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Domingo, 14 de junio de 2015

POR UN CAMINO DE SOMBRAS

Manuel Contreras, el Mamo, creó la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA, la policía política del régimen del dictador Augusto Pinochet. Está detenido en el penal de Punta Peuco, consecuencia de condenas a más de cuatro siglos de prisión por homicidios, secuestros, torturas y desapariciones.

 Por Juan Cristóbal Peña

No era frecuente que el Mamo se apareciera por los cuarteles de la DINA, que era donde se hacía el trabajo sucio. Prefería manejar las cosas desde su escritorio del cuartel de calle Belgrado, en el centro de Santiago. Manuel Contreras era un personaje público, dueño de una alta autoestima, que no se iba a manchar las manos con sangre. Para eso estaban sus subordinados. El era el jefe de jefes, y tenía ocupaciones más importantes que arrancar las uñas a los detenidos o torturarlos con una máquina de corriente eléctrica a la que en la DINA, graciosamente, llamaban gigí. El Mamo estaba para otras cosas, pero ese día de principios de 1976 tuvo una razón especial para aparecerse por el cuartel Simón Bolívar. La DINA estrenaba una nueva máquina de tortura.

La innovación era obra de Michael Townley, un eléctrico estadounidense a quien la DINA le encargaba operaciones en el exterior y algún que otro invento, como esa nueva máquina: de uso portátil, similar al mando de un avión operado con control remoto, lanzaba un dardo que activaba una corriente eléctrica a distancia.

El invento se puso a prueba con dos peruanos a los que la DINA había detenido por error, creyéndolos militantes de izquierda. Según testimonios de ex agentes como Jorgelino Vergara, El Mocito, fue el mismo jefe de jefes quien, tras tener enfrente a los dos peruanos vendados y esposados, disparó los dardos sobre sus cuerpos, y los hizo retorcerse de dolor en el suelo, sólo moviendo una palanca del control remoto.

El invento causó sensación y recibió el nombre de mini gigí.

Poco tiempo después, según los mismos testimonios, el Mamo volvió al cuartel Simón Bolívar para probar en terreno un spray mortal, a base de gas sarín, que había sido desarrollado por un químico que trabajaba con Townley. Los peruanos volvieron a ser usados como conejillos de Indias, pero esa vez el Mamo se dedicó a observar a una distancia prudente. Hizo bien. Luego de que los dos peruanos fueran rociados con gas sarín y cayeran al suelo, muertos en segundos, dos agentes –Townley entre ellos– comenzaron a toser y a ahogarse. Por fortuna se encontraba presente Gladys Calderón, la enfermera encargada de inyectar cianuro a los detenidos, que los asistió y los salvó de la muerte. Pero lo que importa de ese accidente de trabajo fue que el Mamo terminó convencido de que la mejor forma de matar al ex canciller chileno Orlando Letelier, que en esos días vivía en Washington y era uno de los líderes de la oposición a Pinochet, no era con gas sarín, como pretendía Townley. Si en 1974 una bomba había acabado en Buenos Aires con la vida del ex jefe del ejército chileno Carlos Prats, general constitucionalista antecesor de Pinochet, ¿por qué ahora no podían hacer lo mismo con Letelier en Washington? Un buen plan: tradicional, de vieja escuela. Lo otro –el gas sarín– era ciencia ficción para niños.

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