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Domingo, 2 de enero de 2011

Crecer con papá

Marlon Richards, el primogénito, cuenta por primera
vez los detalles de su infancia forajida.

‘‘La gira del ‘76 fue en Europa y por eso me fui con ellos de gira todo el verano y terminé en el concierto con Zeppelin en Knebworth, en agosto. Me pidieron que despertara a Keith, porque tenía malhumor, no le gustaba que lo levantaran de la cama. Así que Mick o alguno venía y me decía ‘tenemos que irnos en un par de horas, por qué no despertás a tu papá’. Yo era el único capaz de hacerlo sin que él te arrancara la cabeza. Le decía ‘arriba papá, tenemos que seguir, te espera un avión’, y él lo hacía. Era muy dulce. Ibamos a los shows y volvíamos. No recuerdo bacanales, la verdad. Compartíamos una habitación con dos camas. Lo despertaba y pedía desayuno del servicio de habitación. Helado o torta. Y las empleadas eran muy condescendientes, pobre niñito, y yo las mandaba a la mierda. Encuentro la condescendencia muy molesta. Y enseguida me avivé acerca de los colgados y la gente que quería llegar a Keith a través mío. Me acostumbré a sacárnoslos de encima diciéndoles ‘no los quiero ver por acá, váyanse’. Yo tenía siete años. Y a las chicas o a los drogones de mal aspecto les decía ‘al carajo, papá duerme, déjenlo en paz’. No sabían qué decirle a un chico, así que obedecían.

Recuerdo que Mick fue muy dulce en esa gira. Estábamos en Hamburgo, Keith dormía y Mick me invitó a su habitación. Yo nunca había comido una hamburguesa, y él mandó pedir una. “¿Nunca probaste una hamburguesa, Marlon? ¡Tenés que probar una en Hamburgo, entonces!” Cenamos juntos. Era muy amigable y encantador en esa época. También era muy bueno con Keith. Era muy paternal, lo cuidaba. Eso era muy evidente. Y en ese punto Keith estaba en un estado deplorable. Recuerdo, por ejemplo, que yo sólo tenía un par de zapatos y un solo pantalón, que usé hasta que se desintegraron.

Nunca me interesaron las drogas. Encuentro a todos los drogadictos terriblemente ridículos. Siempre me pareció que lo que hacían era muy tonto. Anita me dice que yo fumaba un poco de marihuana cuando tenía cuatro años en Jamaica, pero no me lo creo, me parece que es una típica historia de las que inventa mi madre.

Unos años después, mis padres ya estaban separados y yo vivía en Nueva York con Anita, que tenía un novio de 17 años. Recién se había estrenado la película El francotirador. Y estaba esa escena de la ruleta rusa, y él se puso a imitarla. Muy oscuro. Era un chico. Solía decirme –era un chico malvado– que iba a dispararle a Keith y eso me ponía mal, así que me alivió cuando se pegó un tiro. Me acuerdo la fecha, 20 de julio de 1979, porque era el décimo aniversario del alunizaje y lo estaba mirando por tele. Anita estaba en muy período muy autodestructivo. Estaba mirando la tele, entonces, y escuché un pop. No sonó como bang o nada, fue un pop. Y después Anita bajó las escaleras corriendo, cubierta de sangre.

Yo grité ‘Dios santo Jesús’. Pero tenía que mirar. Así que subí y vi todo el cerebro embadurnando en las paredes. Después me mandaron a París con Keith.

A principios de los ‘80, Keith empezó a alquilar mansiones en Long Island para que viviéramos Anita, mi abuelo Bert –el padre de Keith–, nuestro asistente Roy y yo. Al principio vivimos en una casa de Sands Point por seis meses. Allí se filmó la primera versión de El gran Gatsby, donde Sands Point es East Egg, con acres de césped, una gran playa y una pileta de agua salada en diversos estados de decadencia. Solíamos escuchar música de jazz de los años ‘20 que emergía del mirador, ruidos de fiesta y risas y vasos brindando que se disipaban cuando uno se acercaba... Hacia 1983, Anita se volvió a Inglaterra por problemas de visa y se quedó ahí. Así que no estuvo presente en la última y gigante casa con doce o trece habitaciones, terriblemente fría en invierno. Teníamos estufa en el living. La habitación de Roy estaba calefaccionada, la de Bert también, y nos reuníamos en la cocina. Pero en cualquier otra parte había que ponerse una campera abrigada. Esta casa tenía un ascensor que nos llevaba a las habitaciones donde vivíamos. Una vez se rompió y no salimos por dos semanas. Después descubrimos que la puerta principal había quedado abierta y que todo el piso de abajo se había congelado, como una pista de patinaje, que había carámbanos colgando del candelabro. Era como Narnia. Era como Gormenghast. Encontré a los sapos africanos que tenía como mascotas congelados en su pecera, muchos años antes de que apareciera Damien Hirst.

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