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Domingo, 23 de mayo de 2010

Lo último que queda de nosotros

Cormac McCarthy, pesimista existencial

 Por Sergio Kiernan

El gran tema de Cormac McCarthy es la opacidad de las personas. Este novelista de lo terrible, este pesimista existencial, tiene la convicción profundamente norteamericana de que en el fondo es imposible conocer al otro. Cada página que alguna vez escribió respira la misma señal: se ven los gestos externos, se escuchan las palabras, se sabe poco y nada. La broma parece ser que uno apenas se adivina a sí mismo, ni hablar del que se ama, del amigo, de ese que pasaba por acá. Es una obra con un relator omnividente, que todo lo ve y lo cuenta, pero no sapiente. Ni él entiende qué hacen sus criaturas.

En su trilogía de la frontera, la tesis es que somos ignorantes de nuestras razones. ¿Qué explicación tiene jugarse la vida por una loba herida? ¿Por qué puede México ser tan atractivo si no por la promesa de sentir más y entender algo? Chiggurh, el psicópata barroco de Sin lugar para los débiles, tiene de diferentes sus actos, el aislamiento traducido a la violencia. En este universo no hay moralismo, ni juicios, y lo único que nos mantiene de este lado es un sentido fugaz de la decencia.

Esto no es nihilismo, ni manifiestos por una nueva moral, sino una simple falta de expectativas. McCarthy escribe bello y seco, como un Hemingway que nunca hizo un mango, y lo más real que hay en su obra es el paisaje. “Los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece”, dice el Eclesiastés, y el norteamericano escucha la sorda risa de piedras y llanuras ante nuestros gestos. Texas, donde hace muchos años vive el escritor con cara de boxeador, es uno de los lugares del planeta que emiten esta conclusión.

Tal vez fuera cosa de tiempo que a McCarthy se le ocurriera La carretera, que a su manera es un bildungsroman extremista y ciertamente un catálogo de angustias casi insoportable. El planteo es pleno en el universo del que viene: por razones inexplicadas, el mundo murió y fue quemado, el cielo es gris y cada vez más frío, y ya no hay nada vivo, ni animales, ni plantas, ni pájaros. Todo es estéril y esterilizado, todo es blanco y negro, cubierto de una ceniza entre la que se mueve un puñado de humanos andrajosos y enloquecidos, lo último que queda de nosotros. Nadie tiene nombre, no se sabe qué año es y de entrada se calcula que será octubre, por el frío que está empezando a hacer, pero no es seguro.

Como sabe McCarthy en los huesos, la gente que tuvo un gramo de decencia será la primera en morir. El elenco de este libro se compone de hijos de puta liberados de todo control, de personas que descubrieron al hijo de puta interior, y de sus víctimas, reducidos a esclavos, juguetes sexuales o comida. Nadie produce nada, sólo se camina al sur y se mata para seguir viviendo o para divertirse. En este mundo poblado de Chiggurhs se mueve un hombre con un hijo que no recuerda el mundo anterior. El hijo es la voz de Dios: o el chico es un mensaje divino, o Dios nunca habló. A este hombre común y medio torpe, con nada de héroe, abandonado por su mujer, débil, lo sostiene este disparate interior de divinizar al hijo que ama. Por eso camina al sur, para no rendirse. Por eso hasta le enseña a leer un poquito, le muestra una Coca encontrada en las ruinas de una tienda, lo lava, le toca el pecho para ver si respira mientras duerme.

Como no hay discurso interior y la acción es sórdida, peatonal, silenciosa, es un diablo traducir esto al lenguaje visual de una película. Y el relato es tan terrible, tan documental, que en la adaptación hubo que aflojar. Hay caníbales, pero no están las calaveras ritualmente pintadas, ni las caravanas de esclavos atados a carros y púberes pintados como mujeres, con cadenas al cuello, llorando en la nieve. Es muy raro que una pantalla sostenga tantas angustias.

¿Qué se puede decir de una historia en que un padre le enseña con cariño a su hijo de nueve años cómo suicidarse de un tiro? En manos de McCarthy eso es gran literatura, pero de la que se lee a solas y deja un peso adentro, una sensación de que tanta negrura es cierta.

Llevar esta intimidad al cine y lograr que funcione es una hazaña.

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