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Domingo, 23 de octubre de 2016

ÚLTIMO MOMENTO

 Por Álvaro Bisama

Desde El Paso

No habla.

Bob Dylan no dice nada. No mira al público. Al final, alguien le tirará un ramo de rosas rojas. Le dará lo mismo. No importa. Es Dylan. Es el personaje. Es la leyenda viviente. Es un fantasma. Vestido de negro, se mueve como tal. Canta como tal. La semana pasada la Academia Sueca le dio el Premio Nobel de Literatura. El mundo explotó. Él estaba en la carretera. No pareció importarle. Tocaba en el Desert Trip, otro museo de cera con ídolos vivos del rock. Toca ahora acá en el Abraham Chavez Theatre, en el dowtown de El Paso. 2500 personas. Una cosa íntima. Nada de arenas, nada de estadios. Más allá, a unas cuantas cuadras, está la frontera, está Ciudad Juárez. Dylan la cita en alguna canción donde hace caer la lluvia. Pero es una ficción, acaso un recuerdo áspero, un verso desangelado. Porque no hay lluvia en El Paso. El sol dispara un calor seco apenas interrumpido por una brisa leve que no entra en el teatro donde el público está sentado, esperando. Todos caben acá. El público está hecho con sus máscaras, la multitud está hecha con las versiones de su rostro. Andan por ahí hippies viejos, padres de familia, una anciana en silla de ruedas con la cara pintada, universitarios, parejas en clave romántica, un tipo con un remera de los Misfits y otro con el rostro de Laura Palmer. Dylan no les dedicará un gesto jamás, salvo ponerse un sombrero en la cabeza luego de terminar la última canción e irse. Hay algo autista en el show, algo que lo remite a sí mismo, que lo concentra dentro de sus canciones. El setlist es la prueba: abre con “Things Have Changed” y termina con “Why Try To Change Me Now”, que cantaba Sinatra. Antes, por ahí, pasan “Love Sick”, “Tangled Up In Blue”, “Desolation Row” y “Blowin’ In The Wind”. Todas son interpretadas con esa voz suya que parece un aullido cansado, que apenas pronuncia las sílabas porque parece venir de otro lado que no es ni puede ser ese cuerpo enjuto que se mueve entre sus micrófonos (tiene cuatro, que están en fila, como si esperasen coristas invisibles que nunca llegan) al piano, que toca de pie. Porque Dylan no se sienta jamás aunque pegue los pies al suelo como si estuviese en un barco que atraviesa una tormenta, atravesando su propio vendaval para luego coger alguno de los micrófonos y sostenerlo como esos viejos cantantes de rockabilly que solo él quizás recuerda, como un adolescente viejo que posa ante un espejo, inclinándose para adueñarse de la fuerza de gravedad. Por supuesto, la expectativa flota en el aire, la esperanza que diga algo, que se manifieste. Ganó el Nobel. Eso debe significar algo. Por supuesto, ya sabemos que no ha contestado el teléfono, que ha permanecido en silencio. Quizás las canciones son las pistas sobre qué piensa de aquello. Puede ser. Puede que no. Es un acertijo metido dentro de un laberinto. El laberinto está hecho del muro de su voz. Por mi lado, creo que en “Things Have Changed” está la clave, con esa canción que dio un Oscar y salía en Wonder Boys, la película de Curtis Hanson. Repito: abre con ésa. La canta rápido. La masculla. La canción es sobre alguien que habita su propio hastío, que apenas comprende lo que pasa. “Solía importarme/ pero las cosas han cambiado”, dice. Puede que se refiera al mundo. Puede que se refiera a sí mismo. Puede que sea sobre el Nobel. Puede que simplemente sea una canción y nada más que eso. Lo interesante es lo que sucede entre las estrofas, mientras no canta. Dylan no queda quieto. Se va hacia atrás y abre las piernas y se se mueve y parece no tomarse en serio a sí mismo.

Baila.

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