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Martes, 24 de junio de 2008

CONTRATAPA

La valija

 Por Miguel Roig

Hace unos días me reencontré con un amigo a quien hacía mucho tiempo que no veía. Entre las novedades de nuestras vidas que nos contamos mutuamente, destacó el hecho de que él está conviviendo con una nueva pareja. Si bien en la vida de cualquiera esto representa algo significativo, en la vida de mi amigo lo es aún más: se trata de un hombre mayor que llevaba un par de décadas compartiendo techo con su anterior mujer después de haber roto todo vínculo afectivo o al menos sentimental con ella.

En un viaje a Buenos Aires, una noche vi en televisión una vieja película de Enrique Carreras, La valija, con Luis Sandrini y Malvina Pastorino. Dentro de la filmografía de este realizador, dedicado siempre a producciones comerciales y al género musical, La valija es una película que se consideró en su día como un intento con cierta ambición en la que quiso abordar el tema del divorcio. El proyecto surgió a partir de una interesante obra teatral de Julio Mauricio que estrenaron Héctor Alterio y Elsa Berenguer.

El tema es la crisis de la pareja a finales de los sesenta en una sociedad que estaba cambiando y en la que se cuestionaba todo. El argumento es muy sencillo. Un matrimonio maduro, sin hijos, vive en un edificio del centro de Buenos Aires. El marido es oficinista y goza de una tranquila estabilidad, la mujer es ama de casa y ambos, con muchos años de vida en común, son incapaces de atravesar la intimidad del otro; la rutina, cierto hastío y la falta de diálogo, horadan la relación sutil y rigurosamente como la gota de agua cayendo sobre la piedra. Un día cualquiera, un estudiante que vive en el edificio golpea la puerta del piso de la pareja para pedir algo; atiende ella. La mujer y el joven terminan en la cama y cuando el marido se da cuenta de lo que ha sucedido comienza el drama donde todo lo no dicho en años deviene en un monstruo que les devora y, finalmente, el hombre hace la valija y se va.

No recordaría casi nada de lo que he escrito si no fuera porque La Valija probablemente sea una de las pocas películas ﷓al menos en el cine argentino es la única﷓ que contó con dos finales: uno para los cines del centro y otro para las salas de los barrios y el interior. Quienes en su día vieron la película en el centro, asistieron a la ira de un hombre despechado llenando una valija con sus pertenencias y yéndose de su casa para siempre. Aquellos que fueron al estreno en alguna localidad del interior, pudieron ver ﷓y posiblemente salir del cine con una sonrisa tranquilizadora﷓ a un hombre que recapacita, perdona el affaire de la mujer, y vuelve a guardar en los cajones el contenido de la valija.

¿Por qué ocurrió esto? Los críticos del realizador lo adjudican a su voracidad por conseguir la mayor cantidad de espectadores posibles; algunos memoriosos adjudican el hecho a la censura militar de la época que no consintió lo que consideraba como la exaltación del divorcio.

Más allá de las razones que llevaron al director a tomar esta decisión, si uno piensa la película con sus dos finales como una unidad, adquiere un sentido curioso y la hace más relevante, incluso, que la obra que en su día la originó, posiblemente agotada, cautiva ya de su tiempo.

Pienso en mi amigo y la película, por ejemplo, se convierte con la esquizofrénica ejecución de los dos finales, en una representación perfecta del cautiverio al que se sometió, durmiendo durante años en una habitación distinta a la que ocupaba su mujer, bajo un mismo techo; concurriendo juntos a reuniones sociales como un matrimonio bien avenido y horas después, llegando a un mismo domicilio, subiendo en el ascensor, otra vez como dos extraños, y yendo cada uno a su habitación sin, posiblemente, un hasta mañana.

Cada noche, sin duda, se imaginaría haciendo la valija y saliendo con ella por la puerta, para siempre.

Cuando uno veía a un marido aburrido por la rutina, encendiendo un cigarrillo o revolviendo con una cucharita la taza del café, esas mismas manos, en algún lugar de su interior, estaban haciendo la valija.

Como un espía: uno no tiene delante a quien cree que está viendo; en realidad se trata de un agente, por decirlo de alguna manera, al servicio de su propia imaginación, zona a la que muy pocas veces se nos permite acceder.

Eric Ambler, el escritor inglés de novelas de espionaje, refuta con pruebas que el oficio más viejo del mundo sea el que todos pensamos: es el del espía, afirma. Recurre a la Biblia recordando que Moisés envió espías a Canaán por sugerencia de Jehová. Es decir, el espía, el ser otro distinto al que somos sin perder la simultaneidad, nos es inherente. Tal vez, la expresión máxima de este rasgo la ha conseguido Graham Greene en El Factor Humano, novela en la que un hombre se convierte en espía doble por razones sentimentales. A medida que conoce el tejido psicológico del personaje y el encuadre moral, y suspende su incredulidad, el lector se involucra y le cuesta leer lo que es evidente desde el principio: la relación con una mujer lleva al protagonista a colaborar con el bando contrario.

Hacer la valija y quedarse al mismo tiempo, eso es lo que hace un espía: estoy aquí pero estoy en otra parte y casi nadie lo sabe. Sam Shepard en su obra teatral Fool for Love, llevada al cine por Robert Altman, cuenta una historia radical que gira en torno a esto. Una pareja de amantes descubre que son hermanos, ya que su padre, un viajante de comercio, tenía dos hogares en dos estados diferentes, y una hija y un hijo, que el azar junta, con cada esposa. El personaje del padre, en la película, lo interpreta Harry Dean Stanton y tengo grabada en mi memoria, a pesar de que he visto el film hace muchos años, a ese hombre entrando en cada una de sus casas como si fuera la única o sentado en la mesa, llevándose una cuchara de sopa a la boca y pensando, seguramente, en otra casa, en otra mesa. Como un espía que trata de llevarse todo lo que puede de un sitio a otro.

Por supuesto que la historia que referí al principio no alcanza la radicalidad de estas ficciones, ni la de Greene ﷓que expone, a pesar del contexto, un conflicto moral﷓ ni la de Shepard. El de mi amigo es un drama cotidiano que, en definitiva, pudo resolver. Pero de alguna manera, puede que todos seamos espías en una realidad que nos es ajena, a veces hostil y siempre sorprendente. Puede, también, que nuestra impostura ﷓que no es menos inocente ni compleja que cualquier otra﷓ oculte que estamos haciendo la valija para ir alguna vez a ese sitio, imaginario o no, donde se supone que nos vamos a alcanzar, de una vez y para siempre, a nosotros mismos.

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