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Domingo, 30 de septiembre de 2007

El reducto sagrado

 Por Sergio Wolf

En el comienzo de los '80 había "los cines" ("el América", "el Libertador"), y había "las salas" ("la Hebraica", "la Lugones"), y como buen cinéfilo primerizo me fui volviendo un ave migratoria que en vez de peregrinar motivado por el frío o el calor de las estaciones se movía al ritmo de las programaciones, por el afán de completar huecos y listas. El cinéfilo en trámite de iniciación no discrimina entre presente y pasado porque su voracidad (como pasa con los vinos en fermentación) todavía no quedó estacionada, como la de los cinéfilos experimentados, que progresan hacia atrás, congelando, fijando patrones que cada nuevo cineasta y cada nuevo cinéfilo nunca podrá igualar.

Es por eso que para ser cinéfilo en ese momento había que pendular entre "los cines" y "las salas". Y entre las salas, "la Lugones" fue el templo de mi adolescencia cinéfila. Y como en toda fe iniciática había pruebas a sortear: cumplir el periplo religioso del ascenso silencioso y circunspecto sobreactuando anticipadamente la densidad de lo que aún no había visto, destrozarse la retina para leer la letra negra sobre fondo ocre de los programas de mano en la agonizante penumbra del hall, soportar con estoicismo el dolor de las articulaciones por el frío antártico de la sala.

Me recuerdo viendo El espíritu de la colmena y algunas de Buñuel, que era ideal porque obligaba a pensar (sin mucha noción de en qué pensar), y dejar que la mirada vague, mientras la fila avanzaba para volver a bajar, tan cansina como la de unos condenados a muerte, quizás en slow motion por el peso de haber visto algo que nos inmovilizaba, que nos ocupaba completamente. Me veo –atento y desentendido: la dualidad del tímido– mirando rostros y buscando atrapar retazos de conversaciones sobre el deseo y la vigilia, según la terminología circulante, como un pescador a quien no le avisaron cuál era el pez más valioso.

Ya cuando mi cinefilia se había fosilizado en las elecciones, "la Lugones" fue el lugar de conocimiento de personajes gravitantes –José Martínez Suárez, Edgardo Cozarinsky– pero también un lugar al que iba con mis novias tratando de inocularles el bacilo de la fe o al que iba de manera gregaria y donde podía encontrarme con los de la logia –Roberto Pagés, Rodrigo Tarruella, Gustavo Castagna, Emilio Alvarez–, porque para ese entonces ya era para mí un lugar propio. O mejor: nuestro. Y si asomaba algún director o crítico que me fastidiaba, se volvía un intruso que había penetrado en nuestro reducto sagrado. Porque, para ese entonces, ya era un lugar donde poder compartir los gustos y eso nos hacía sentir menos solos.

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