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Lunes, 22 de octubre de 2007

CULTURA / ESPECTáCULOS › "JUEGOS DE AMOR ESQUIVO" DIRIGIDA POR EL TUNECINO KECHICHE

Amor, adolescencia y exclusión

 Por Leandro Arteaga

Juegos de amor esquivo (L'Esquive) Francia, 2003

Dirección: Abdellatif Kechiche.

Guión: Abdellatif Kechiche, Ghalia Lacroix.

Fotografía: Lubomir Bakchev.

Montaje: Antonella Bevenja, Ghalia Lacroix.

Intérpretes: Osman Elkharraz, Sara Forestier, Sabrina Ouazani, Nanou Benhamou, Hafet Ben-Ahmed, Aurélie Ganito.

Duración: 117 minutos.

Salas: Del Siglo.

Puntaje: 8 (ocho) puntos

No puede darse de mejor manera la confluencia entre elección estética y coherencia discursiva. Las imágenes digitales, los actores no-profesionales, sus personajes marginales, la París de periferia. Distintas etnias todas juntas, nucleadas en complejos de viviendas, como si se las hacinara, con historias personales que vislumbran dificultades mayores, la cárcel, el trabajo continuo, la inmigración, el regateo por el dinero, la escuela, el teatro, la policía, y el amor contrariado. Todo esto, pero desde un grupo de adolescentes, micromundo desde el que afloran rasgos generales, que permiten delinear una sociedad -al margen de la otra- y aventurar posibles y distópicos mañanas.

El film es admirable. Se titula Juegos de amor esquivo. Su realizador es tunecino y se llama Abdellatif Kechiche. Por éste, su segundo título, obtuvo cuatro premios César -entre ellos mejor película y mejor realizador- y el Premio Especial del Jurado del Bafici 2004. Por qué tuvimos que esperar tanto para su estreno comercial es otro de los misterios absurdos, en los que ya no vale la pena reparar. Su film reciente, La graine et le mulet, le hizo acreedor al Premio Especial del Jurado del último Festival Internacional de Venecia.

Volvamos al film y a la falta de utopías aludida. Consecuencia, tal vez, del griterío ensordecedor que entre los personajes se respira. O de la elección teatral que la profesora practica con sus alumnos: El juego del amor y del azar, de Pierre de Marivaux. Situación que se explicita desde el trasfondo de la obra, desde la imitación de rasgos de clase diferente -el burgués como proletario y viceversa-, la imposibilidad de esconder el origen social, de escapar de él, de estar condenados a ser pobres mientras, los otros, serán siempre ricos.

Será por eso que la cámara -así como en los films de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne- nunca se aleja de sus locaciones de periferia, tampoco lo hacen los chicos, quienes serán de inmediato detenidos cuando suban a un vehículo, aún cuando sus intenciones fueran otras; de todos modos, por las dudas, la policía ejerce su prevención brutal.

Krimo (Osman Elkharraz) es el niño que se enamora. Tontamente. También oscuramente. Hasta procura ser el Arlequín de la obra con tal de estar cerca del cabello rubio y del destello celeste de los ojos de Lydia (Sara Forestier). Ser lo que no puede ser.

Pasar por divertido, por alegre, con ropa multicolor, cuando su padre -ausente para la imagen- vive en la cárcel y su madre dentro del apartamento. Lydia, en tanto, es una furia que interpreta con pasión su papel de señora burguesa mientras agita su abanico roído. Entre medio hay una novia indecisa, y amigos que alimentan un clima de enrarecimiento, por momentos de amistad, por momentos de violencia contenida.

Es esta ambivalencia la que pareciera volver al film un globo a punto de estallar. La primera escena así lo expone. Podríamos pensar, de hecho, que la común unión entre estos chicos que viven -y que son- la periferia citadina existe también desde lo tribal, con una violencia que es alimentada por la segregación y la represión. De todas maneras, la obra teatral también es el momento para que padres, hijos y amigos se reúnan, se aplaudan, se abracen. El respiro existe. El arte surge, entonces, como llave para otras puertas. Qué más decir, el film es magnífico.

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