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Domingo, 28 de abril de 2002

Notas al pie de una película

 Por Alan Pauls

No me olvido de la noche en que Páez me contó la historia de Vidas privadas. Fue en su casa, tarde, por supuesto, y de ese espejismo lleno de humo y voces lo que más vuelve a mí es la cantidad de piernas y cuerpos que tuve que sortear para llegar hasta el dormitorio en el que se había atrincherado. La casa era una mezcla rarísima de mansión Heffner y de entreacto de Woodstock. (Hay que decir que yo era un pajuerano perfecto: sentía más familiaridad con las costumbres de los bantúes que con el rocker way of life.) “¿Qué festejan?”, le pregunté a mi guía, esquivando un par de rodillas, un hombro, una cabeza donde el pelo empezaba a ralear. “Nada”, me contestó. Y después, mientras abría una puerta, agregó en tono filosófico: “Es así”. Páez estaba sentado en la alfombra, junto a la cama, tomando cerveza. El cuarto parecía el camarote de Una noche en la ópera. Apenas nos saludamos, las dos o tres personas con las que estaba hablando se apartaron y nos dejaron “solos”. “Quedémonos acá”, me dijo Páez: “en el resto de la casa no vamos a poder hablar”. Y en cinco minutos, sin que nadie lo interrumpiera, como envuelto en una especie de campo magnético, me contó el argumento de la película. No sus “ideas”, ni las “imágenes” que lo obsesionaban, ni las “ganas” que tenía de hacer cine. La historia, de principio a fin, completa.
(No nos conocíamos. Nos habíamos visto en fiestas, y las pocas veces que hablamos hablamos de cine. La última –antes de la noche que acabo de contar– había sido en el estudio de Cristina Banegas, a esa hora en que ya no es uno el que habla sino esa máquina autónoma que forman la boca, la lengua, los músculos de la cara y esa última parte del cerebro que, como Peter Sellers en La fiesta inolvidable, se niega heroicamente a morir. Hablamos mucho de Aristarain, en muy buenos términos. Pero tal vez el hecho de que lo hiciéramos por turnos, primero yo, después él, después yo, etc., nos hizo creer que disentíamos, lo que prolongó agradablemente la conversación. De Aristarain, me acuerdo, lo que le gustaba a Páez era su clasicismo.)
Me sorprendió. Mejor: me enrostró la torpeza de mis propios prejuicios. Yo esperaba una road movie con camperas de cuero, convertibles, chicas de labios sangrientos y el infalible toque de imaginería surrealista que la cultura clip identifica con la poesía. En vez de twist y gritos, Páez me proponía un relato seco, silencioso, menos preocupado por brillar y seducir que por encontrar una forma para el espanto argentino. Ya tenía todo: casos que consultar, libros para leer, películas que no podíamos dejar de ver. Antes de empezar, Páez ya había hecho todos los deberes. Y quería más. “Voy a tener que trabajar. Y mucho”, pensé. Pero en vez de confesar mis recelos en voz alta le dije: “¿Vos sabés en qué te estás metiendo?”.
Nunca me contestó, y yo tardé muy poco en darme cuenta por qué. Era la pregunta anti Páez por excelencia. Páez tiene una relación particular con el saber, la misma –creo– que tiene con la historia. Reivindica, cree, confía en el saber, pero también intuye que saber demasiado es un peso, y que para hacer las cosas hay que aligerarse de equipaje. Es un defensor de la tradición (en ese sentido es antipunk), pero defiende a muerte la porción de ceguera que hace falta para saltar al vacío. Piensa todo en términos históricos (qué hubo antes, cómo se llegó a tal o cual cosa, cómo fue la secuencia que condujo hasta...), pero hay un momento en que se sacude el pasado de encima, como los perros cuando salen del agua, y apuesta todo a la intuición del instante.
Escribimos el guión como se escribe una novela: no para contar lo que ya sabíamos sino para averiguar si sabíamos algo, y si todavía quedaba algo que pudiéramos entender.
A mitad de camino, en una de esas recapitulaciones que hacemos a menudo para saber qué hicimos sin saber que lo hacíamos, descubrimos que la película se parece mucho a un asilo de averiados: Carmen es hiperacúsica, su padre ha sufrido un infarto, su madre tiene problemas con el alcohol y Alejandro (primo hermano del marido desaparecido de Carmen) arrastra unarenguera. Más adelante, Carmen se quema con la cera de una vela y dice, mientras gime y se ríe al mismo tiempo: “Nunca pensé que el dolor podía ser tan bello”. El Daño como sistema: ése es uno de los temas que la película no buscó, que la película se impuso a sí misma desde adentro.
A lo largo de siete años, el proyecto cambia mil veces de presupuesto y de forma. Cada (im)posibilidad nueva obliga a escribir una nueva versión del guión, a eliminar personajes, decorados, escenas enteras. Del libro original, minucioso, casi balzaciano, que incrustaba la historia en el tejido social menemista, pasamos a una fórmula compacta, descarnada, que elimina las transiciones y casi la presencia del mundo exterior. Pasamos del realismo social urbano a la abstracción de un melodrama claustrofóbico. Y ya que estamos ahí, haciendo de necesidad virtud, vamos más a fondo y soñamos con una película cuya acción nunca salga de la casa, filmada en tiempo real y en una sola toma. Es imposible, por supuesto, pero la idea queda ahí, flotando, como un horizonte ideal.
Me entero de que una importante empresa española entra en la producción de la película. Todo muy bien, me dicen, salvo por un pequeño detalle. No les gusta el incesto, digo. No: no terminan de aceptar que el chico decida matar a su padre falso. Me pregunto si es una objeción dramática o moral. Alguien de la compañía arriesga una sugerencia (y me contesta): ¿y si lo matara por accidente, en un forcejeo?
Final de rodaje. Páez filma la última toma de la película: con su hermana Ana, Carmen explora a oscuras el departamento donde veinticinco años atrás fue secuestrada. Todos los que no participan de la escena esperan en la habitación de al lado, desde donde la contemplan de pie, en fila y abrazados, como a punto de asistir a alguna forma de salto mortal. La toma, larga, complicada, termina cuando Carmen abre una ventana y deja entrar la luz de un día falso, urdido con faroles. La cuarta versión es la vencida. Páez parece satisfecho. Mira a su director de fotografía, que asiente. Se terminó. De la habitación de al lado llegan risas, gritos, llantos, como una tormenta que rompe después de semanas y semanas de tensión insoportable. Páez está exhausto; parece un espectro. Y no, todavía no sabe en qué se ha metido. Gracias a eso, dice, puede seguir.

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