupo de pioneros luchó contra la falta de recursos y ciertas incomprensiones políticas y científicas acerca de la importancia que tenía desarrollar las comunicaciones en el país, al margen de la dependencia tecnológica de algunas empresas. Desde ese lugar, en ese año, comenzó la historia de internet en Argentina, que Radar reconstruye en esta nota.

 Por Federico Novick

En el principio, había un cuartito. Ahí reinaba una PC con 640K de memoria y un disco rígido de 10 megas, es decir menos capacidad que la de un chip de un celular. La computadora se conectaba a través de un cable con otra máquina en un espacio más amplio, donde estaban distribuidas algunas terminales con sus respectivos teclados y monitores. También había un calentador eléctrico dedicado exclusivamente a la pava para el mate. Hacia este laboratorio, ubicado en el segundo piso del Pabellón I de Ciudad Universitaria, se dirigían profesores, alumnos e interesados en comunicarse con el mundo a través del correo electrónico.

Corría 1987, el último año del esplendor puro de la primavera alfonsinista. El uso de la informática se volvía apenas popular en oficinas, muy pocas escuelas y algunos hogares privilegiados y eran menos los seres humanos que tenían módem, ese dispositivo que permite a dos computadoras hablar entre sí. Por obra y gracia del esfuerzo y la dedicación de un grupo de alumnos y profesores de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, que no contaban con el beneplácito de los altos mandos de la universidad, la historia de Internet en Argentina empezaba a escribirse ahí mismo.

UN DEPARTAMENTO PROPIO

A fines de 1983, las flamantes autoridades democráticas nombraron a Gregorio Klimovsky como decano normalizador de la Facultad. Prestigioso matemático y filósofo, Klimovsky encontró una institución efervescente y a la vez devastada por la acción de la dictadura genocida. En una de sus primeras medidas, designó a Hugo Scolnik como director del Instituto de Cálculo, creado por el gran Manuel Sadosky y cuna en los ‘60 de la primera computadora de uso académico del país, la legendaria Clementina, que estaba emplazada no muy lejos del “cuartito” hasta que dejó de funcionar en 1971.

Experto en criptografía reconocido internacionalmente, Scolnik recuerda esos días tórridos y fundacionales: “Klimovsky me nombró director del Instituto ad honorem. Había un proyecto para crear una Facultad de Informática, que Raúl Alfonsín aprobaba, e incluso ofreció un edificio”. Pese al apoyo presidencial, el resto de la UBA no parecía estar de acuerdo, por lo que Scolnik y sus aliados se conformaron con crear un Departamento de Computación dentro de Exactas, donde ya existía la carrera de Computador Científico. “Pero era una carrera que funcionaba en apenas dos cuartos, y las tesis eran una basura, indignas de la Facultad”, aclara Scolnik. Además, explica, cada vez que entraba un mango iba para los matemáticos, jamás para Computación. “¡Ni un libro!”, se sorprende aún hoy. Algo que a los complotados les demostraba que había que salir de la influencia de Matemáticas en Exactas formando un departamento independiente.

A la flamante licenciatura en Computación, controlada ahora por Scolnik en este nuevo departamento, ingresó Julián Dunayevich, que venía de estudiar Ingeniería en México y traía nuevos aires vinculados con tecnologías y plataformas hasta ese momento casi desconocidas en la universidad. Demasiado joven pero con un importante bagaje en temas de avanzada, apenas entró en Ciudad Universitaria como alumno se convirtió también en profesor de dos materias. Una de ellas era Unix y C. Nada menos que el sistema operativo multiusuario y el lenguaje de programación –que podían utilizarse tanto en enormes y carísimas computadoras como en algunos equipos mucho más discretos, como los que tenía el departamento– que estaban funcionando como aguja e hilo de las redes teleinformáticas. Un mundo que, desde 1969, crecía exponencialmente en el Hemisferio Norte, aunque todavía no se llamaba Internet.

LOS LIBROS POR LA CABEZA

En ese momento preciso, Dunayevich entró también a trabajar en Fate Electrónica, una empresa que había desarrollado el primer proyecto de minicomputadoras argentinas, la Serie 1000, abortado con la llegada de José Alfredo Martínez de Hoz y su masacre de la industria nativa. Allí estaba Juan Carlos Angió, primer graduado de la carrera de Computador Científico en 1964 y pionero en el arte y oficio de conectar dos máquinas alejadas físicamente. “Con Juan Carlos organizamos un curso de X.25, que fue muy importante porque invité a participar a Mauricio Fernández, a Jorge Amodio y a Carlos Mendioroz, entre otros”, explica Dunayevich. “Al poco tiempo, también entró Nicolás Baumgarten como becario a la empresa. Este fue el embrión de un grupo que quería hacer investigación en esta área, explorar las capacidades que tenía tanto el X.25 como protocolo, como la herramienta UUCP como esquema de transferencia de archivos o de información.”

Esta sucesión de siglas, que puede espantar en una primera lectura, es fundamental para entender todo lo que vino después. Repasemos rápidamente: X.25 es el protocolo que usaba la antigua red Arpac, un servicio que ofrecía Entel (privatizada por Carlos Menem en 1990, tras una intervención de María Julia Alsogaray) para establecer comunicaciones entre computadoras mediante la utilización de la infraestructura telefónica. UUCP, por otra parte, quiere decir Copia de Unix a Unix y es una serie de programas que permiten transferir archivos y, además, correo electrónico entre equipos que estén corriendo este sistema operativo.

Esa mezcla de máquinas, programas, cables, ideas y audacia se amalgamaba por un interés común: las ganas de explorar el casi desconocido campo de las redes en Argentina. Aunque no lo sabían, los protagonistas tomaron decisiones muy acertadas desde el minuto cero, cuando sólo hacían pruebas de investigación y ni siquiera habían conectado una computadora con otra. Estaban interesados en algo que, en aquel momento, parecía chiquito y nadie le prestaba mucha atención, pero se iba a convertir en algo gigantesco.

El grupo pionero ya estaba conformado con los nombrados Amodio, Baumgarten, Fernández, Dunayevich y Mendioroz, a los que se agregaría luego Mariano “El Baby” Absatz. Sin recibir remuneración alguna, y con energía de sobra, pasaban horas de vigilia en la facultad exprimiendo los equipos y programando nuevas alternativas de comunicación. “Hay que tener en cuenta que todo el equipamiento que tenía la Facultad para la carrera de Ciencias de la Computación era una VAX con unas veinte terminales. Uno tenía que reservar el uso de las terminales como se reserva una cancha de tenis”, recuerda Mauricio Fernández, al tiempo que explica que un sistema operativo multiusuario y multitarea necesitaba de un par de personas todo el tiempo para administrarlo.

Por entonces ellos eran apenas alumnos, que habían aceptado una ayudantía de segunda para dictar esta materia nueva, y se tuvieron que capacitar solos. “Nos tiraron los manuales y algún que otro libro”, comenta, recordando cómo de a poco fueron descubriendo el Unix. “Al principio conectamos dos máquinas con un cable serial. Después nos fuimos animando a conectar ambas máquinas a un módem y hacer que una de ellas llame, la otra atienda y los módem comiencen a emitir todo tipo de chirridos y chiflidos. ¡Era algo mágico ver cómo una máquina discaba sola un número de teléfono!”

TIENES UN CORREO

Alberto Mendelzon, egresado como Angió de la carrera de Computador Científico, había pasado por las universidades de Princeton y Toronto. Sus trabajos de investigación, relacionados con la organización y búsqueda de datos, contribuyeron a sentar las bases del diseño de lenguajes para realizar búsquedas en la futura World Wide Web. En 1986, regresó a Buenos Aires para pasar un año sabático, pero seguramente no paró ni un minuto.

Mendelzon se constituyó rápidamente en una especie de padrino para el grupo: era un sabio de la informática, pero quería aprender de ellos sobre los temas de redes que los novatos estudiantes de Exactas apasionadamente investigaban, y además necesitaba comunicarse mediante el correo electrónico con sus amigos, colegas y familiares en Canadá. Sin embargo, ninguna computadora tenía acceso a ese servicio.

Su oportuna llegada aceleró como una enzima un proceso que ya estaba tomando bastante velocidad. Dunayevich le habló a Mendelzon sobre Amodio, Mendioroz y Fernández, que fueron a trabajar con él a Cancillería. Para 1987, el grupo tenía a sus soldados distribuidos entre ese ministerio –con Dante Caputo, un apasionado impulsor de las nuevas tecnologías, al frente– y la Facultad.

Primero a través de carísimos llamados telefónicos internacionales, a cuenta del Estado, y algunos años después mediante un enlace satelital fijo, el país empezó a formar parte de la red UUCP, una de las tantas antecesoras que irían a confluir en la gigante Internet.

Los nodos, o puntos de interconexión, fueron bautizados como “Atina” (una contracción de la palabra Argentina) para el ministerio, y “Dcfcen” (Departamento de Computación de FCEN) para Exactas. Las viejas líneas de teléfono analógicas de Entel causaban intensos dolores de cabeza a todos, porque estaban cargadas de ruidos y “fritura” que impedían las conversaciones virtuales entre equipos que funcionaban al límite, el día entero, sin descanso: igual que sus afiebrados operadores. Jorge Amodio, en su libro por ahora inédito, rememora el momento en que las dos instituciones hacen contacto: “Contando con Atina lista para prestar servicio, informalmente le solicitamos permiso a la coordinación del proyecto de Informática de Cancillería para crear una cuenta en Atina con el objeto de establecer una conexión con el Departamento de Computación de Exactas”.

CON UNA SOLA PC XT, HORAS ROBADAS AL SUEÑO Y PURA PASIÓN NERD, EL GRUPO FUE CAPAZ DE CONECTAR A CIENTOS DE USUARIOS CON EL RESTO DEL MUNDO GRACIAS A UNA TECNOLOGÍA QUE EN ESE MOMENTO PARECÍA LLEGADA DESDE EL FUTURO: EL CORREO ELECTRÓNICO.

Para poder hacerlo, la gente de Computación tenía que pedir “prestado” del ministerio uno de sus módem Hayes y algunos chips de memoria RAM, artículos indispensables, muy difíciles de conseguir por aquellos tiempos. En un viaje a la velocidad de la luz entre la Cancillería, en Retiro, y la Facultad, al borde del río en Ciudad Universitaria, Amodio llevó el equipamiento vital para que el plan del grupo pudiera ponerse, al fin, en marcha. Se trataba de instalar las últimas piezas en la computadora que ya tenían, para que este Halcón Milenario de una buena vez despegara. Así es como Amodio describe minuciosamente ese momento iniciático: “Con el módem bajo el brazo y los chips de memoria me encuentro con Julián que había conseguido una versión ‘prestada’ de Xenix para 8086. Destornillador en mano y pila de diskettes listos para la instalación, ampliamos la memoria de la PC-XT al máximo de 640K, conectamos el módem, y Julián comienza la tediosa tarea de instalar Xenix en esta máquina a la que bautizamos con el nombre de ‘Dcfcen’ por Departamento de Computación, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Pese a las limitaciones con las que contaba nuestro proyecto, empezábamos a darnos cuenta que teníamos en nuestras manos un prototipo funcional de lo que podía llegar a constituirse en una red académica de alcance nacional”.

La RAN (Red Académica Nacional) fue la punta de lanza del correo electrónico en el país. No sólo lo usaban quienes pasaban por Exactas: hackers inquietos, fanáticos de la computación y amantes separados por océanos enteros pudieron comunicarse gracias a la política de puertas abiertas del cuartito.

1987.AR

Al mismo tiempo, otra pequeña revolución estaba por comenzar en un sector del nuevo gobierno democrático. Caputo, el inquieto y sofisticado canciller, decidió que todas los espacios que dependían de su ministerio, incluidas las embajadas, debían incorporar computadoras y mejorar las comunicaciones, que se hacían a través del Télex y el viejo y no tan confiable correo tradicional. Ahí recaló Alberto Mendelzon, en el marco de un proyecto del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), y después llevó a los estudiantes de la UBA hacia el “Palacio”.

“El proyecto de Cancillería no tenía que ver con Internet”, explica Amodio. “El objetivo principal era modernizar la infraestructura de informática y telecomunicaciones del ministerio y armar una red global con las embajadas y consulados.” Pero el grupo, sin que sus jefes lo notaran demasiado, se dedicaba a trabajar para que el acceso a la red pudiera ser aprovechado por la mayor cantidad de usuarios posible. Con ese fin, se adelantaron por algunas décadas al uso masivo de software de fuente libre y alternativas a los productos que las grandes corporaciones imponían como opciones únicas y universales: “Eramos bichos raros de laboratorio, metidos en un proyecto que tenía también un objetivo político, que era ser la lanza que rompiera con la dominación de IBM y sistemas propietarios en la administración pública”.

No hay que olvidar que durante muchísimo tiempo, la informática comercial en Argentina estuvo controlada por los gigantescos y carísimos equipos de International Business Machines: los jóvenes expertos lograron establecer una primera conexión al exterior, con una PC que corría una variante de UNIX (faltaban cuatro años para que saliera Linux), y desde una dependencia estatal. A través de una línea telefónica se vincularon con Toronto, donde Mendelzon trabajaba, para recibir los primeros mensajes y newsletters de Usenet, una red con foros muy activos para discutir los tópicos más variados. Muchas de las expresiones (el uso de siglas o emoticones, por ejemplo), tan comunes en las redes actuales, nacieron de esa animada comunidad. Desde allí conectaron a Atina con el Centro de Estudios Sísmicos en Virginia del Norte, y consiguieron fijar un vínculo estable, aunque aún a través de los cables del teléfono, como gateway o “puerta de entrada” de la red a la Argentina.

En agosto de 1987, Carlos Mendioroz registró el pasaporte digital del país, en la forma del dominio .ar. El 23 de septiembre de ese año, una fecha que a esta altura debería recordarse en el calendario oficial, comenzó a funcionar.

¿HABLO CON INTERNET?

En noviembre del ’87, Exactas ya tenía su propio nodo, y la red inició su crecimiento: “Empezamos a mandar y recibir mails. Al ver que funcionaba, comienza a venir también la gente del Departamento de Física, del de Matemática y del IAFE (Instituto de Astronomía y Física del Espacio), que estaban muy conectados a nivel personal con el resto del mundo. De repente, y no sé muy bien cómo, de un día para el otro eran unos cien usuarios. Al principio venían a usar la máquina, pero eso no duró mucho, ya que se empiezan a armar los nodos adentro de la Facultad”, recuerda Baumgarten, mientras revela una de las tantas formas que iba encontrando el grupo para poder estudiar, dar clases, trabajar en forma gratuita atendiendo a cantidades cada vez más grandes de usuarios por día, y tratar de tener una vida. “Nos llevaba tiempo hacerlo pero era divertido. Todo esto fue alrededor de 1988 y 1989, cuando empezamos a laburar con Julián en el Ministerio de Economía, en un proyecto que no formalmente, pero en realidad fue así, financió nuestro tiempo. Nosotros hacíamos el laburo en Economía, y la tecnología era la misma que en la Facultad”. Como los recursos escaseaban siempre, había que ingeniárselas para conseguir materiales de trabajo. Un contribuyente silencioso fue por esos días Pérez Companc, que necesitaba recibir por email unos importantes archivos desde el exterior, no podía pagar por el servicio (era gratuito) pero tampoco usarlo (estaba destinado únicamente a fines académicos). El grupo decidió pedirle entonces una donación de maderas y mano de obra, para poder construir una oficina. Durante unas semanas, mientras los obreros que enviaba la compañía trabajaban en un semipiso de la Facultad antes inutilizable, la RAN se encargaba de mandar, a través de una moto, varios diskettes con información muy sensible para la empresa.

El crecimiento de la base de usuarios dentro de Exactas hizo que otras instituciones se interesaran por la red y muy rápidamente gran parte del mundo académico quería su conexión. El equipo de la RAN desarrolló una serie de programas para que resulte más fácil conectarse desde una simple computadora hogareña. De repente, si alguien se enteraba de la existencia del servicio, pasaba por el Pabellón I y se volvía a su casa con un diskette, un número de teléfono y la posibilidad de conectarse a la red como nuevo usuario. Absatz, ex compañero de Baumgarten en el Colegio Nacional de Buenos Aires, tuvo gran responsabilidad en la creación del famoso Chasqui, una pionera aplicación argentina que aparecía en las pantallas de muchos usuarios a fines de los ochenta cuando se disponían a conversar con el exterior. “Computación, Matemática y Física fueron obviamente los primeros en conectarse”, precisa Absatz. “Me acuerdo que una vez cayó un rayo en un cable que conectaba a varios departamentos en la Facultad, y quemó una gran cantidad de computadoras y placas de red. A cualquier docente o investigador que se nos acercaba, le dábamos una cuenta y se conectaba para mandar y recibir mails.”

El origen del Chasqui estaba en la tesis de licenciatura de otros alumnos, Diego Bregman y Sonia Sosa, y fue uno de los primeros programas argentinos para manejar correo electrónico, que usaba novísimas “ventanas” y la futurista posibilidad de adjuntar archivos al e-mail. El éxito fue instantáneo, y la demanda, incesante: “En esa época, cuando no dábamos abasto con la cantidad de gente que quería acceder al e-mail, recibíamos llamados en la oficina que podían decir: ‘Hola, ¿Qué tal? ¿Hablo con Internet?’”.

NO LE DEBO NADA A ENTEL

La red incorporó nodos como la Universidad de La Plata, la Escuela Superior Latinoamericana de Informática, el Hospital de Niños (que comenzó con su propia Red de Salud) y la Universidad de la República en Uruguay, entre otros. En este auge de crecimiento, la Fundación Antorchas, una entidad sin fines de lucro que financiaba proyectos educativos y culturales, decidió participar en la creación de una red académica de gran alcance. A través de Hugo Scolnik contactaron a Baumgarten y Dunayevich, que colaboraron durante un año en el proyecto. Pero en el momento de ponerlo en marcha, Antorchas y la Fundación Ciencia Hoy, que publicaba una revista científica, decidieron implementar una nueva red, llamada “Retina”, con la CNEA. Una decisión que dejaba afuera al grupo de la UBA, lo que significó un revés personal y profesional muy grande para todos, que habían puesto muchas esperanzas en el crecimiento de una nueva red con una infraestructura mucho mayor.

Por otro lado, la universidad seguía sin reconocer el enorme esfuerzo que significaba mantener el sistema en funcionamiento con recursos muy escasos y sin cobrar un centavo: cuando una computadora o una línea se caían, las quejas iban dirigidas directamente a los administradores de la red, como si se tratara hoy de un centro de atención al cliente de una empresa de celulares, y no de un servicio gratuito sostenido por la dedicación de un grupo mínimo de alumnos en una universidad pública. La UBA, en tiempos de Shuberoff, impulsaba a la red Bitnet, que funcionaba en equipos IBM, muy caros de mantener y que generaban una dependencia muy grande con la empresa a la hora de mantenerlos y repararlos. Llegaron a inaugurar un nodo en el Centro de Tecnología y Ciencia de Sistemas (CTCS) en la Facultad de Ciencias Económicas, que iba a funcionar como núcleo de esta nueva red.

Hacia fines de la década, en medio de un cambio muy fuerte en el escenario de las telecomunicaciones por la privatización de Entel, surge Recyt, una red que funcionaba desde la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación para prestar servicios a institutos de investigación públicos y privados.

Comenzó entonces una disputa más grande para ver quién se quedaba con la administración de las redes de uso científico y quién iba a controlarlas. El mapa ya era más extenso y había muchos más intereses en juego que en los primeros días. El 17 de mayo de 1990, Amodio pone en marcha el vínculo permanente de Cancillería con Internet, y comienza una nueva era. No solo se podía acceder al correo: ahora era posible usar Archie, el buscador de archivos; Gopher, un “navegador” de texto que es antecesor de la www; conectarse en tiempo real a remotas computadoras del mundo, e incluso chatear.

Pero la justicia iba a terminar llegando: el 16 de septiembre de 1992 la UBA cambió de autoridades, decidió reconocer el trabajo de los alumnos, estudiantes y profesores de la Facultad y creó el CCC (Centro de Comunicación Científica) en uno de los legendarios cuartitos de Ciudad Universitaria. Luego de siete años, y con miles de usuarios conectados, la RAN era la red académica más grande del país, y una importante puerta de entrada a Internet. Las decisiones que, por intuición o necesidad, habían tomado sus fundadores resultaron correctas. El círculo se cerraba en el mismo lugar donde había empezado, para dar lugar al comienzo de otra historia: la de la red comercial, accesible al que pudiera pagarla. Veinticinco años después, cada semana, el grupo se reúne para cambiar figuritas, discutir próximas tecnologías, y recordar esos días en que, casi sin darse cuenta, cambiaban para siempre la historia de las telecomunicaciones para acercar un poco más al sur del sur con el resto del universo.


Para buscar más información: programa
de historia de la FCEN (exactas.uba.ar)
y proyecto SAMCA (proyectosamca.com.ar)

Los pioneros: Nicolás Baumgarten, Julián Dunayevich, Mauricio Fernández y Mariano Absatz.

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