rosario

Martes, 11 de septiembre de 2007

CONTRATAPA

OTRA VEZ POR LA AUTOPISTA DUARTE

 Por Eugenio Previgliano

Otra vez manejando por la autopista Duarte; como esta vez voy solo pienso, manejo, miro el horizonte, las juntas del pavimento, los espejos retrovisores, los otros autos, los campos cultivados, los carteles de publicidad, las indicaciones viales, la señalización vertical, las marcas blancas de la señalización horizontal sobre la calzada de hormigón gris. Rueda mi auto blanco y ya quisiera yo haberla traído como la otra vez, algo dormida, delgada, con su piel oscura, sus cabellos largos, lacios, gruesos y negros como las noches de tregua en Bagdad, sonriendo entredormida, o sólo pensando parcamente en sus días de juventud con otra gente, cuando tenía sueños, proyectos, ilusiones y esperanzas.

Viajo yo solo ahora por la autopista Duarte impulsado por una cuestión profesional, porque tengo que ir a ver unos buques que la empresa comprará la semana próxima, debo observar con detenimiento de cada buque la máquina, los delgados chapines de metal que la identifican, la solidez de cada una de sus nervaduras, ver si en las marcas que uno y otro buque tienen en la borda hay memoria de algún naufragio, de una colisión importante que haya puesto en riesgo la flotabilidad del buque, debo observar los detalles de terminación de los camarotes, palpar las cubiertas en busca de paneles para reemplazar, revisar los circuitos eléctricos cerciorándome que no haya cortocircuitos, debo mirar con detenimiento la roda entera para ver si hay en ella algo que sea obstáculo para una navegación plácida y reposada.

En todas estas cosas voy pensando mientras manejo solo por la autopista Duarte y miro y veo las líneas de alta tensión que cuelgan, penden, oscilan con una imperceptible vibración mecánica y adornan con su catenaria el paisaje entre uno y otro soporte del que aflora ﷓yo lo sé﷓ sólo una parte porque lo que no se ve ﷓recuerdo﷓ está sólidamente fijado a la base y la base misma está enterrada y aún más abajo en la tierra hay una lanza que hiere la corteza durante muchos metros y que tiene por finalidad prevenir el choque eléctrico entre fuerzas encontradas si llegara a ocurrir algo inesperado, impropio, fuera de toda regla.

Manejo entonces mi auto por la autopista Duarte y recuerdo también la sonrisa leve de ella, esa mueca suave, el estremecimiento casi imperceptible que sobreviene al abrazarla, su imagen apacible en el espejo en la madrugada antes de despertar, recuerdo algunas escenas que alguna vez creí conocer de memoria, sensaciones táctiles, tiempos, ritmos, silencios, cadencias, intensidades en su respiración que yo llegué a pensar que no eran más que parte de mí, ese lugar donde finalmente sentí que me reconocía, y guío según mi entendimiento racional por la calzada lisa al auto que desliza ahora, pendiente abajo y a sotavento a casi doscientos once kilómetros por hora.

Pero sin embargo los recuerdos no alcanzan a distraerme sobre los preparativos: pienso que deberé revisar hasta la última sentina, interrogar al patrón, revisar la palamenta, cerciorarme de que el buque responderá no sólo cuando la navegación parezca apacible y calmada sino que también nos permitirá mantener el rumbo cuando la tormenta eléctrica azuce el horizonte. Pienso que tendré que ver en detalle el dispositivo del timón para saber que es efectivamente fiable y que no tendrá un comportamiento azaroso, díscolo o extravagante, que deberé otear la curva del codaste popel para saber si debo esperar que este buque haga cosas que no se imaginan quienes van en la nave, que no produzca como resultado de una maniobra sencilla un movimiento inesperado, un rolido fatuo, un movimiento falso, algo que pueda poner en crisis la maniobrabilidad del barco y como consecuencia de esto, el éxito de la empresa en la que hemos puesto, no sólo yo sino muchas otras personas que nos rodean y nos ven a diario, muchas esperanzas, muchas ilusiones y esperan mucha dicha.

Yo sin embargo manejo por la autopista Duarte centrado en la navegabilidad de los buques que inspeccionaré algo más tarde. No veo del mar más que lo que mi imaginación me presta; no se lo adivina ni en la pendiente ni en el color vegetal del paisaje ni en las aves que distantes cruzan el horizonte de la autopista Duarte.

De a ratos, cuando un camión me hace señas para cambiarse de carril me parece que al mar lo llevara conmigo, que nunca hubiera aprehendido al mar, que todo lo que sé de navegación y buques, esos saberes que siempre estoy aprendiendo y reescribiendo, vinieran conmigo, con otros, con los buques que debo inspeccionar. Algunas veces el buque resulta ingobernable, la compañía decide devolverlo, la tripulación sigue al mando de otro armador, las lealtades dispersas de agentes, oficiales y marineros entorpecen las operaciones y piratas y tempestades parecen tener la fuerza de hacer fracasar el intento de honrar el compromiso de completar la navegación con gusto y esfuerzo. Esas son las veces que ahora quisiera evitar, prevenir, alertar, divisar, advertir: discurrir sólo por naves quisiera que ofrezcan certeza, agilidad y alegría en la tormenta, desaconsejar a la compañía la compra de barcos que por una ilusión desacertada e impropia para un ingeniero me parecen prestas para una navegación de dicha, para una prestación elegante, para una deliciosa navegación desequilibrada, un rolido tras otro en el mar picado, embarcando agua ola tras ola en un día bello de viento de furia que a mí se me hace placentero, pero que terminan resultando para la compañía una carga, un compromiso heredado, una larga colección de facturas, multas y gabelas por pagar que vienen con el barco y nunca se terminan. Tal vez terminado el trabajo ﷓pienso﷓ quiera el destino que la cruce por una calle desolada y las cosas sean distintas. He visto muchos barcos ﷓pienso﷓ y sin embargo nunca ﷓me parece﷓ termino de aprender cuales serán buenos para mi recorrido: manejo otra vez por la autopista Duarte; otra vez solo.﷓

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