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Domingo, 13 de febrero de 2011

El corazón de las tinieblas

 Por Guillermo Piro

Tal como se habla de amor loco, de los libros de Céline podríamos decir que se trata de literatura loca. Son libros sobre locos, escritos por un loco, y son entonces libros de una belleza loca.

Como los pulpos o las estrellas de mar, estos libros logran mostrar y esconder al mismo tiempo el secreto del cual son a la vez únicos depositarios y fascinantes reflejos. La verdad es su verdad. Y la búsqueda de la verdad es una actividad sumamente incómoda, ya se sabe; incluso podríamos decir patológica. Estos libros llevan en sí mismos la gran dialéctica moral, y la condición de esa dialéctica es ésta: es mejor morir que durar. La función curiosa e inquietante del arte consiste en seguir recordándonos eso, y decirnos que al fin y al cabo la verdad es más importante que la justicia y la libertad, e incluso que nuestras esperanzas. Los libros de Céline no existen para confortarnos ni para darnos una “postura equilibrada”. Todo lo contrario: se bucea en ellos ya sin aire, como si se estuviera trepando una montaña embarrada. Y sin embargo, o precisamente por eso, las hojas que leemos se desgarran para desgarrarnos. Su propósito es amenazar nuestro equilibrio. Esa es la única función del arte. Y los que traicionan esa función, aun en nombre de un credo humanitario, traicionan el arte. El arte traicionado enseguida se venga, y lo que pronto resulta es un arte tan muerto como la carne fría. El hombre que odiaba a su especie terminó donde debía, admirado, copiado, clásico entre los clásicos, a la derecha de Casanova y a la izquierda de Cervantes. Hasta los que se ocupan de denigrarlo tratan de escribir como él.

Decir de Céline que es el mejor novelista del mundo es decirlo todo. Para ponderar sus méritos debería bastar con eso. En efecto, ¿para qué hablar más ampliamente del Viaje al fin de la noche, de Muerte a crédito, de Guignol’s Band, de la Trilogía alemana? De estos libros decimos “son los mejores libros”, y es decirlo todo. ¿Por qué? Porque es así, y sólo en la literatura está permitido utilizar un razonamiento tan infantil. ¿Por qué? Porque es literatura, y la literatura se basta a sí misma.

Hay un muro que la literatura erige entre el lector y la vida que con Céline se derrumba bruscamente. Con él uno no se siente como si estuviera lidiando con un autor, un escritor munido como todos de una aureola de filigrana, que goza del privilegio de la expresión y sabe “espolvorear el orégano en la pizza”, sino con un hombre que no sabe expresarse mejor que cualquiera de nosotros y que se ve obligado a empuñar la pluma para decir lo que tiene en el corazón.

Hay escritores que tienen un estilo, y otros que lo buscan. Existe un estilo Rimbaud, no hay un estilo Mallarmé. Casi siempre la crítica confunde la creación de un estilo con la fabricación de un lenguaje. No existe un estilo Céline, existe una lengua celiniana.

Se podría discutir eternamente este problema porque es un problema de nuestro tiempo, el problema del “estilo hablado”. La novela francesa del siglo XX se orientó visiblemente hacia la búsqueda de un estilo hablado en escritores como Giono, Aragon y Céline. El mismo movimiento se dio en Estados Unidos, donde escritores como Faulkner y Wolfe libraron una tentativa paralela, aunque en Faulkner se trate más de un estilo pensado que hablado. Céline busca lo insólito, a toda costa, porque lo insólito es una convención y, tras esa convención, hay que regresar, también a toda costa, a una verdad. Y si a veces se pierde buscando la locura detrás del realismo lo hace porque para él la única manera de redescubrir el verdadero rostro del realismo es encontrándolo detrás de la locura. Es por eso que nos parece que las palabras de Céline lavan los rostros, así como el lienzo de Santa Verónica lavó el Divino Rostro. Y es que Céline no sabe “redactar”, no consigue relatar una idea, no sabe vestir una idea con palabras. Las palabras son como los gritos, se escapan. Las palabras son actos, confesiones de debilidad. La palabra es la venganza de los débiles.

Cuando el mundo fue creado, fue necesario crear un hombre especialmente para ese mundo, adaptado a su rigor. Todos estamos deformados por la adaptación a la libertad de Dios. No sabemos cómo seríamos si hubiéramos sido creados en primer lugar y después el mundo adaptado a nuestras necesidades. Céline fue creado antes que la literatura. Por eso sus libros están deformados, adaptados a su propia libertad. Céline escribe como quien pinta. Todos los escritores dramatizan los hechos. Céline desdramatiza, esto es, lo importante no es tanto contar una historia sino elaborar un universo vivo, un mundo en torno y con determinados personajes. Eso se ve claramente en la Trilogía alemana. Céline no logra contenerse, la estructura no puede visualizarse, entenderse. Lo que sale a la superficie ya viene con o a través de las palabras o no existe. Y en este punto descubrimos en qué consiste la astucia, el verdadero arte de Céline: parece natural... con naturalidad. Cambia el lenguaje escrito no por un lenguaje hablado, sino por un lenguaje hablado escrito.

En la primera página de Muerte a crédito Céline dice: “Contaré cierto tipo de historias para que ellos vuelvan, expresamente, a matarme; volverán desde los cuatro rincones del mundo. Entonces todo habrá terminado y estaré contento”. Céline se vanagloria. Sólo se desea matar a los hombres que dicen la verdad. Si eso es cierto, entonces él sólo simula decirla. Céline miente: la gente compró sus libros y nadie lo mató. La izquierda de la década del ’30 había creído ver en Céline a un nuevo Zola. Céline declaró un día, hablando del autor de Germinal: “Sabemos hoy que la víctima pide siempre más y más martirio”. Quizás en el mundo tal cual es, en este mundo que sólo puede destruirse a sí mismo, el deseo sólo puede ser masoquista. Eso explicaría muchas cosas. Es una pasión masoquista la que sostiene a Céline sesenta y siete años. Céline poseía en grado supremo el arte de ponerse del lado equivocado. Excitaba el destino que sabía iba a terminar por hacerlo sufrir. Se podría recopilar una gruesa antología de sus errores y torpezas.

Cuando el Viaje al fin de la noche apareció en el ’32 provocó en el paisaje literario francés algo similar a lo que puede provocar el corrimiento de capas geológicas en el paisaje de la superficie terrestre. Se alzaron infinidad de voces, pero dos sobresalieron, porque gritaban más fuerte: la de Paul Nizan, la encarnación del intelectual stalinista, y la de León Trotsky. Tanto Nizan como Trotsky aceptaban que Céline había entrado a la literatura por la puerta grande, y tanto uno como otro percibían que su profunda desazón y pesimismo sólo podía desembocar en algo a lo que entonces se le podía dar cualquier nombre, pero que no auguraba nada bueno. Trotsky cree que tanta desesperanza sólo puede conducir a la contrarrevolución, por más que el escritor se disfrazara entonces de anarquista (ya sabemos lo que Trotsky hacía con los anarquistas).

Al Viaje... siguió Muerte a crédito, algo así como la infancia de Bardamu, el personaje central del Viaje..., que encerraba tanta desazón y pesimismo como la anterior, pero que destilaba algo más: un profundo antisemitismo. En la base de los muchos defectos de Céline se encuentra su absoluta incapacidad de dar un paso atrás. Ni siquiera al costado: retroceder. No puede. De modo que cuando los críticos deslizaron una dura crítica a los pasajes de Muerte a crédito, donde se despachaba sutilmente contra los patrones judíos para los que su madre trabajaba como una esclava como modista, en vez de retraerse, llamarse a silencio, largó una bomba: Bagatelas para una masacre, publicado en 1937, un panfleto furibundo que puede considerarse el primer llamamiento europeo a la masacre judía (aunque algunos escritores como André Gide no creyeran una palabra de lo que decía e insistiera en que “era todo una broma pesada” y nada más). “¡El mundo es un lupanar judío!”, gritaba Céline, “¡Mueran los judíos, esos desechos pútridos!”, vociferaba. Una vez más, sigue avanzando: a ese panfleto siguen otros dos: Escuela de cadáveres (1938) y Le beaux draps (1941), en los que la tesis fundamental no cambia demasiado y en los que incluso, obsesivamente, se repite.

Para Céline, Francia es Rabelais y Zola. Y la lengua francesa. Su odio a los franceses es proverbial. Es por eso que cuando los alemanes ocupan Francia él se convierte en un colaboracionista prototipo, de los que miran en la calle a un militar adolescente alemán pateando a un francés tirado en el suelo y se ríe a carcajadas.

Entre sus tantos errores y torpezas figura haber tomado el mapa de Europa cuando estalló la guerra y reflexionar seriamente acerca de cuál país permanecería neutral. Sus deducciones lo llevan a considerar que ese país será... Dinamarca. Y allí es adonde dirige todos sus ahorros, obtenidos con los derechos de sus libros, pero sobre todo del Viaje... Al finalizar la guerra es a Dinamarca a donde emprende el peregrinaje en busca de esos fondos. Llega, y allí es apresado, juzgado y encarcelado.

El juez danés se las debe de haber visto negras. Raro que nadie haya hecho una película con eso. No con el caso Céline, que ya ha sido contado demasiadas veces, sino con el caso del juez. Quería sentenciarlo, pero la presión de los mejores exponentes literarios del mundo que clamaban por que “dejaran libre a uno de los mejores escritores de la primera mitad del siglo” era muy grande. Finalmente empezó a buscar alguna buena razón para liberarlo. Es sabido que cuando llegó a sus oídos la noticia de que Goebbels en persona le había ofrecido a Céline la dirección de la Oficina de Asuntos Judíos en Francia y éste la había rechazado, se frotó las manos. Hizo comparecer al escritor y le preguntó acerca del asunto. ¿Era cierto eso? “Claro que es cierto. Goebbels me ofreció la dirección de la Oficina de Asuntos Judíos, pero yo la rechacé... Si me hubiera hecho cargo de esa Oficina, no hubiera quedado ni uno...” Céline vuelve a la galera y el juez sigue buscando. Hasta que un pasaje de tinte pacifista encontrado al azar en Le beaux draps le sirve para sus fines y lo libera. Y entonces sucede algo verdaderamente inaudito: Céline vuelve a Francia. Allí pasa sus años hasta el fin, compartiendo su hambre y su deshonra con su esposa, la bailarina Lucette Almanzor. Y muchos perros. Muere el 1 de julio de 1961. Su mala suerte lo acompañó hasta último momento. Su muerte coincide con el suicidio de Ernest Hemingway, que se llevó todos los titulares. Muchos años después de muerto mucha gente seguía pensando que estaba vivo.

Es extraño, pero no hay una sola página suya que pueda entrar en una antología. Es un talento del que carecen, en general, los novelistas, buenos administradores de sus dones. La narración celiniana es un todo cuyos elementos no se pueden disociar. Es un hecho que el lector impaciente que emprende la lectura de la Trilogía alemana debe esperar casi cien páginas hasta el momento en que empieza el relato. Y más adelante encuentra la continuación de ese relato interrumpido y retomado constantemente. Y las digresiones no hacen más que aumentar la impaciencia: Céline habla de su destino personal, no hay casi más que quejas y recriminaciones. Pero el lector no puede parar: pide más y más martirio. Si existe una, ni en De un castillo a otro, ni en Norte, ni en Rigodón está la puerta de entrada a Céline. Llegan a ellas los que han sido previamente inoculados con el veneno y tratan de encontrar su procedencia. Son novelas para adictos.

La puerta está en el Viaje al fin de la noche o en Muerte a crédito. Quizás esté en Semmelweis, la tesis, la excepcional biografía del médico húngaro descubridor de la fiebre puerperal, con la que Céline obtuvo su doctorado en Medicina. Sus fobias ya están allí. Quizá ésa sea la entrada de servicio por la cual podría accederse a ver con más claridad. Pero el que lee el Viaje queda indefectiblemente estupefacto, como presenciando una erupción, de esas cuyo aliento, nos cuenta la historia, da siete vueltas y media a la Tierra. No se lo lee impunemente, nada se vive impunemente, nada se contempla sin peligro de muerte. Céline es el héroe negativo de El talón de hierro que emula al Virgilio de la Comedia dantesca, de cuya mano somos conducidos a visitar el infierno. No se puede seguir contemplando el discurrir del día después de leer Muerte a crédito, como si nada hubiera ocurrido: debemos empezar de nuevo. Ya no se verá con los mismos ojos. El comercio con Céline nos comprometió. El fin de la noche siempre estará por llegar.

George Steiner declaró una vez haber notado que una adhesión metódica, persistente, a la vida de la palabra impresa frena la inmediatez, el lado conflictivo de las circunstancias reales. Respondo con más entusiasmo a la tristeza literaria de Bardamu que al infortunio del vecino. Bardamu es más mi hermano que mi hermano. Lloro con Bebert, recito de memoria la despedida en la estación de trenes de Ferdinand y Molly, la prostituta de Detroit, y me muevo en un infierno material. Steiner tiene razón. El logro de Céline acaba siendo siniestro.

Aquellos para los que las mañanas son mañanas no encontrarán en Céline más que logorrea. Céline necesita de esos lectores a los que la luz más tenue hace daño; necesita de esos lectores para quienes todo lo que entra en la mente es brutal después que algo verdaderamente brutal entró en ella una primera vez.

Nigel Dennis una vez citó una frase genial. Reflexiones sobre ella. Por lo demás, la frase no es de Céline, sino de George Steiner: “Como vivimos en un mundo diseñado en gran parte por Kafka, incluso puedo concebir que a veces la verdad salga de bocas inhumanas y bestiales; la verdad es tan compleja que se aloja en algunos hoteles terribles”. Yo agrego otra frase de Steiner: “Quizás estemos locos también, porque somos los que tenemos el valor de confesar que los libros son más importantes que los seres humanos”.

Céline es a la literatura lo que los anticuerpos a la medicina. Si sigue siendo literatura lo es, ante todo, porque es antiliteratura. Si los caminos del arte son imprevisibles es porque los de Louis-Ferdinand Céline lo son.

En pocas palabras, entre los distintos privilegios de que goza la literatura está el hacer de su estética su ética. Aun aquellos que teman a Céline perderán ese temor cuando vean que sus propósitos nunca acaban con todo. La literatura también hace lo que está a su alcance para destruirse a sí misma. Es Céline el que va corriendo en su socorro.

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