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Domingo, 7 de agosto de 2011

Tótem y tribu

 Por Fernando D´addario

¿Cuál fue el punto de inflexión? ¿El asesinato de Bulacio? (1991) ¿Los famosos shows de Huracán con los pungas copando la parada? (2003) Veinte años más tarde, ambos episodios pueden ser vistos –en su trágica diferencia de dimensiones– como síntomas de un cambio de paradigma ricotero: el público empezó a ser más importante que la música.

Una curiosa metamorfosis cultural (cuyo análisis excedería largamente estas líneas) redefinió a las notables canciones de los Redondos como simples eslabones que comunicaban a la tribu con su tótem sagrado: Patricio Rey. Ese nombre sin rostro que admitía múltiples identidades y significados dejó de ser un símbolo abstracto para convertirse en la encarnación de Dios arriba de un escenario. Algo así como el Indio Solari. Skay Beilinson fue perdiendo con el cantante calvo esa puja implícita por el “sentido” (para tomar una expresión en boga hoy en día...) de la banda al mismo tiempo que los fieles tomaban posesión del discurso. Este cronista cubrió numerosos shows de los Redondos durante los años ’90. En todos los casos, la cobertura del recital propiamente dicho era apenas un apéndice de lo otro, lo que aparentemente importaba: la fiesta de las bandas, la bendita “ceremonia”, tan disfrutable como peligrosa. Frente al “ritual ricotero”, el devenir musical del grupo comenzó a ser relegado a un rol marginal (vaya paradoja, cuando la marginalidad, para los parámetros policiales, se extendía debajo del escenario), una especie de soundtrack grabado para amenizar la puesta en escena de la multitud.

Sin embargo, esta aparente invisibilidad artística también era engañosa: la música de los Redondos se fue “aplanando” con los años. Se homogeneizó –quizá sin que los mismos músicos lo advirtieran– su riqueza compositiva en sintonía con el estímulo unidimensional que le llegaba de sus fans (“Vamos Redondos / con huevos vaya al frente / que te lo pide toda la gente (...) / Una bandera que diga Che Guevara / un par de rocanroles y un porro pa’ fumar / matar un rati para vengar a Walter / en toda la Argentina comienza el Carnaval”: ¡Qué tiempos aquéllos!). Basta comparar Oktubre con Momo Sampler (2000). El gigantismo maquinal de este último disco era compatible con la sumisión reverencial que había adoptado el público redondo. Más que eso: resultó su consecuencia lógica. Entre el cripticismo avant-garde y el mesianismo crepuscular de la banda debió mediar, inevitablemente, un vínculo patológico. Es que la simbiosis entre la cultura futbolera y el rock dio muchas veces como resultado espectáculos conmovedores e inolvidables (quien escribe estas líneas fue y es fan de los Redondos y de La Renga). Pero también derivó en Cromañón. Y más allá de este caso extremo, la experiencia indica que cada vez que se puso en marcha ese juego dialéctico –fútbol y rock–, la música nunca salió favorecida.

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